miércoles, 12 de octubre de 2016

Un día como hoy, hace diez años

La víspera del 12 de octubre de 2006. Caracas, Venezuela.

Llegué a España un 12 de octubre de 2006. Atravesé el enorme vientre de la T4 a las siete de la mañana de un jueves que entonces, y todavía hoy, recuerdo como un domingo. Vestía una camiseta blanca con una palabra estampada en el lugar del corazón, cual matasellos: Sudaca. La prenda era una provocación bobalicona. No había nada de desafiante en ella, porque entré con un pasaporte español, un documento de identidad –palabra ésa, ay, complicada- que indicaba mi ruta: el viaje contrario al que habían emprendido mis abuelos y mi padre en la década de los cuarenta,  cuando llegaron a La Guaira desde el Puerto de Harvre. Aun así, lo de la camiseta me parecía épico. Me gustaban además, y mucho. Las fabricaban mis amigos de la Facultad,  personas con quienes me había fundido los días leves de un país que se caía a pedazos, aunque no lo supiéramos todavía. Gente con la que me había estrenado, torpemente, en un periodismo a empellones, hecho en una sociedad donde los muertos no eran lo que hoy. Entonces los cadáveres no caminaban vivos por la calle. Hoy sí.

Llegué a España un 12 de octubre de 2006. Atravesé el enorme vientre de la T4 a las siete de la mañana de un jueves que entonces, y todavía hoy, recuerdo como un domingo

Antes de salir de Caracas, la víspera del 12 de octubre de 2006 –no olvidéis, se viaja de noche y hacia la noche, como el poema de Vicente Gerbasi-, me hice una foto en la fisicromía de Cruz Diez que se despliega en el suelo del Aeropuerto Internacional Simón Bolívar, una foto que ya no me gusta pero que es el único documento que conservo de aquel día. En el fondo, siento rechazo hacia ella, porque se ha vaciado de su sentido emprendedor y guerrero –al menos el que tuve entonces- para convertirse en la instantánea licuada de los países que se desangran. Una versión vulgar, frívola, de una diáspora de la que por alguna razón no termino de sentirme parte, aunque me contenga y me explique. No me marché de Venezuela huyendo del chavismo, sino de la persona que fui en aquel país. Y aunque ahora me doy cuenta de que viajaba de una guerra a otra, me hice la fotografía con mi cámara Canon y con la firme idea de que nada podía salir mal.

La víspera del 12 de octubre, me hice una foto ya no me gusta pero que es el único documento que conservo de aquel día

Aquel 12 de octubre de 2006, arrastré mis maletas por los pasillos de la T4, aquella terminal que a mí se me antojaba preciosa,  moderna, tan distinta de la vulgar y oscura T1 que había conocido en viajes anteriores. Así era España entonces, una fiesta del estreno. Todo era nuevo; todo brillaba. Caminaba tirando de mi equipaje como quien saca a pasear animales ultrajados dentro del estómago de una ballena. En Caracas, a pie de pista, la Guardia Nacional había registrado mis dos samsonites hasta el último centímetro -recuerdo que escribí esto, la primera entrada de este blog-. Y aunque yo había crecido en una guerra en la que a todos nos rajan el vientre en cada semáforo, no entendí que aquel sería el primero de los cortes importantes con los que la vida me abriría en dos. Porque a todos nos abren en canal, a todos. Tantas veces como sea posible, Yo, que andaba muy chula y blandía mis certezas, atravesé la terminal como la versión veinteañera y necia de Jonás. Dejaba tras de mí la traza, una línea punteada hecha con la sangre que ya había comenzado a salir del navajazo y que yo dejaba, sin saberlo, alborotando a la vida para que fuera a buscarme, a ajustar las cuentas pendientes de tanta y tan cursi determinación.

Aunque yo había crecido en una guerra en la que a todos nos rajan el vientre en cada semáforo, no entendí que aquel sería el primero de los cortes importantes con los que la vida me abriría en dos. Como a todos. 

De todo cuanto llevaba aquel día conmigo conservo una decena de cosas, algo más en realidad: la poesía completa de Miyó Vestrini editada por Monteávila y su libro de relatos Órdenes al corazón; cinco libros de crónicas de Elisa Lerner –Vida con mamá, que incluía todo su teatro; Carriel para la fiesta; Yo amo a Columbo; En el Entretanto y Crónicas ginecológicas-; el libro de Luis Pérez-Oramas, La cocina de Jurassic Park y otros ensayos, que todavía uso como biblia ciudadana, un texto sagrado que alimenta mi fe en un país mejor; un reloj de acero que he vuelto a  vestir; una libreta Moleskine y una bandera de Venezuela que jamás he usado, acaso porque la compré un 11 de abril de 2002. Sacarla incluso de la bolsa de plástico donde viajó me parecía descabellado, como salir a la calle blandiendo un sudario. Aunque debo ser sincera y admitir que la usé, una vez, para celebrar la primera victoria en territorio transplantado: la décima del Real Madrid. Porque el fútbol fue mi primera decisión política. Incluso religiosa. Una feligresía.  Hoy, como en todas las iglesias y credos, tengo mis días, aunque mi Fe en Guti sigue intacta.

Conservo todas esas cosas y dos más: mi acento y la potente costumbre de escribir para poner en orden las cosas que ocurren en mi vida. La pastilla tranquilizadora de un punto y final. 

También conservo una colección de pequeñas notas, las que me dejaba mi madre en mi habitación cuando compraba flores para mí los miércoles y las notas con las que mi padre avisaba que se había marchado temprano de viaje o felicitándome por mi cumpleaños. Eran ecos, sonidos manuscritos de una casa que no volvió a ser la misma y que no piso hace ya mucho tiempo. Conservo un poema que me escribió mi hermana la víspera de mi viaje y un ejemplar de Confesiones del estafador Félix Krull, de Thomas Mann, que me regaló mi hermano con billete de 50 euros dentro, para que lo usara como último recurso antes de arrojarme a la M30. Hasta hace unos años guardé un juego de llaves de un apartamento en Ciudad de México, pero las tiré hace ya un tiempo cuando me di cuenta de que aquella había sido, desde el comienzo, una casa clausurada. Conservo todas esas cosas y dos más: mi acento y la potente costumbre de escribir para poner en orden las cosas que ocurren en mi vida. Para darles algún relato, algún sentido. Todo cuanto he escrito está en este blog. Los barbitúricos, ese puñado de grageas esdrújulas que te llevas a la boca para ocasionarte una sobredosis o  para sobrevivir al mal trago empujando a diario la pastilla tranquilizadora de un punto y final.

Cuando llegué a España hace diez años, un 12 de octubre de 2006, tenía 23 años y estaba cumplir los 24 en apenas meses; los socialistas gozaban de prestigio y tenían dinero a manos llenas para gastar; el trabajo abundaba –todos eran albañiles o constructores, por cierto- y había papel periódico suficiente para envolver tres toneladas de atún o merluza a diario. Había de todo, a granel y lo mejor es que se podía pagar a plazos. Todo el mundo poseía cosas que no eran suyas. Abundaban las fiestas pagadas por alguien más. Carlos Fuentes, el Gabo y Monsiváis vivían y yo recorría las calles de Madrid con una pequeña cartita para Mario Vargas Llosa, una nota que terminé tirando, como las llaves mexicanas, escarmentada por la borda de la que se arrojan la cursilería, los golpes maestros y la ñoñez.

En los 10 años que llevo en España ví cómo dos países se licuaban en una rara sopa donde el hogar cambia de mar y a los pajaritos muertos que flotan en el caldo se les llena el vientre de gusanos.

En los 10 años que llevo en España ví cómo dos países se licuaban en una rara sopa donde el hogar cambia de mar y a los pajaritos muertos que flotan en el caldo se les llena el vientre de gusanos. En esos diez años cambié de casa siete veces. Lloré la muerte de un dictador, sin saber muy bien por qué, pero lloré. Tuve pesadillas con caballos negros, disparos que me hacían morir desangrada en un charco de jugo de guayaba y la pesadilla constante de nadar en un río de mierda y muertos. En esos diez años me casé y me divorcié. Ejecuté una carnicería afectiva. Aprendí a usar zapatillas. Me compré mis primeras Converse. Dejé de maquillarme. Perdí el derecho de hablar de mi país –fui relevada por la lógica de una división adicional, los que se quedan y los que se van-. Ví las cristaleras de Barajas hechas pedazos por los últimos coletazos de ETA y también los ardores del 15M y su espíritu de la Tierra de Nunca Jamás. Recuperé el periodismo, el oficio que tenía cuando salí de mi ciudad. Aprendí a callar, algo completamente desconocido para mí; también a resistir. La mayoría de las veces con las apuestas en contra, aunque ayudada por la generosidad con las que las familias corrigen la estupidez de sus vástagos.

Fui descubriendo, como quien arranca el moño de un obsequio, una España que había dormido en mi lengua durante años, sin yo saberlo. 

Me gustan las heridas de todos estos años. Tanto como la sana costumbre que he adquirido de comer de pie en los bares; pelar gambas; sorber caracoles; beber cerveza, vino fino y escuchar a Camarón; de aprender a leer a Cervantes, a Lope y a Pla y elegir nuevas óperas que relevaran mi escaso repertorio de música para llorar a gritos. También adquirí la costumbre de cantar villancicos y escuchar a Maelo en Navidad. En Madrid, durante aquellas largas marchas de quien veía fracasar un plan maestro,  me batí  a duelo con los bulldogs de la Plaza Dos de Mayo; aprendí que a casa siempre se vuelve solo; que la crónica es lo único que sujeta y que no es tan malo vivir ciertas demoliciones. Aprendí a amar locamente a Larra y a Isabel II; me refugié en Malasaña como quien pide una tarjeta de crédito para despilfarrar sin miramientos y fui descubriendo, como quien arranca el moño de un obsequio, una España que había dormido en mi lengua durante años, sin yo saberlo.  Y aunque a veces diga que de mayor quiero ser andaluza, podría decir que una geografía entera me cabe en los ojos.

Mantuve mi acento, pero aparqué los diminutivos. Mi habla se hizo, a veces agria, y en otras solo directa. Fui afilando mi lengua como un puñal. La convertí en un corazón que me metí en la boca para que latiera mejor, para disparar con él cuando fuese necesario o arder cuando la vida así me lo pidiera. Hice mío un país que ya no recibía por la vía de los abuelos emigrados ni del padre musiú. Aprendí y recorrí una geografía que guardaba libros bajo cada piedra. Allí donde fui, descubrí un autor en el largo trasiego del paisaje -y los que quedan-: Azorín, Ortega, Chaves Nogales, Cela, Salinas, Barral, Gil de Biedma, Machado –con Lorca nunca he podido-, Galdós, Valle Inclán, Quevedo, Góngora, Ana María Matute, Marsé –ay, Marsé-, Mendoza, Regás, Ferlosio, los Goytisolo… Todo unido, en un fuerte beso de olvido y estreno.

Como Fante en su relato Mi perro Idiota, puedo decir: esta es mi casa, mi perro y mi voluntad. Aunque sería, en este caso: esta es mi casa, mis libros y mi voluntad.

Que la vida me siguió los pasos, mejor dicho, que la vida olisqueó las gotitas de sangre que dejé aquel día en la T4 creo que se da por hecho.  Y que mis costurones son ahora bastante más, es una certeza que me da paz, aunque no mitigue la rabia y la ira que me  acompañan a todas partes, ese sentimiento que llevan a cuestas quienes no saben del todo de dónde son. Ya no le reprocho nada a nadie. Tampoco espero nada. Ni exijo ni regalo y llevo con una euforia inagotable el hecho de volver siempre sola a casa. Mi reino guerrero de soldada con libros cuyo número nunca tendré que justificar y a los que no tendré que defender de nadie. Como Fante en su relato Mi perro Idiota, puedo decir: esta es mi casa, mi perro y mi voluntad. Aunque sería, en este caso: esta es mi casa, mis libros y mi voluntad.

"Guayaba. Algo tenía que quedarme de aquel país extinto del que salí la víspera de un doce de octubre hace ya diez años. Algo, aunque fuera un charco para desangrarme  en sueños"


Hace unos días, Javier Rodríguez Marco recitó  un poema de Borges que desconocía por completo. Una pieza hermosa que se me clavó en el corazón y que me hizo soltar lágrimas lentas en medio de un auditorio repleto.  “Me legaron valor. No fui valiente”. Aquello me retumbó en la cabeza, como la diana de un pelotón fusilado.  Sé que no soy como ninguna de las mujeres de mi familia, que no poseo ni un poco de su valentía; a mis venas no las recorre el plasma de los fuertes. Yo, todavía diez años después, me desangro en un charco de jugo de guayaba, esa fruta agusanada; eso que suena a  manjar estrellado en una acera al que lo revolotean avispas hambrientas. Empalagarse, picar. Azúcar y veneno. Guayaba, esa cosa que me sabe a infancia  y destierro. Porque yo, a las Guayabas como mi tierra, ya no puedo volver. Guayaba. Algo tenía que quedarme de aquel país extinto del que salí la víspera de un doce de octubre hace ya diez años. Algo, aunque fuera un charco para desangrarme  en sueños.