sábado, 19 de junio de 2010

Un último correo para Monsiváis


"Soy un optimista corregido y maltratado a diario por la realidad"

Ardía de rabia y de país cuando leí el sucedáneo de lead en el twitter. Justo acababa de escribir el post que hierve unas líneas más abajo cuando supe que Carlos Monsiváis había muerto. Un viento absurdo me golpeó el estómago. Monsiváis, el escritor que más fervientemente he leído y al que con mayor apresto he perseguido, no volvería a negarse al teléfono, no huiría de una entrevista, no se haría el loco ante una repregunta, no volvería a levantar su polvareda irónica, no curvaría su ceja de burla e inteligencia. Carlos Monsiváis no volvería a escribir. Ni nosotros a leerle.

Monsiváis ya no pretenderá hacer lo mismo de siempre. Pero seguirá saliéndose con la suya. El intelectual mediático por excelencia –la gente lo detenía en la calle, para hacerse fotos con él mientras uno intentaba entrevistarle-, Carlos Monsiváis (México, 1938) era reacio a lo público, a pesar de ser él, prácticamente, consustancial a la res colectiva.

Lo suyo era la tinta, la palabra escrita. Cronista (poseedor casi de ella), crítico, periodista y ensayista, Octavio Paz dijo sobre él: “Carlos Monsiváis es un género literario”. Fue él quien iluminó un tipo de sociedad representada en ciertos íconos -el bolero, la telenovela, la lucha libre- que parecían relegados a la lógica del perolito y la plebe. Y lo hizo en su idioma, el suyo: la crónica.

Fue él quien dotó de sentido a la palabra sociedad civil, que surgió de los escombros del terremoto de Ciudad de México en 1985 (No sin nosotros). Fue él quien supo hacer del humor el escalpelo para desatar los puntos mal suturados en las heridas de nuestros Aires de Familia.

El escritor mexicano autor de Días de guardar, Amor perdido, A ustedes les consta, Los rituales del Caos y Aires de familia, y Premio de Ensayo Anagrama (2000) y Premio FIL (2006), se dejó ver en Madrid en diciembre de 2007. En ese entonces, visiblemente mayor y envuelto en algo parecido a la ironía o la indefensión, Carlos Monsiváis accedió, finalmente, a conversar. Si el caos era su catecismo, la ambigüedad parecía su ceremonia. La conversación, para el diario El Nacional, duró 30 minutos. El mexicano se zafó de todo lo que quiso y como quiso. Al terminar, me dio su dirección de correo. "Mándeme todo lo que no le he respondido por correo y le responderé, ¿le parece?".

Y así lo hice. Las respuesta llegaron, intercaladas entre mis preguntas, tres días después. Ya yo había entregado mi edulcorada versión al periódico, así que nunca las publiqué. No publiqué al Monsiváis que se permitía, acerca de la izquierda, ya no la burlona ironía, sino el desconcierto. Así que ésta, la versión faltante de la que realmente me hubiese gustado entregar, se quedó en mi ordenador -un pequeño y valioso broche- hasta el día de hoy en que he vuelto, tristemente, a buscarla para prenderla en mi solapa unos minutos y así, quizás, sentirme un poco más huérfana.

----- Original Message -----
From: Karina E. Sainz Borgo
To: cmonsiv@prodigy.net.mx
Sent: Tuesday, December 11, 2007 5:46 PM
Subject: El Nacional, Caracas: Las 3 preguntas que quedaron por hacer

Carlos, como me sugirió, envío aquí las tres preguntas políticas que le comenté.

1) Hasta el levantamiento zapatista de 1994 se pensaba que la izquierda había quedado relegada. SIn embargo, hoy se habla de nueva izquierda latinoamericana y Hugo Chávez habla del socialismo del siglo XXI. ¿Qué clase de lectura social e histórica se puede dar a eso?
R: La mayor defensa, en última instancia, del presidente Hugo Chávez es la bajísima calidad moral de un gran número de sus enemigos, y pienso específicamente en la derecha mexicana que sin siquiera tomarse la molestia de examinar la realidad venezolana, usó a Chávez en 2005 y 2006 como instrumento para oponerse y linchar mediáticamente a Andrés Manuel López Obrador, a través de una campaña de calumnias y mitomanías inadmisibles. Aparte de eso, nunca he visto siquiera delineado el proyecto del socialismo del siglo XXI, hasta ahora una consigna en el vacío como lo reconoció el propio presidente Chávez al querer explicarse su derrota reciente. No puede haber un socialismo fundado en la eternidad del poder, en Cuba o en Venezuela. La reelección indefinida contraria la salud administrativa y política de las sociedades, y lleva siempre al desastre de la repetición orquestada por un autoritarismo que se aleja aceleradamente de sus metas originales, cuando se acuerda de ellas. ¿No es suficiente el ejemplo del tratamiento castrista a los disidentes? ¿No hace unas semanas irrumpió la policia cubana con gases lacrimógenos en el anexo de una iglesia católica para sacar de ahí a un grupo que protestaba por una detención?
No me atrevo a pronunciarme sobre la izquierda venezolana, un fenómeno muy complejo que ha resistido a los dos partidos históricos que hoy no son siquiera ruinas mediáticas. Pero una izquierda que se identifica con el autoritarismo unipersonal no parece muy al tanto de las lecciones del socialismo real y de muchos de los resultados del gobierno de Fidel Castro, "la democracia de un solo hombre", el modelo elegido y proclamado de Hugo Chávez. En este punto, a mis convicciones agrego el desconcierto: creo pertenecer a la izquierda mexicana, a partir de una convicción: la desigualdad que se vive en el país es intolerable y el neoliberalismo en el poder es un sistema de entrega sin condiciones al capital financiero, a la ultraderecha, con todo y sus intentos de retorno de la teocracia, y a formas empresariales cercanas al esclavismo. Pero el tono autoritario y anti-intelectual de una parte de la izquierda de mi país me fastidia y me veta cualquier acercamiento a sus discursos, anclados en los alrededores de los partidos comunistas en 1950, y algo modificados por un tono de toma de poder para pasado mañana. Me refiero específicamente a la apología de la violencia de la ultraizquierda que ha medrado con el chantaje de la "pureza" y se ha radicalizado en el vacío. Al ver esa denigración de los ideales a cargo de una demagogía que se sacia en sus propias palabras, vuelvo a una de mis convicciones fundamentales: lo que necesita América Latina con urgencia es una izquierda racional, democrática, intransigente en lo esencial, y no reconstrucciones del culto a la personalidad.

2) De forma progresiva, durante casi los diez años de ejercicio de Hugo Chávez en el poder, ciertos mecanismos del Estado, entre ellos la cultura (cine, literatura, música, arte, etc), comenzó a amalgamarse como una especie de brazo burócrata e ideológico del chavismo; luego se sancionó una ley que obigaba a radios y televisoras a emitir determinados contenidos en lugar de otros y, finalmente, el Estado cerró un canal privado de televisión ¿encuentra similitud de este proceso con otros? ¿qué supone, histórica y culturalmente, el uso ideológico de la cultura oficial e incluso popular?
R: Un gobierno que, sin clarificar y extender su proceso educativo, sin tener un proyecto de cultura necesariamente de masas pero sin concesiones a la vulgaridad dominante; un gobierno que se cree con la legitimidad suficiente para imponer contenidos en los medios electrónicos y para clausurar estaciones de televisión, es un gobierno que hace del acoso a su desenvolvimiento el pretexto para clausurar libertades que tienen razón de ser. Al decir esto no justifico de modo alguno el despliegue neoliberal contra todo intento de enfrentarse a la desigualdad; sólo digo que la votación reciente en Venezuela prueba la gravísima equivocación de atribuirle a la autoridad dones omnímodos. El neoliberalismo, despiadadamente real, no justifica en modo alguno el show del autoritarismo, con todo y su acervo de invocaciones religiosas. En este aspecto, agradezco el trabajo de información crítica de Teodoro Petkoff.

3) Chávez ha explotado hasta la saciedad el discurso de los marginados, de los pobres, de aquellos a los que la historia debe algo. Visto así, queda populismo para rato en América Latina ¿Es Chávez su mayor predicador?
R: A los marginados y a las marginadas, a las indígenas, a los pobres, a los desempleados, a los explotados de la economía informal, a los obreros, a los campesinos, no sé si la historia, una entidad tan abstracta que no le da por pagar deudas, pero sí las sociedades les deben muchísimo, y todo el sector marginal, mayoritario, se debe mucho a sí mismo. Hablar de esto no es populismo, sino simple constatación de los hechos. No se puede a estas alturas de la desintegración del tejido social y de la intensificación de la pobreza reducir a la categoria del populismo toda la protesta, la disidencia y las movilizaciones sociales en América Latina, muchas de ellas admirables. Otra cosa muy distinta es atribuirle al presidente Hugo Chávez la dirección moral y política de la resistencia. Él es, no diré el predicador mayor, pero sí el más insistente, el que nulifica las verdades que sí dice con la mentira enfática de su actitud. No se le puede exigir que se le calle, pero sí que deje de identificar al provocador con el estadista. La izquierda latinoamericana tiene una gran meta: el combate a la desigualdad, y esto exige la racionalidad que niegan los discursos prolongados, la militarización del ánimo, la reducción de razones políticas a fuegos de artificio, y la demanda del poder unipersonal. En cuanto a la derecha, ya se sabe lo que quiere: que nada cambie para que todo siga peor, que los trabajadores carezcan de derechos, que los recursos del Estado se entreguen a la iniciativa privada (eso es lo que quieren ahora con Pemex en México), que haya educación religiosa en las escuelas públicas y que el fracaso de formas del populismo sea visto como la imposibilidad absoluta del triunfo electoral y social de una izquierda crítica.
En fin, es muy complicado juzgar desde fuera, pero para los latinoamericanos Venezuela y cualquier otro país en esta etapa de la globalización no está fuera sino clara y entrañablemente dentro. Si tengo que definir mi actitud diré que soy un optimista corregido y maltratado a diario por la realidad, y soy un pesimista mejorado también a diario por la certeza de que ningún pueblo se suicida, como pretende el neoliberalismo.


Un abrazo.
Carlos Monsiváis

No me da la gana de cantar



En 1867, tras el fusilamiento de Maximiliano I, Benito Juárez regresó a Ciudad de México para asumir el gobierno. De forma casi simultánea, Domingo Faustino Sarmiento ocupó el poder en Argentina, entonces libre de Rosas y sus mazorqueros. En Venezuela, después del chiquero ciudadano de los Monagas y la Revolución Azul, Antonio Guzmán Blanco dio inicio a su primer período: el septenio. Eran tres personajes completamente distintos, pero que impulsaron, como el colombiano Rafael Núñez, la misma empresa. El Estado liberal.

Como las independencias, las autocracias modernizadoras (y los militarismos después) estallaron de forma casi simultánea en América Latina. Una vez centralizado el poder y amansados los caudillos, comenzamos a pensar qué y quiénes éramos. Las herramientas al alcance hablaron por quienes las usaron. ¿Positivistas? Sí. ¿Eurocéntricos? Tal vez ¿Heroinómanos? Sin duda, yunkies de la estatuaria, la efeméride y el fetichismo del souvenir ideológico, como ningunos. ¿Demasiado asombrados ante el reflejo de nuestra propia imagen ante un espejo? El discurso de la raza cósmica que Vasconcelos crearía, años después y que hoy día abre las puertas de la Unam, ¿no lo demuestra? ¿No fuimos también algo paranóicos? El Ariel de Rodó lo indica. ¿Moralizadores? Domingo Faustino Sarmiento y la réplica de Doña Bárbara en el siglo XX, vaya liga, menudo revolcón sociológico.

Me he mudado otra vez. Mejor dicho, me estoy mudando desde hace años ¿Saben? Hay trasiego de libros.Llevo años dejando atrás bibliotecas. Esta tarde he ido a recoger otros libros para llevarlos conmigo a otra parte. En medio de la diligencia, abro mi correo electrónico. Leo la convocatoria para un concierto en protesta por los encarcelamientos a los miembros de la junta directiva de Econoinvest, entre ellos a Herman Sifontes, ordenados por el gobierno del presidente Hugo Chávez, quien ha declarado una medida en contra de las Casas de Bolsa en Venezuela.

¿Un concierto? Meten preso a uno de los pocos mecenas que quedaba en las ruinas de la Venezuela culta y democrática, ¿y nos reuniremos a cantar? Repaso los libros que debo llevarme al lugar en el que ahora vivo. Llego al ejemplar de Tráfico y Guaire, una serie de reportajes que escribí hace unos años y que sólo vieron luz porque Rafael Arráiz Lucca, director de la Fundación para la Cultura Urbana, brazo cultural de Econoinvest, tuvo la generosidad de publicar en 2007. Perdónenme pero yo no puedo cantar. No puedo.

Releo El espejo enterrado de Carlos Fuentes. Repaso los volúmenes de Enrique Krauze. Recorro el siglo XIX latinoamericano. ¿Fuimos impostados? ¿Somos demasiados jóvenes como continente? El bicentenario de la independencias pone de moda estos temas. El negro primero y la madre que lo parió. Pienso. Ya sé que yo no tengo derecho a opinar sobre un país que he clausurado en mi pasaporte. Un país que he postergado en mis días. Un país con el que no peleo día a día y en el que no estoy autorizada a disentir, porque no lo padezco.

Pero una cosa sí tengo derecho a decir. Día a día, en los años que estuve en Venezuela y aún hoy, a kilómetros de distancia, hago lo posible por difundir lo que hacen escritores y creadores venezolanos. Me niego a nadar en el estiércol, me resisto a agregar más desazón al mar que ahoga toda discusión que pretenda la inteligencia. Y por eso levanto la voz y grito. Porque no me da la gana de cantar y porque quedarme callada es una estupidez.

No quiero en absoluto menospreciar el esfuerzo de todos los que participan en la iniciativa del concierto.Las herramientas al alcance hablan de quienes las usan. Los músicos harán sonar los acordes. Muchos amigos, gente a la que respeto y quiero, seguramente está trabajando duramente en hacer posible este evento. Y sé que en momentos como los que vivimos, todo intento equivale al cruce de una ciénaga. ¿Pero cómo vamos a reunirnos a cantar cuando están silenciando a una de las principales fuentes de difusión de cultura en Venezuela? Yo no puedo aplaudir canciones, mucho menos seguir melodías. Yo necesito gritar. Debo desafinar. Estar fuera de tono. Necesito golpear fuertemente las teclas. Arder y perder la compostura.

Hace pocos días murió José Ramón Medina, cuya antología de la literatura venezolana junto con la de Juan Liscano y la de Orlando Araujo es indispensable para entender la litertura venezolana que cada día se me hace más rara, esquiva, inmanejable, como una navaja en un bolso de playa. Repaso mi biblioteca, miro el siglo XIX latinoamericano porque no me atrevo a entrar en el siglo XX, el mismo cuya impuntualidad quedó certificada por el maestro Mariano Picón Salas tras la muerte de Juan Vicente Gómez. ¿Pasó lo mismo con el XXI?

Llevo días campaneando la rabia, desmenuzándola como un despecho. Llevo años empacando y renunciando, pero opto por el silencio. Porque de un tiempo a esta parte mi nacionalidad es una ausencia, una opción, una consecuencia. Yo me he ido. Y eso me quita derechos, para hablar. Pero esta vez no puedo. Esta vez no.

Repaso mi biblioteca, mientras pienso en los Monagas y los aires de familia que no se agotan, que no extinguen, que nadie espanta, que no desisten, que no claudican, que no paran. Y me quedo de pie frente al siglo XIX, pensando en Ariel y Calibán. Aprieto los puños, de rabia. Porque a mí, señores, no me da la gana de cantar.

domingo, 13 de junio de 2010

Tipología del pajarito preñado


Protect me from what I want
Jenny Holzer

"Smooth in my hand
Staring at the sea"
The Cure. Killing the Arab


No me hago acompañar por nueve matones. Al otro lado de los torniquetes no he dejado estambre de hilo rojo del que pueda tirar para recordar el camino. Tampoco tendré que matar, creo, ni hacerme matar. Aún así esta mañana la estación tiene algo de perdedero. Pasillos en larga réplica. Una diapositiva atascada de gente en movimiento. Camino, con los audífonos apagados, busco la línea cinco en la estación Diego de León. Cojo la escalera mecánica. Vértigo, buenos días y una charca de monedas a los pies de un trompetista.

Los que caminan van hacia otros lugares. Ventas. El Carmen. Chueca. Gran Vía. Avenida de América. Sostienen pequeños bolsos con almuerzos envueltos en papel de plata. Leen libros que a veces yo no leería y otros que arrebataría para no devolver nunca –qué hace Saki, a veces, en el metro-. Otros doblan diarios. Tropiezan, hieden, suspiran, dormitan. Son corredores sin hilo. No lo necesitan. Se saben el camino de vuelta de memoria.

Llevo años recorriendo galerías subterráneas hechas con saliva de una sola costumbre: llegar. Gente que era de una forma y tuvo la fortuna de ablandarse. A mitad del pasillo que me llevará al andén, una brisa despega mi cabello del rostro. Empuja los mechones por encima de su sitio, levanta faldas, desordena los diarios. ¿Son los frenos de los vagones alborotando las vías, acaso la ventisca de la prisa? Son las ocho de una mañana sin centro en la que todos nos movemos entre réplicas. La brisa sopla fuerte, cada vez más. Y más. Y más. No sé si es un vagón que se acerca o ha partido ya.

Los viajeros de la línea 4 caminan contra la corriente de los argonautas que buscamos la ruta verde. Los que van en dirección Argüelles han desembarcado de golpe, y lo hacen empujados por el aire que barre las galerías de la estación. Yo camino en el medio del enorme corredor, jugando a derribar viandantes con mi rabia invisible.Mis audífonos siguen apagados y en las marquesinas una pareja de abuelos baila sobre una alfombra roja; el cine para los jubilados costará, de ahora en adelante, un euro, todos los martes.

Cierro los ojos y juego. El aire sopla más fuerte y empuja mi cuerpo hacia atrás, hacia el resto del pasillo que ya he recorrido. Pero a oscuras me importa menos la distancia y me concentro en avanzar, a solas, en medio de aquella enorme ventisca. Hay amenaza de tropezar, pero a tientas todo es más dulce. Una controlada y neurótica dosis de inseguridad amplifica los pajaritos preñados que viven en mi cabeza. Unos miligramos de pérdida –la que me invento jugando a las tacitas- hacen distinta, ¿más hermosa, acaso más poética, más gilipollas? mi propia experiencia del mundo.

Avanzo como la hormiga ciega que soy, sólo que esta vez confeccionándome otra oscuridad. Me ayudo, discretamente, con algunas tonterías. Calculo la distancia que hay entre mi cuerpo y la pared. Muevo los brazos, de a poco, barriendo el aire en busca de obstáculos. Aún no tropiezo. Mi rabia se esfuma. Es la primera vez desde que me levanté que me apetece sonreír. p
Pero algo falla en este juego. Algo, desde el comienzo, está mal. Si se detuviese la brisa y la oscuridad continuase, ¿quisiera, aún, reír? Si abriera los ojos para espantar la ventisca, traer de vuelta mi rabia y no encontrara el paisaje del intercambiador, ¿me bastaría calcular la distancia entre el cuerpo y el muro? ¿Mi pérdida haría el mundo, realmente, más hermoso?

Dejaría de ver las galerías de hormigas, los rostros apaleados y los vagones llenos de gente apagada. Pero cada vez que volviese a soplar el viento, ¿me conformaría con el placer del roce de un mechón en la mejilla o ambicionaría volver a mirar los remolinos que hacen las hojas caídas en las calles?

Abro lo ojos frente a una máquina de botellas de agua y golosinas. Me llevo la mano al bolsillo y saco una moneda de dos euros, la última que me queda. Miro el redondel, como lo haría a quien toca lanzar cara o cruz. La devuelvo al bolsillo y me doy la vuelta. Entonces recupero la vista o las escamas, miro la hora y regreso a la columna de hormigas que están por abordar el vagón de la línea 5 en dirección El Carmen. Entro, tropiezo. Vuelvo a ser el pez. El cardúmen de mí misma, dando saltos inútiles fuera del agua.

Llevo los casos puestos y sin música. Saco Sombrero y Mississippi de mi bolso. Doy vueltas a la rueda del Ipod. Música. Artistas. Sr Chinarro + HOLA TODO EL MUNDO. El fantasma de la transición. Play.
Esta mañana, la estación tiene algo de perdedero.
(*) La imagen pertenece a la Web www.madridmemata.es

miércoles, 2 de junio de 2010

Cinco maneras de acabar un Pisco Sour



Ha pasado casi una semana desde que ocurrió y aún no sé si la sensación venía como el azúcar, pegada con limón al borde de algunas copas, o si yo la traía de antes. Me demoré más de cuatro días en transcribir la entrevista, un monumento al santísimo oficio de procrastinar si consideramos que la conversación con el escritor duró apenas 35 minutos, ocho cigarrillos y los medios vasos de un pisco sour y un bloody mary.

Fue en Del Diego, paladeando palabras que a mí me parecían no tener puntería, cuando me di cuenta de que la profesión que ejerzo como apostolado no es más que un ejercicio de especulación, una sublimación, una intromisión, un entierro de la sardina con grabadora, uñas rosa y pretensiones literarias. Algo me resulta amargo, incluso unos 15 o 20 minutos antes, en la Fnac de Callao, antes de llegar a este bar, me resultaba amargo.

Entre su último libro y el que recién ha publicado, el que trae a cuento que estemos conversando, han pasado cinco años. Desde ese entonces, ni el escritor ha tenido la calma, ni la paz, ni el tiempo para hacer lo que debe, ni los lectores habían vuelto a saber nada de quien fuera uno de los premios Herralde más elegantes y mejor afinados de la colección Anagrama.

En ese tiempo, los años 2007 o 2008, no tuve valor de preguntar nada -¿qué haces? ¿estás escribiendo? ¿por qué no has publicado?- excepto las generalidades de siempre. Las veces que le ví, unas dos o tres veces, parecía harto del mundo y su mobiliario. Hasta que un día, creo que fue en el Hispania durante la entrega de un Herralde, me lo topé de bruces. Al intercambiable “cómo estás” que pudo ser “qué tal te ha ido” o “cómo va todo”, esos comodines de urbanidad que se te queman en las manos cuando en verdad quisieras preguntar de verdad, cómo carajo estás, el escritor dijo, con los ojos colgados en ningún lugar. “Pues mi padre ha muerto hace unos meses”.

Leyendo las primeras páginas del libro que justifica esta entrevista, el libro que narra la muerte de su padre y la difícil relación de ambos a lo largo de la juventud y madurez del escritor, entendí cosas que antes pasaron desapercibidas para un extraño como yo. El gesto aturdido y hosco de las veces que me lo topé, rodeado de gente, en los meses que supongo serían los peores de la enfermedad de su padre. La mirada con viento, de hace ya unos años, en Mérida (Venezuela), cuando en una conversación acerca de los comisarios de arte, mencionó a su padre pintor. Las páginas de Los seres felices, la tendencia de su narrador a eludir, a preferir la sombra, el silencio, a evitar conversaciones.

He dado unos sorbos al pisco sour. Hago mis mayores esfuerzos por ser un lector leal, fiel, el lector que creo haber sido hasta el comienzo de esta conversación. Pero a medida que avanza la tarde, y los cigarrillos, me descubro haciendo lo que sospecho es un psicoanálisis de grabadora. Lo que digo y lo que realmente quiero preguntar no se encuentran en los pasillos de mi estrecho cerebro.

-Ha dicho que ni cree ni pretende la escritura terapéutica. En este libro hay un duelo no necesariamente personal pero sí literario.
-¿Qué quieres decir… que me he quedado sin tema literario?
-No lo digo yo, lo dice usted en el libro, fue una oportunidad para poner en orden su propia escritura.
-No acabo de entender adónde quieres llegar.
-El tema del padre es universal, pero es demasiado combustible como para escogerlo al momento de retomar la escritura. Pudo no haber salido ileso.
-La característica de este tipo de libros es que se imponen. Con este libro intenté retomar mi carrera de escritor. Había intentado retomar la disciplina de la escritura tras un año y pico de abandono y dolor, y no pude. Y de pronto, una manera de recuperarme de ese duelo fue sentarme a escribir sobre el asunto que me había conducido a ese estado. ¿Era algo arriesgado? Sí. Pero no podía eludirlo.

Miro al escritor. Acerco el paquete de tabaco a sus manos, como una disculpa por retenerle aquí frente a esta ridícula grabadora. Llevo toda la entrevista haciendo la misma pregunta, de distintas formas. Un escritor como éste jamás colocaría su cabeza bajo la rebanadora de la confesión o el ajuste de cuentas con su padre. Aún así trato de saber por qué vuelve a él, ¿por qué para retomar la escritura escoge el camino más espinoso? Y parece que mientras más lo pregunto, más me alejo de mi destino. El Pisco está por acabar, su Bloody Mary no tanto pero casi.

A diferencia de hace unos minutos, en el local hay algo más de gente, y ruido. El escritor coge mi ejemplar de su libro y busca una frase de Amos Oz con la que pretende hacerse entender. La consigue. “Aquel que busca el corazón del relato en el espacio que está entre la obra y quien la ha escrito se equivoca: conviene buscar no en el terreno que está entre lo escrito y el escritor, sino en el que está entre lo escrito y el lector". Cierra el libro. "Eso es la literatura. Y aquí soy un poco tramposo. A pesar de que esté hablando sobre mi vida o la de mi padre, el corazón del relato está en el espacio que hay entre el relato y lector. Allí hay una trampa. No hubiese contado la historia si no hubiese estado consciente de su universalidad. Ésa es justamente la trampa. La literatura tiene que aspirar a eso”.

Río, indefensa. Me río de mis pocas fuerzas y mis mamarrachadas. El escritor me pregunta, varias veces, de qué me río. Y no sé cómo explicarle que no soy gilipollas. Que sí soy, pero no ahora. Que no me río de él. Que no hay risa sino derrota. Y me parece que un viento azota la cocktelería. Que me he bebido los peces sin pasar por los mares. Que el espacio entre lo escrito y el lector está, permanentemente, renovándose en mis días.

Arriendo áticos, novelones, ep's, canciones, poemas, relatos, ilustraciones. Alquilo novelas para el invierno, historias para espantar el insomnio. La grabadora sigue ahí necia, encendida, parpadeante como mi cara de periodista. Yo estoy al otro lado de la mesa, pensando en el tamaño de mis trampas. Miro la copa con los restantes de Pisco. Sólo me queda salir a la calle a patear contenedores, entregar 12.000 caracteres con espacios de esta entrevista, organizar un Entierro de la Sardina y reventar la próxima vidriera que vea con mi grabadora. Entonces sí, ahí sí, el Pisco se habrá terminado.