domingo, 5 de mayo de 2013

No son los zombies, soy yo


Debo hacer enormes esfuerzos para evitar la televisión. No siempre, claro. Me ocurre cuando me siento sola: al terminar de leer un libro o cuando lucho con la página en blanco del eterno capítulo siete de una novela a la que aún no puedo hincarle el diente. Me ocurre cuando me pillo por banda. Cuando miro el techo durante más de un minuto o mientras me ducho sin ganas.
Pasa también cuando estoy cansada –cada vez más-. Entonces me derribo sobre el sofá con la misma fuerza con la que, en la calle, patearía un perro o iniciaría una pelea. La televisión me anestesia,  me produce una hemorragia que me vacía de a poco. Y cuando la veo me quedo así: seca, en paz.
Tendría sus ventajas la televisión de no ser porque, a la vez que me seda, me derriba. Todo frente a ella me ocurre sin efecto. Me dejo llevar por los informativos –esa idea de que la vida le ocurre a otros- y los capítulos de la serie Walking dead, en donde un grupo de supervivientes mata monstruos como moscas –me gusta verlos golpear, atravesar, desangrar; me relaja- a la vez que libra una lucha contraotros vivos.
En su versión del Apocalipsis de San Juan, que publicó el año pasado con Península, Vicente Verdú se pregunta por la popularidad de los zombies. Dice el escritor que nos hemos convertido en una sociedad muerta en vida, llena de heridas sanguinolentas, que arrastra los pies en la noche de los tiempos. Me quedo con esas palabras: la-noche-de-los-tiempos.
Como hace dos o tres años lo hicieran los vampiros, hoy nos inundan mareas de individuos verdosos. Seres sin voluntad ni pensamiento que se arrastran por ahí con una sola intención: comerse a un vivo. Son fáciles de matar uno a uno pero en multitud son letales.
Cuando amanezco bien del corazón, es decir, sin ganas de dar empujones a quien me obstruye el paso o de retorcerle la oreja al niño que chilla en el metro, camino por la calle con algo parecido a la extrañeza. Y me parece que quienes me rodean son caminantes, zombies lentos y numerosos de los que yo también formo parte. Algo parecido a la resignación se empoza en mi estado de ánimo.
Entonces llego a casa y pierdo otra batalla. Descubro lo que a veces sospecho por la calle: que mis sueños son brutales y mis fantasías (vistas con el rabo del ojo de la sinceridad) preocupantes. Sólo ahí, tranquilita viendo mis zombies, noto que cuando oigo una palabra deseo su opuesto: justicia, venganza; reconciliación, revancha; igualdad, reajuste; libertad, desenfreno.
Mientras veo el Telediario –insisto: la vida que le ocurre a otros-, me descubro de a poco levantando el labio, enseñando el colmillo. Vuelven a mi mente las palabras: la-noche-de-los-tiempos. Estoy lejos, a kilómetros de distancia de un salón enorme donde gente vestida con banderas golpea a otras. Entonces ocurre. Otra vez el reverso de las palabras; esas ganas de golpear y empujar. El muerto viviente que llevo dentro o el superviviente que aprende a matar para seguir con vida.
Soy hija de gente mucho más valiente que yo. Y me doy cuenta, así, cuando me veo desde fuera: arrastrando mis pies, gruñendo en secreto, anhelando que la vida fuese un video juego en el que pudiese cargármelos a todos. Me pellizco. Intento, como sea, volver en mí. Pero ahí sigue la tele, apagada, demandante, pidiéndome otra vez la hemorragia que me deja quieta.
La-noche-de-los-tiempos. El país de los muertos vivientes. Gente que mata gente. Vivos que reinan sobre otros. Lo veo. Aparece en mis sueños. Envuelvo a mi familia en una servilleta. La protejo en un bolso imaginario que va conmigo a todas partes. Cruzo la calle. Estoy a salvo, pienso. ¿Pero de qué?
Últimamente debo hacer enormes esfuerzos para no ver la televisión. Para que la vida no sea lo que ocurre a otros. Para que esto negro –muy negro- que se me trepa por la garganta no sea lo que sospecho. Que no sea, por Dios, lo que creo que es.
Ya lo he dicho, veo zombies. Pero no son ellos, soy yo, quedándome dormida, de a poquito, en la-noche-de-los-tiempos.