jueves, 30 de septiembre de 2010

Diccionario sentimental; p de país


Siempre me pregunté porqué Miyó Vestrini se dejó el mechero en casa de Salvador Garmendia la noche en que se suicidó. ¿La prisa por quitarse la vida? ¿La manía del objeto como quien deja migas de pan para ser encontrado? Una mujer tan drástica como ella no necesitaba de esos protocolos. Y si sintió miedo, lo llevaba muy dentro, como un fuego propio, el que siempre irradió en sus poemas y sus arrebatos. (¿No, Lagarto?).

Me cuesta hacerme a la idea de sus venas como los cordones de zapatos viejos, como cuerdas vencidas, cansadas, de las que alguien da un último tirón. Pronto se cumplirán 20 años de la muerte de una de las mejores poetas y periodistas de la generación ballenera, siempre más arponeada de la cuenta -la ballena y los poetas-.

De los afectos personales, el de Miyó es, quizás, el más desenfrenado de todos. Todo en ella fue metáfora. Las historias de Giovanna y sus Órdenes al corazón. Ese trajín de locura y verbo ahogándose en ginebra.

Mirar atrás se me hace más difícil. Releyéndola, con una mínima luz de madrugada, 'la Miyó' me habla más claro que hace unos años. Y no sé si  las dos hemos envejecido -¿puede alguien envejecer desde la muerte?- o que yo, como ella alguna vez, estoy comenzando a cansarme de este asalto permanente que son las patrias.

He visto confiscadas muchas pertenencias, algunas con nuestra colaboración otras con nuestro más revoltoso forcejeo. Las palabras, también, han entrado en esa deuda que poco a poco se hace mayor bajo ciertas almohadas de las que ahora sólo salen pesadillas o picotazos.

Y
a no me acuerdo de ciertas razones. Ya no me acuerdo de Antonio Arráiz, ni Miguel Otero, tampoco de Jesús Sanoja Hernández, Juan Liscano o Ida Gramcko. Ha perdido sentido el papel que olía a tinta. Y releer a Miyó me hace saber que es el mal de amor, el despecho nacional. Es este no querer, queriéndolo.

Siempre me pregunté porqué Miyó Vestrini se dejó el mechero en casa de Salvador Garmendia la noche en que se suicidó. Y durante una época di vueltas buscando respuestas a la pregunta sobre qué había querido decir con eso.Ahora que lo pienso, y que ya no lo pregunto, imagino ese mechero como una instrucción para el futuro.

La mujer que escribió Órdenes al corazón no encontró otra forma mejor de indicar la destrucción como un destino inevitable: suyo, nuestro. Miyó militó además en 40 grados bajo la sombra. Si hay alguien que conoce el poder del calor para borrar y desterrar, es ella. Por eso el fuego.

Entre su muerte y nosotros, Miyó Vestrini dejó la posibilidad de prender fuego al país soñado, al huerto de frustraciones y cuentas sin pagar. Estado, escritores,cultura, burócrata, deuda, sociedad, bienestar, gentilicio, asco, moscas, presidencia, militar. Porque, al fin y al cabo, qué es un país sino una familia odiándose.

Ahora que tengo casi diez años más desde que empecé a leerla, advierto en ese mechero no una llamada de auxilio, tampoco un arrepentimiento ni un camino de migas para que la encontraran desangrándose. Era un paso al frente para los que quedaríamos vivos.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

29 Septiembre. En los bares... ni borrachos, ni el Marca



Cafetería Lorena. La Latina. Nueve de la mañana. Dos sujetos y una chica apenas logran tenerse en pie. “Tronca, ¿pero tú entiendesssss?”, una compacta y pestilente nube de Brugal y una gota de saliva suya aterrizan en mi rostro como el más potente de los gases antidisturbios. “Que los bares en La Latina han cerrado, están cerrados. Esto es demasssssiado fuerte, tía”.
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El trío juerguista ha caminado desde Malasaña –unos veinte minutos, quizás- para beberse un cubata en condiciones. En una sociedad como la madrileña, donde la fiesta se impone a la razón, semejante privación es lo más cercano al apocalipsis que esta generación mil eurista ha podido vivir en carne propia.
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Ya dentro, en la barra del Lorena, Violeta –una chica ecuatoriana con los ojos rebordeados de espeso lápiz negro- me sirve un café sin ganas. No le ha costado llegar a su trabajo por le Huelga General convocada por los Sindicatos contra los recortes impuestos por el Gobierno. "No tuve problema", dice. Ha dormido en Madrid, en casa de una amiga colombiana que vive de hacer la manicura a domicilio. De lo contrario, no hubiese conseguido tren desde Alcorcón hasta aquí.
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Miro a mi alrededor. Sólo veo pensionistas. Pregunto por el Marca. Quiero leer la crónica del partido del Madrid de ayer. El deportivo no está. “No ha llegado hoy”, me dice Violeta con aún más fastidio que hace unos minutos. “Vaya puta mierda de país”, remata a mi derecha un operario.
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Salgo del bar rumbo a la Plaza Mayor, un piquete de policías protege algunos comercios. No son muchos. Todo permanece cerrado y silencioso. Es pronto aún para diagnosticar nada. Camino dando rodeos, haciendo tiempo para que esta ronda tenga sentido. Me detengo en la parada de autobús. El 28, que normalmente tarda 5 minutos, esta vez se demora 15. Las pegatinas de la huelga abundan en las vitrinas y las marquesinas. “Basta de consumo”, leo junto a os signos del anarquismo.
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Ya en medio de la Plaza Mayor, un rebaño de pensionistas y anarcosindicalistas hacen balido con banderitas de UGT. “¡Huelga general!¡Huelga general! “, gritan al lado de un mercadillo de Argentina en Madrid en el que no entra nadie, no sé si por la hora, porque a los turistas les resulta más entretenido fotografiar manifestantes o porque no hay una sola estatua viviente hoy en la plaza.
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En Sol una enorme y desangelada tarima de Comisiones Obreras y UGT preside la mañana. La Calle Preciados está llena, de policías y unidades móviles de los canales de televisión. Los grandes almacenes del Corte Inglés y las cadenas importantes abren sus puertas, custodiadas por filas de uniformados. Las tiendas de cambio de oro también abren, pero nadie usa sus servicios.
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Entro en un H&M. Hablo con Rosa, una chica con un piercing oscuro sobre le labio. “Si estos tíos (se refiere a los sindicatos), me reponen el día que me descuentan… pues claro que me hubiese sumado, ¿no te jode?”.
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Salgo de nuevo. Entro a otro bar. En la tele, los informativos. Busco el Marca, otra vez. No lo encuentro, no está. No existe. El dato ya deja de ser casualidad. Sigo subiendo hacia Gran Vía. Vuelvo a toparme con un rebaño de manifestantes y sus rojas banderitas.
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Llego hasta Malasaña, pocas muy pocas cafeterías abiertas. Entro a una, a dos, a tres. En ninguna está el Marca. De tanto en tanto me topo con agentes de la policía, que se plantan como postes frente a tiendas y comercios.
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Salí de casa sin la convicción empresa de llegar más allá de Chamberí. Así que me doy la vuelta con ganas de avanzar algo más. Repaso el recorrido. Lo mismo, pero con más sol. Tiendas discretamente abiertas. Empleados con cara de fastidio. Rebaños informativos con banderitas rojas.
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Al llegar a Preciados, varias reporteras de Antena 3 y Telecinco dan un escueto parte de lo ocurrido, y el compacto piquete que separa Sol de la calle que sube hacia Callao sigue formado, igual que hace una hora. No he encontrado quioscos de prensa abiertos, así que me quedo sin Marca.
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Me detengo frente a un agente de policía, enciendo un cigarrillo y le pregunto qué tal va la jornada. Para mi sorpresa, en lugar de pedirme que me vaya o que le deje en paz., el agente me dice, con toda la sinceridad del mundo. “Estoy cansado. Llevo aquí desde las cinco de la mañana”. UN chico lleno de anillos de oro se acerca. “¿No hay otra forma de tocar los cojones?”, suelta, refiriéndose a los sindicatos. "Unos listos, tía, que son unos listos".
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Hace una semana, en un taller de comunicación, los encargados de comunicación de las fundaciones de UGT y CCOO casi me ahorcan cuando les pregunté si esta huelga no sufría una cierta impuntualidad. "¿Pero cómo convocarla antes? Si estábamos negociando. “¿Qué querían que diésemos una patada a la mesa de una vez y después negociáramos”.
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Voy bajando por la calle Toledo aún sin mucha convicción de lo que he visto ni lo que veo. Sólo sé que el bar, el lugar de encuentro de la feligresía madrileña, hoy no se ha leído el Marca y que quizás hoy, a mediodía, la mitad del cocido se quede frío. Aún así hay algo en el aire que apesta todavía a amnesia, y no es el tufo a Brugal, tampoco el mileurismo. No sé qué es. Pero algo aún no me cuadra.

martes, 28 de septiembre de 2010

"Una novelita díscola"


Primer
miércoles de mes. El matrimonio Rodríguez Canales venía de inspeccionar las abolladuras de la reja que separa la calle Lento Verde del resto del barrio. Un par de días atrás, el camión repartidor de las botellas del agua había chocado al salir de su ronda y con el golpe del guardafangos contra la caja del motor rompió la cadena corredera. Desde entonces, todos corrían peligro. Vivían con la certeza de estar expuestos a que cualquier conductor no identificado entrara a robar sus casas; hurgar entre sus pertenencias; arrebatarles sus cosas; cortarles el cuello; violar a sus hijas o sus hijos; secuestrar a sus maridos y esposas, a sus hermanos y hermanas ; quizás robar sus coches, obligar a algún miembro de su familia a subir con ellos y hacerles dar largos paseos por la ciudad para despistar a la policía y dejarles luego tirados, vivos o muertos, en un hombrillo; o quizás, porqué no, ducharse en sus baños, probarse su ropa; comerse su comida y beberse su mejor alcohol, todo mientras les apuntaban con el cañón frío de un revolver, y después, sólo después, matarles tan sólo por gusto. Lo harían con el rostro descubierto mientras orinaban la alfombra o hacían de vientre en el sofá de su víctima, a la que dirían, entre risas, que todo lo que hacían era por hambre. Por eso estaba allí el matrimonio Rodríguez Canales, por miedo. El temor, incorporado en sus actos cotidianos, era una segunda musculatura capaz de gobernarse a sí misma. El temblor de una hoja, el sonido de un paso, la sensación de una presencia. Cualquier cosa era suficiente para saberse amenazado. Por eso estaba ahí el matrimonio Rodríguez Canales, para comprobar que la reja volvía a cerrarse, que sus mandos a distancia funcionaban, que si los oprimían desde el asiento del piloto, el portón se abriría apartándolos de la guerra que existía más allá de Lento Verde, una calle ciega habitada por 13 casas y veinte vecinos, una calle ciega que ya no tenía que esperar la noche para morirse de miedo; y en la que crecen más rápido las alambradas que los árboles.

viernes, 24 de septiembre de 2010

Los hombres de Bernhard


Llevo cerca de un mes leyéndolo, subrayando cada una de sus frases y untándolas en una libreta para separar con el lápiz la prosa de la sustancia odiadora. Comencé con El Sótano, una novela ambientada en la postguerra que forma parte de la saga autobiográfica del narrador y dramaturgo austríaco. En ella, Bernhard se narra a sí mismo, cuando, camino de la escuela, decide tomar la dirección opuesta, darse la vuelta y entrar en la oficina de empleo.

Allí, con su mochila al hombro, un Bernhard de 16 años busca un trabajo de aprendiz en un oscuro comercio de alimentación donde debe cargar pesados sacos, pasar horas rodeado de polvo, soportando pestilencias y miserables clientes del barrio más pobre de Salzburgo. Es allí, en el acto repetitivo y mecánico, en la sensación de ser útil y de escapar del mundo de la escuela y del de su familia, donde Bernhard dice sentirse libre. Todo ocurre en primera persona. Con una potencia amarga que no defrauda la promesa de quien me lo recomendó asegurándome que en él encontraría la fina materia del desapego para diagnosticar mi propio malestar patrio.

En la dirección opuesta. Thomas Bernhard se sentía atrapado entre dos mundos miserables. O tres. O uno. Emocional y psíquicamente inestable, estuvo años recluido en un sanatorio a causa de su mala salud. Y me pregunto si sus quebrantos provenían de su exceso de lucidez. Más adelante, cuando leí Tala -un agresivo y potente libro que engullí entero en el metro, eso le da más sentido- pude comprobar que lo suyo iba más allá de lo que yo pensaba.
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En Tala, un hombre vuelva a Viena después de 20 años de ausencia. Y su regreso coincide, justamente, con el suicidio de una amiga y la invitación a una cena artística ofrecida por un matrimonio de la pequeña burquesía del que en su momento fue casi cortesano y a los que ahora odia, por sus prácticas provincianas y esnobistas.

Enterrado en un sillón de orejas, comido por su propia rabia, el narrador pone en marcha un furioso monólogo donde lo nacional queda hecho un guiñapo y lo humano poco menos que una sobra. En ella, Bernhard habla de Viena como una ciudad depredadora que ahoga a sus propios vástagos, un tema al que vuelve -a su manera- en El malogrado (1983), centrada en el fracaso de un estudiante de piano en contacto con un genio.
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Sus novelas tienen una impronta de la dramaturgia lo suficientemente fuerte como para que puedan ser leídas como si alguien las interpretara para nosotros. Quizás por eso uno tiene la sensación de que el narrador de Tala ha chupado la energía entera del lector sentado sin apenas alzar la voz, ahí desde el sillón del salón de estar vienés.

Y así, una y otra vez a lo largo de su obra, Bernhard parece cuestionar la utilidad-inutilidad de lo culto o lo creado, lo artístico o lo que quienes crean entienden como tal. En sus textos, lo propio es venenoso. Desencanto, golpiza, salivazo. Pura sangre en los dientes.
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Llevo cerca de un mes leyéndolo y temo que se me haga demasiado familiar en mí su sustancia odiadora. Los hombres de Bernhard hablan en escenarios, aunque habiten novelas. Están llenos de algo que todos han extraviado en el camino hacia lo que no pudieron ser -o lo que son-, una fina capa de sordas y lentas frustraciones.

viernes, 17 de septiembre de 2010

Página 29



Ya lo he dicho, cada día me apetece un poco más perder el habla. Darme la vuelta. Irme. Que los demás tengan la razón no me molesta; me aburre. Por eso la he cedido, antes de comenzar. Por eso doy largos rodeos a las calles sin transeúntes y me demoro aposta en las vitrinas sin luz, mientras las manos me hormiguean. Perder la batalla de las estaciones y los sermones. Hacer las cosas dos veces. Una para afirmarlas, otra para corregirlas. El ruido constante que lo duplica todo.
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Y mientras me entreno en esto de perder el habla -no es fácil, no hay que confunfir el desinterés con la disciplina-, me descubro releyendo, buscando más silencio -si es posible, por favor- en los retazos de mi biblioteca. Me topo con La Modestia, un relato escrito por Enrique Vila-Matas incluido en los Exploradores del abismo (2007), un volumen de cuentos que escribió justo entre Doctor Pasavento y Dublinesca. La primera vez, releo el relato a picotazos. La segunda vez ya fumo. A la tercera me he quitado los zapatos.
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Un cazador de frases que viaja en la línea 24 del autobús (en el relato desemboca siempre en la estación Fontana), en Barcelona, es atrapado por una mujer. No es hermosa, tampoco fea. Dice él que así se describe ella. Mujer gris. Y en una obsesiva cadena de eventos y visitas callejeras, el pasajero-narrador, esparce a esta dama del 24 por todas partes. Le parece, cree él, la imagen de la modestia reflejada en la madre de Nerval.
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Sobre esta mujer a la que espera, sobre la que reflexiona, el narrador lo piensa casi todo. Son las neurosis de Vila-Spider, su manía de perseguir y obsesionarse. Sigo leyendo hasta dar con la frase. "Descendió del autobús allí en Fontana, y me quedé temiendo que en la calle Mayor de Gracia su belleza se actualizara a cada instante, según el aspecto del rostro de los otros".
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En la página 29 se resolvió el problema de los que hacen ruido, de los que molestan, de los que hablan, de los que se agolpan, de los que votan, de los que se atascan en las puertas giratorias, de los que sobran en los pasadizos y los pasillos. Y descubro que, de tomármelo en serio y no como un arrebato de mal humor, la invisibilidad podría ser una vocación.
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Apresada en ese folio, imaginé a aquella mujer avanzando con los gestos de una pantalla de aeropuerto. Alguien que a cada minuto cambia sus rasgos como lo hacen los vuelos con las horas de sus llegadas y partidas; alguien que muta, que aparece y deja de estar. Sin aspavientos. Shhhhh.
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Darse la vuelta, cambiar el rostro, dulcemente, como una pagoda tartamuda en un cuento de Cortázar que transcribí, hace años, en una libreta. Y después, entonces, derribar a un pasajero; cerrar su grueso libro de Federico Moccia;raptar al niño de la madre esperpéntica; prender fuego al sudoku de aquel anciano; patear al perro como si se tratara de un bulto; hacer estallar la vitrina de un manotón y entonces, sólo entonces, dejar un caminito de migajas para que los que hacen ruido sepan dónde ir a buscarte.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Otra noche en vela (y en blanco) ¿Hablamos al respecto?


Impoluto. Sin marcas. Sin trazos ni trozos. Que no ocurra nada. Que no pase nada. O que lo que ocurra no tenga el peso suficiente para dejar huella en ninguna superficie. Esas cosas pasan. Y hay gente a la que le pagan para que no ocurran cosas. Para que las baldosas blancas de un lavabo no dejen de ser blancas, para que una multitud no desborde como ganado las salidas de los estadios o para que los pasajeros no traspasen las líneas amarillas de los andenes. Hay profesionales de la contención. Gente especializada en que no ocurra nada.
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El problema surge cuando, teniendo previsto que algo suceda, el resultado no adquiere peso suficiente para dejar siquiera una levísima huella de su paso por una blanca sábana, o una blanca tela, un folio o una noche blanca. Últimamente una nívea sensación recorre los rincones, comiéndose a mordiscos cualquier trazo. Periódicos en blanco, revistas en blanco, libros en blanco, vídeos en blanco… Un monumento al silencio que, bien confeccionado, hasta parece melodía.
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Aunque en 2009 con Rafael Doctor como comisario invitado el evento prometía un viraje, La Noche en Blanco ha vuelto a las andadas. Y se empeña en lucir cada vez más nívea. Porque no se ensucia las manos, porque trata a los museos, las performances, las plazas públicas, las fotografías, los vídeos, al arte –y a quienes van a su encuentro- con guantes. Quien se sienta a pensar estas peregrinaciones culturales -¿hay un adjetivo para el oxímoron folklore global?- lo hace sabiendo ya la respuesta.
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En el caso de Basurama –el colectivo que este año organizó la Noche en Blanco- ha quedado más que claro que no se han quitado los guantes de látex ni un solo momento, ni siquiera para intentar rozar un poco al espectador al que intentan hacer jugar con rebuscadas, y a la vez mil veces vistas, maniobras. No hablo de proyectos anteriores ni de ellos como colectivo, hablo de su capacidad para entender una ciudad. Tienen Madrid para ustedes, ¡hagan juego! (no el tonto)
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La idea pre-cocida de lo que cultural y colectivo significa ha pasado de la caducidad a la pudrición. Y cada Noche en Blanco me queda más claro que no hay mejor color que las defina. Confundir ciudad con multitud, acción de calle con aglomeración, intervención con obstrucción. Llamar cultura algo que está a mitad de camino entre lo poco y la nada. Vaya que subestimamos lo que nos rodea. Dale toboganes a la gente, ¿porqué? no sé... Pero dale toboganes, pelotas, acumula objetos sin sentido.
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De las pantallas de plasma -el complejo cosmopolita- con herméticas propuestas, o las aparatosas intervenciones de ediciones anteriores (Evacuad Madrid, 2008), a los columpios de caucho y chatarra en La Gran Vía de este año.
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Cada vez entiendo menos y me apetece más perder el habla en ciertos temas, y éste es uno de ellos. De la visita extraordinaria, de la idea de redescubrir espacios específicos en el marco de lo nocturno, pasamos a una especie de permanente discoteca, o lo que es peor, a la verbena del imprevisto.
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La convención del artefacto como sustituto del objeto (Duchamp, toc, toc), la chapuza –desde sembrar matas en la Plaza Luna (El jardín de la buena dicha, de Santiago Morilla), pasando por intercambiar ropa tendida en Las comendadoras hasta llenar una plaza de pelotas porque eso parece urbano y de paso cultural- , tiende cada vez más a confundir la acción (modificar un espacio, un contexto, una superficie) con la distr-acción, que es lo que el sábado vi a raudales.
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La piscina de pelotas de la Plaza 2 de Mayo fue suficiente para darse por servido de de tanta nocturnidad pasada por cloro. El asunto en sí era una invitación a perder la fe en los circuitos que piensan y producen ideas. Y también en nosotros, los que vamos a consumirlas.
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La escena era desoladora en la Plaza 2 de Mayo (aunque parezca poética, levísima, en la fotografía de José Alfonso publicada en ABC). Un compacto rebaño de pobladores malasañeros –gafa-pastas, pitilleros, caballeros de botellón- además de una marea de gente imperceptible –cabezas, caras, brazos, a veces un inexplicable niño- saltaba como hormigas obreras dándose pelotazos entre sí, como en una especie de rave devaluado y sin sentido.
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Si a eso agregamos que los participantes –los viandantes- se llevaban las pelotas que debían inundar la plaza y que la ausencia de balones hacía cada vez más desangelado el espectáculo de la catarsis, uno tenía la sensación de haber salido de casa a ver un episodio de Jackass financiado por el Ayuntamiento y difundido por los medios como material de consumo cultural.
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El problema, incluso, es que la noción de calle como espacio de cultura –esa práctica tan jactanciosa y cansina- dista mucho de estos bandazos que pasan de la verbena con ganas de canapé berlinés del videoarte a los parques temáticos del despropósito y la chapuza. Vaya derrame de lejía, otra vez, en Madrid. ¿Hagan juego?

¿Qué hacemos? ¿Hablamos al respecto, echamos balones fuera o le tiramos la pelota a otro? Aquí los espero.

sábado, 4 de septiembre de 2010

Días de barnizado



En la última página de Sueños de Bunker Hill, Arturo Bandini lo ha perdido todo, los favores de su decrépita amante, y casera; el respeto de sus paisanos al volver al pueblo natal que no se rinde a sus pies; el comienzo de una carrera como guionista en Hollywood. Sólo le quedan dos cosas, una máquina de escribir y una frase que no le pertenece. “No era mío, qué diantre, pero por algún lado tenía que empezar”.
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La frase de Fante me viene a la mente en una de las naves del Museo del Prado, mientras me acerco y me alejo de una obra de Joseph Mallord William Turner, El declive del imperio cartaginés (1817), que hace díptico en esquina con otra de Claudio Lorena, Puerto con el embarque de Santa Úrsula (1641). Permanezco en el medio de ambas, casi idénticas entre sí. Experimento un ligero acceso de rabia mientras miro ambos cuadros. Anoto mi nivel de ira –no más de seis- y el nombre de los lienzos.
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Me encuentro justo a la mitad de la muestra Turner y los maestros, una de las pocas exposiciones que se permite la claridad como un atributo del trabajo y la seriedad del curador (comisario) y no como una obviedad de mal gusto que alguien ha decidido suprimir por considerarlo escolar, como suele ocurrir últimamente en las salas de los museos.
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Termino de mirar la exposición, una soberbia muestra en la que queda claro que Turner no fue sólo precursor de los impresionistas –esa mamarracha versión tipo Gombrich que repiten algunas maestras, no profesoras, repito maestras de historia del arte- sino un precursor de la abstracción. Porque al fin y al cabo, todo ser tocado por el genio reduce las cosas a lo esencial.
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Al volver a casa -sigo de mal humor, anoche escribí mucho y mal- busco la página de Bunker Hill que vino a mi mente en medio de la sala. No tengo que revolver mucho. Está pegada con una chincheta en mi biblioteca:

“Si podía escribir una buena frase podía escribir dos, y si podía escribir dos podía escribir tres, y si podía escribir tres podía escribir eternamente. Pero, ¿y si no me salía? ¿Y si había perdido todo mi hermoso talento? ¿Y si se había consumido entre las llamas de Biff Newhouse al golpearme la nariz o de Helen Bownell muerta para siempre? Tenía diecisiete dólares en la cartera. Diecisiete dólares y miedo a escribir. Me senté muy tieso ante la máquina y me soplé los dedos. Por favor, Dios mío, por favor., Kurt Hamsun, no me abandonéis ahora. Me puse a escribir y escribí: ‘La hora ha llegado’, la Morsa dijo, ‘de hablar de muchas cosas: de zapatos, de barcos, de lacre, de reyes y rosas’. Lo miré y me humedecí los labios. No era mío, pero qué diantres, por algún lado había que empezar”.

Y esa es la sensación con la que uno se marcha después de ver Turner y los maestros. Con la idea de que el inglés no sólo está constantemente midiéndose consigo mismo y sus contemporáneos, sino con sus predecesores (Turner invertía muchísimo tiempo y energía en los días de barnizado, es decir, las jornadas de puertas cerradas antes de los salones, en la que los pintores podían dar retoques a sus cuadros e interactuar entre sí).
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Para ello, para superar la peguntosa barnizada, y su propia trampa , Turner decidió –a partes iguales- copiar y citar a los grandes maestros, pero también rectificarles. Aunque parezca que en más de una ocasión copia abiertamente a Claudio Lorena, a Tiziano, a Poussin, Turner se permite la libertad de corregirles, de coger lo que no es suyo para empezar a ser él mismo, para dotar un simple proscenio arbolado con la fuerza de sus brumas y sus ambientes, sus atmósferas. (Sí, la atmósfera es mi estilo, dice en 1840 el británico)
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Lo hizo con Rembrandt, magníficamente (Ver el retrato Jessica, prestado por la Tate Gallery para la muestra, en la cual se representa al personaje del Mercader de Venecia, de Shakespeare). Lo hizo con Canalletto. Y lo hizo, de forma aún más radical con el holandés Van del Velde de quien parece haber extraído la maestría de sus marinas, hoy el tema por el que mejor conocemos a Turner.
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Partir de otro, y no para perder el miedo, sino para llegar mejor a sí mismo. Eso parece hacer Turner a lo largo de 80 piezas que no son eco ni plagio. De haberlo sido, ni The British Institution ni The Royal Academy le habrían llamado a botón “por las demasiadas libertades con las que se tomaba el arte del pasado”.
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Quizás, de no haber aprendido a deshuesar los esqueletos ajenos, Turner no había llegado jamás a Tormenta de nieve (1842) (la escena está vista desde la perspectiva del vapor de una turbina haciendo bocanada), el primer cuadro romántico donde lo mecánico irrumpe con la sutileza que jamás lograría la máquina hasta los intentos del mismísimo Duchamp, en por ejemplo, Desnudo bajando la escalera. Los días de barniz no pasan vano, a pesar de la ira.