martes, 25 de mayo de 2010

Matarse bellamente



"It's okay to eat fish /'Cause they don't have any feelings"
Something in the way. Kurt Cobain

Crucé Alcalá a la altura de Cibeles con el Banco de España. El semáforo tartamudeaba hombrecitos verdes. Miré a la Diosa de reojo e imaginé a sus leones escupiendo pececitos a los alemanes insolados que inundaban Madrid con sus camisetas del Bayern Munich y sus cervezas tibias. No estaría mal convertir la tina de la Diosa en una cazuela, una sopa de flores muertas y peces gordos, pensé cuando una ola de vapor agrio me produjo arcadas.

Eran las seis y cuarto. Llevaba prisa. Se suponía que 15 minutos atrás ya debía de haber llegado a la librería La Central del Reina Sofía. Navegué a todo vapor de cigarro contra la corriente de la Champion League. Volví a cruzar, esta vez el paseo del Prado, a la altura de Neptuno. El menú del día de una cervecería incluía Bonito con tomate y doradas a la romana. Suculentos nadadores que dejaron las corrientes de agua fría por la corriente eléctrica del aceite hirviendo. Pensé en peces, otra vez.

Cuando uno se muda y empaca piensa demasiadas veces las mismas cosas y entonces, zás, pica el anzuelo, deja de dormir, se repite, parpadea. Por eso llevo algunas noches inventariando el acuario que mi hermano cuidaba con tanto celo cuando era pequeño. Recuerdo cada detalle, incluyendo las funestas mallas y redes para el paseíllo del difunto hasta la taza del wáter.

La pecera era grande, lo suficiente. La tenía sobre una mesa de su habitación en la casa de Los Chaguaramos. Era una enorme y pesada bombonera transparente llena de rocas lisas. La tenía ahí, como un objeto de culto, demasiado cerca -para mi gusto y el de mis rechonchas manos- de los vacía bolsillos, la billetera y su colección de plumas y bolis.

De aquella pecera lo recuerdo casi todo. El buzo con su escafandra mohosa y su campana de cobre, el invariable barco fantasma hundido en el falso fondo de un mar desinfectado, el filtro insistente y sus burbujas cansinas, las algas simétricas, los espejos verdosos y, por supuesto, los mimados peces betta, ese cardúmen psicópata y nacarado.

Fuentes, peces, acuarios, pescaderías, peceras, redes y peces gallo para comer con ensalada y vino con casera. Escupo humo y peces. Vuelvo a pensar en las fuentes tibias de verano, esos guisos públicos de monedas y deseos. Hace calor y mis manos aumentan de tamaño. Pienso en el acuario y el crimen inconfesado de la billetera y la pluma Parker que arrojé para provocar una respuesta en el aburrido buzo y en los temibles betta.

Lo recuerdo, perfectamente. Tenía las manos pringosas de helado, la boca entera llena de la combinación de mi polo favorito, mantecado y naranja, la mezcla adecuada para un asesino resentido al que le han cortado el cabello por haber cogido piojos en el cole. Me asomé al escritorio. Encontré sellos, soldaditos, aviones, nada atractivo. Hasta que se atravesó en mi campo de visión una sinfonía vandálica: la pecera y la gorda billetera, llena de quién sabe qué. No lo dudé.

La billetera cayó como un obús alemán en el doméstico charco marino. La pluma cayó más discretamente. El resultado fue poco menos que una catástrofe con mercurio en el Orinoco. El agua se volvió azul, un azul grave y submarino, un azul funesto, un azul travesura de comisuras mantecadas. Después de eso, nunca más volví a acercarme a la pecera ni a los Betta, tampoco probé el mantecado con naranja, al menos no tanto.

Como a mi hermano, supongo (de lo contrario no les habría prodigado tantos mimos), los peces Betta ejercían una fascinación especial sobre mí. Eran los únicos peces capaces de matarse bellamente. A diferencia de los Goldfish, que flotaban boca arriba como esponjas sobrealimentadas (también me gustaba alimentar, a veces de más, a los peces de mi hermano), los Betta morían de otra forma. Lo hacían con fogonazos de color y violentas sacudidas de cola.

En poco menos de una tarde, aquel pelotón tornasolado pasaba de ser una turbina brillante para terminar en una mancha de opacas virutas flotantes. Los machos, rojos y morados, y las hembras cobrizas y rojas a veces (sospecho que los de mi hermano eran splendens), picados entre sí, quedaban convertidos entonces en virutas sin brillo, una nube de algo que el buzo y su escafandra nunca llegaban a entender, un repertorio fúnebre puesto en remojo en el agua empozada.

Y sigo sin entender por qué me pierdo, por qué llego tarde, por qué si voy a un museo termino en las orillas de una playa color azul Waterman. Voy tarde y ya tengo Atocha en las narices. Voy tarde pero podría cogerme un tren ahora, el primero que salga en dirección al mar o las peceras, otra vez. Una mujer mayor me empuja, el jardín botánico parpadea y el sol me agrieta los labios sin piedad.

Quiero fumar pero tengo la boca demasiado seca para dar una calada o escupir un pez. Son casi las seis y media. Las fuentes brillan, salpican sus propias cuentas tornasol. Los hombrecitos verdes siguen parpadeando. Voy tarde. Voy tarde hacia ningún lugar. Voy tarde, dando rodeos a las fuentes, guisando mi caldo de pececitos, fechorías y monedas. Voy tarde, campaneando escamas en este vaso de cualquier cosa.

viernes, 21 de mayo de 2010

86 (en Barcelona)


Yo conté 86, pero debían ser muchas más. Los chuck andaban rojos, de su cuenta, haciendo piel contra las baldosas. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis. Bajo el agua, todas las columnas saben un poco a sal y uno llega a oler mar donde no hay siquiera espuma. Y si llevas los ojos puestos en los adoquines, llegas a cualquier sitio pensando que se trata de la plaza de la Virreina. Se te olvida, también, que las piedras salpican y que es tan fácil enamorarse de las farolas como a las chiquillas treparse a los cuellos de los colgados.

Y ya no sé si lo que piso son algas, guayabas –¿no os he dicho que me huele así esta ciudad?- o corazones que alguien barre a mis espaldas. Porque ciertas calles, como los corazones, no se caminan, se rastrillan locamente hasta hacer sangre en el cemento. He dicho que conté 86. Ochenta y seis columnas, catedrales, catalanes, vestidos, calesas, turistas, mujeres altas, hombres borrachos, camareros tatuados, fuentes inmunodeprimidas. Conté 86, pero debían ser muchas más. Muchas más serpientes, caracolas, bicicletas, sobres de azúcar, paquetes de tabaco, rieles de tren, guayabas, bailarinas, cervezas.

Ayer estuve en Barcelona. Conté el número de catalanes que hacen falta para dinamitar una catedral, la cantidad exacta de libros que hacen falta para derrumbar una estantería, los coches que despeinan una autovía en la madrugada, las estaciones que separan Poble-Sec del resto del mundo, el número de veces que un balón evita una portería y ya no sé qué más porque me apetece enumerar otras cosas. El cargador del móvil agita la oscuridad con una luz necia de aparatito. La miro insistir desde la cama. Llevo una cuenta absurda mientras mi corazón tartamudea estas cosas con la luz apagada.

Yo conté 86. Ochenta y seis columnas. Pero si en verdad eran ésas ¿Entonces por qué le llaman la Sala de las cien columnas a esa columnata del Parc Güel? Para llamarse así deberían ser muchas más. Muchas, muchas más. Miro alrededor. El móvil titila. Mi corazón tartarmudea. Las farolas se dejan querer, los colgados también. Los chuck siguen rojos, y de su cuenta. La ciudad sala parques y virreinas. Esto es lo que pasa si llevas los ojos pegados a los adoquines. Esto es lo que pasa.

Te da por pensar, de más.

miércoles, 12 de mayo de 2010

Un bético en el vagón



¿Cuántas veces caminas, al mismo tiempo, a la izquierda y a la derecha? ¿Llevas la cuenta de las veces que te apetece gritar en los andenes? ¿Sonríes, a solas, cuando los torniquetes están demasiado borrachos? ¿Subes las escaleras mecánicas con ganas de reventar las marquesinas con los puños apretados? ¿Ves suicidas donde sólo hay lectores despistados que pisan la raya amarilla? ¿Te gusta jugar a los ciegos y avanzar con los ojos cerrados por los pasillos desiertos de los intercambiadores? ¿Te dejas despeinar por el viento absurdo que nadie sabe de dónde llega, si estamos bajo tierra? ¿Te quitas los auriculares para escuchar al hombre del acordeón, la mujer de la pista y el micrófono o el predicador que entra en el vagón y luego sacas la moneda que sale, disparada, como un mal trago? Desde hace unos meses, cojo el subterráneo más de lo normal. Lo hago para aturdirme. Para no pasar por alto que, bajo la tierra, todos medimos lo mismo. Además de llegar más rápido a todos sitios, cuando estoy aquí abajo suelo enviar postales y leer con más furia de la habitual. Leo los libros que llevo conmigo, y a la gente que rodea las sangrías de la página. Más a los segundos que a los primeros. Hoy, sin embargo, por más que quiero, no puedo alzar la mirada. Los ojos quisieran levantarse, pero no les doy permiso.

Estación Nuevos Ministerios. Nueve de la mañana. Me he levantado pensando en los pases de fútbol. Es la Dublinesca de Vila Matas. Si algo le agradezco al catalán es que me hable de fútbol en su culta y elaborada novela. Primero, porque tengo días sin leer a un autor que mencione el fútbol como algo normal –eso se echa de menos- y segundo, porque Samuel Riva sería muy árido si no driblara entre sueños y rascacielos. Y así voy, pensando en los pases, justamente en uno en concreto de Fernando Torres contra Alemania en la final de la Eurocopa pasada cuando levanto la vista y noto una mochila del Real Betis. Tras su descenso a segunda división el verano pasado, cuando casi linchan a Manuel Ruiz de Lopera, siento un callado y solidario cabreo con los béticos. Me fijo un poco mejor en el chico que lleva la mochila. Viste, por supuesto, de verdiblanco. Pero al llegar a su rostro, color blanco papel y con los ojos hundidos como canicas en una pálida masilla, desvío la mirada. Le acompaña su padre, un hombre de rostro arrugado, camisa a cuadros y unas manos gruesas que sostienen las, también pálidas -casi verdes- de su delgado hijo. Lleva en uno de sus dedos una delgada alianza dorada. Es un hombre que podría llevar toda la vida sin dormir. Y no me sorprendería que así fuese.

No sé qué hacer con mis ojos. Vuelvo a mirar la mochila del Real Betis. Lo del Real no fue en 1907, fue después. Se lo entregó Alfonzo XIII al club en 1914. Mis ojos trepan el tronco del chaval. Lleva una gorra, también del Betis, con la que esconde una breve y débil pelusa, los restos de lo que fue cabello alguna vez. Bajo la visera, se esconden unos ojos potentes, ojos de un azul revuelto. Vuelvo la mirada al libro. Ya no recuerdo qué dice Vila Matas. Ya no me acuerdo de los pases de fútbol. Ni de la campaña de 1997 del Betis, ni del Centenario, ni estoy segura de si fueron o no el primer equipo andaluz en clasificar en la Champions. Ahora sólo miro los zapatos del bético que viaja conmigo en dirección Alonso Martínez. Y sólo entonces advierto que el pantalón del chándal que lleva puesto es lo único que desentona con su bética combinación. Es una prenda demasiado médica, algo quirúrgica. El vagón se detiene, el padre que probablemente lleve toda la vida sin dormir se pone de pie y levanta a mi bético compañero de viaje, una delgada estampa que los viajeros sacuden con su paso, una silueta de papel cebolla que viaja junto a un hombre de piedra, arrugas y una alianza dorada en el anular. Las puertas se cierran. El vagón se pone en marcha. Yo les veo alejarse. Las manos me escuecen, como si tuviesen cosas por decir. Me bajo en Alonso Martínez. Subo andando las escaleras. Cierro el puño. Pero esta vez no puedo. Hay demasiada gente y además, lo que en verdad hubiese querido no es golpear la marquesina sino acariciar la mejilla de mi bético compañero de vagón. Y sólo entonces me doy cuenta que soy incapaz de suponer una edad. ¿Quince, veinte? Y no sé si la enfermedad envejece o simplemente aparta de la vida. No lo sé.

Desde hace unos meses, cojo el subterráneo más de lo normal. Lo hago para aturdirme. Para no pasar por alto que, bajo la tierra, todos medimos lo mismo. Exactamente lo mismo.

martes, 11 de mayo de 2010

Los pases, como las críticas y los golpes…


Lo intenté el verano pasado, pero tuve que dejarlo a causa de una grave lesión en el sentido del ridículo. Fueron semanas de baja leyendo Futbol against the enemy, de Simon Kuper. Hice lo posible por aprender recibir pases e intentar hacerlos. Que estuviesen bien hechos no estaba en mi lista de buenas -pero novatas e inexpertas- intenciones. Pero me encontré con el primer problema. Los pases, como las críticas, los besos o los golpes, resultan mucho más complicados de recibir que dar.

Puestos con la adrenalina, el noséqué del ya-ya-espera-a-ver, apuntar y disparar resulta un arrebato, un acto de locura, una desafinada desinhibición de la que podemos no ser conscientes. Uno va, ejecuta su mamarracho a solas y tan tranquilo. Pero no sentirse torpe, sonrojado o imbécil intentando controlar un balón que se escurre veloz mientras te repites “no lo dejes pasar, no lo dejes pasar, no lo dejes pasar” es casi tan difícil como mantenerse de una pieza cuando alguien -o algo está- a punto de cortarte en pedacitos con una mirada –o porqué no, una sonrisa- demoledora. He allí el primer punto: sobreponerse al efecto pendular de un pase. La pelota, en ese instante un cuerpo en movimiento, proviene de alguien que lo envía.

Figurémonos indefensos ante ese cuerpo esférico y escurridizo. Y te repites: “controla con la cara interna del pie, controla con la cara interna del pie”. Concéntrate, mujercita. Ajá, vale. Muy lento, muy lento. Y uno sintiéndose aún más idiota. Primero vencer la propia torpeza practicando el tiro contra la pared, venga. Y una vez superada la vergüenza del frontón, entonces venga el pase con el mártir que se inmola enseñándote. Y entonces venga la derrota del beso, el insulto o el puñetazo. Te desmoronas con el pedazo de cuero que los fines de semana te arranca gritos y que ahí, tendido en el césped, te fulmina con sus botes inconstantes.

Quince minutos. No es que no recibas un pase, ¡es que los desvías! De ser un defensa, probablemente se lo colocarías al media punta en bandeja. Y de ser el media punta, probablemente te enredarías con ella y terminarías por comerte el césped, con todo y esférico. (Este es el lugar para los chistes machistas acerca del cerebro de las mujeres, la incapacidad para el fútbol, y esas chorradas que dan audiencia). Y se supone que quien recibe un pase alivia la carga del que lo administra, y debe de hacerlo en espacios relativamente pequeños (no siempre,es cierto), pero sí rodeado de defensas que marcan como pirañas o, en su defecto siendo la piraña que arrebata el cebo al tiburón.

Del Bosque tiene montada una capilla de 30 apóstoles, es decir, la oncena por dos, más dos de repuesto. La liga está por acabarse (yo ya estoy pensando en la pretemporada). La Europa League está lista (tengo muy claro que no me apetece ir a Neptuno). La Champions League espera el 22 entre bostezos y desilusiones, y yo, miserable hooligan, me siento a repasar el apresto futbolero del que llevo reprobadas bastantes lecciones en el campo. Creo que nunca podré tener el gusto de entender el fútbol como lo hacen quienes saben y pueden jugarlo. Tendré que estar confinada al marginal gusto del comedor de pipas y fumador de puros. ¿Me tocará releer a Kuper de nuevo?

Nooooooooooooooooooo. Creo que mañana me compraré un balón nuevo.

sábado, 8 de mayo de 2010

Cómo sobreponerse al abandono (de un Iphone)


"Los amigos del barrio pueden desaparecer, los cantores de radio pueden desaparecer,
los que están en los diarios pueden desaparecer, la persona que amas puede desaparecer. Los que están en el aire pueden desaparecer. No estoy tranquilo mi amor,
hoy es sábado a la noche, un amigo está en cana.
Oh, mi amor, desaparece el mundo . Si los pesados, mi amor, llevan todo ese montón de equipajes en la mano, oh, mi amor, yo quiero estar liviano. Cuando el mundo tira para abajo yo no quiero estar atado a nada, imaginen a los dinosaurios en la cama".
Charly García. Los Dinosaurios.

Se suponía que aquello sería como la creación del mundo; no mayor de siete días. Pero al ver que llegaba el décimo sin una costilla, un día de descanso ni una mísera llamada de Seur, me mosqueé y llamé al 1004. Primero fue la musiquilla de Avril Lavigne. Luego las interminables opciones de voz que no atinan con una sola de mis verdaderas y pedestres dudas. Y yo, como una imbécil, pegando la boca del móvil y repitiendo, en lenguaje toro-sentado: “Telefonía móvil”, “Contrato”, “Otras-consultas”, “Hablar –con–operador”.

“Hola, le habla Valentina Rosales, ¿en qué puedo ayudarle?”. Es la cuarta, quinta, sexta, o séptima operadora de Movistar a la que me toca relatar la exagerada historia del teléfono Iphone 3G de ocho GB que se fue a comprar tabaco y no volvió. “Hola Valentina”. Llamo porque hace tantos días extravié mi Iphone. Y entonces… Departamento de Robos. Tramité. Pedido… Y entonces. Esperaba la entrega…hace ocho días. Espere un momento Sra. Sainz. Avril Lavigne de nuevo.

“Sra. Sainz, disculpe la espera ¿Cuál es la dirección del envío?” Doy las señas, rápidamente, esperando que, por tratarse de un escritor, el hombre y su circunstancia, etcétera, le resultaría fácil pillar el nombre. Pues no. Y no es que a Valentina Rosales le pida yo grandes cosas, porque hombre, hay que ser tolerante, que últimamente ando yo muy histérica, así que enciendo un cigarro y a esperar… Deletreo, feliz y pacientemente, como quien se mete un chute, la calle del nuevo domicilio en el que vivo. O de oso… r de ratón… t de Teresa.

“Ah, perdone, en el sistema aparece otra dirección”, dice mi empalagosa operadora con su acento de Riohacha. “Sí, se los dije la primera vez que hice el pedido, hace 10 días”. Y mi dulce operadora, amable y robótica con su urbanidad memorizada, me hizo saber lo ocurrido. Esos tropiezos del sentido común que ocurren en los ministerios soviéticos y las grandes corporaciones. A pesar de que me tocó deletrear a los cinco o seis operadores previos la nueva dirección, porque, señores, cambié de domicilio, el nuevo Iphone fue enviado a la antigua dirección en la que nadie abriría la puerta. O eso supuse. O supongo. O yo qué sé. En menos de nueve meses, he hecho maletas tres veces. Esto de ser Ulises por gusto ya no me hace gracia.

“Tiene usted que volver a tramitar el pedido de nuevo, pero no puede hacerlo por Atención Al cliente sino por el departamento de robos”. Ah, claro. Sonrío idiotamente, con el cigarrillo entre los dedos. Me creo tan bien mi papel de individuo en una larga cola, que hasta lo interpreto más allá de la voz. Le agradezco su ayuda, me dejo camelar para comprar un servicio de navegación, cuelgo y comienzo el proceso. Otra vez. El contador vuelve a cero. El génesis se pone en marcha. “En máximo ocho días recibirá en su domicilio el Iphone 3G de ocho GB”. Todo será como la creación. Otra vez. Y entonces Dios creará el mundo. Pedirá un Iphone.

En lo que va de tiempo desde que mi antiguo móvil desapareció de la mesa del Pepe Botella, he perdido verdaderas joyas que antes habrían quedado guardadas en la discreta cámara del necio aparatito que ahora echo de menos. Una pegatina de una tienda llamada Minimalasaña que alguien pegó –quien sabe porqué- en el barrio de Salamanca, un tupido brote de Margaritas al sol, una curiosa declaración de propósitos en los baños públicos de un bar donde el whisky costaba 4 euros – cito: "que le den por culo al Chill out"- , una edición de Rayuela de la Biblioteca BuenaVista en la que alguien arrancó el Capítulo 7 (Toco tu boca…) . De estar armada con mi espada multimedia, probablemente me habrían parecido trozos de mierda esparcidos por ahí, pero ahora me parecían codiciables, archivables, susceptibles de ser documentos.

Hace unos días, Yoani Sánchez escribió en su blog Generación Y acerca de la visita de Rosa Díez a su casa, en Cuba. La bloggera y periodista se detuvo en un detalle, uno solo. El Iphone de la líder de UPyD. Sus razones, debo decirlo, eran legítimas e hicieron sentir que las mías eran berrinches, obcecaciones, glotonerías, manías. Decía Yoani: “A nosotros, que durante toda la Academia Blogger trabajamos sobre un servidor local que simulaba la Web, nos fue posible -de pronto- sentir los kilobytes correr por la palma de la mano. Tuve el tirante deseo de salir corriendo con el móvil de Rosa Díez, de parapetarme en mi cuarto mientras navegaba por todos esos sitios bloqueados en las redes nacionales. Por un segundo, deseé quedármelo para entrar a mi propio blog que aún sigue censurado en los hoteles y en los cibercafés. Se lo devolví desconsolada, lo confieso”. Releo la frase ahora que la copio, y una pátina de gilipollez me hace más rubia y más tonta. Y más rubia, y más tonta.

En, máximo, ocho días, dijeron los de Telefónica. Vale, habrá Iphone. El abandono de un teléfono para no telefónicos se habrá mitigado. Estaré menos compulsiva, tal vez. Si esta vez llega, ¿qué haré? ¿Fotografiaré la punta sucia de mis zapatos cuando me baje, el próximo domingo, en la estación de Sants? ¿Capturaré el mar gris en el Port Olimpic? ¿Haré un retrato de Curro, el perro antibiótico? ¿Es para semejante estupidez que armo este revuelo?

Cuando llegue, si llega, mejor desvío el paquete. Estoy segura de que a Yoani le será más útil, mucho más. Quizás así, de un corrientazo, conjure los silencios de la palma de su mano. Quizás así, espante para siempre el abandono de su isla. Quizás así me cargue por un rato el desconsuelo de Yoani… y con el suyo, acaso… ¿el mío?

jueves, 6 de mayo de 2010

Vera Rivken y su olor a whisky de centeno



El muelle de madera me hizo cosquillas en las vértebras y las cervezas resucitaron en mi lengua como un regaño. Miré el móvil. Seis y cincuenta de la mañana. Diez minutos antes de que sonara la alarma. Recobrar un grado de insomnio me devolvió algo de tranquilidad.

Llegué al espejo del baño pensando en Vera Rivken, el ama de llaves de una familia de judíos ricos en Los Ángeles. Una rubia a quien John Fante otorga el brillo de ojos "de las mujeres que ingieren demasiado bourbon”. Una mujer en trance de envejecer que insiste en enseñar al joven Arturo Bandini de Pregúntale al polvo sus heridas mientras le ruega, ¡le suplica!, que le diga “que es hermosa como otras mujeres”.

Salgo de la ducha con aguijones de hambre en el estómago. Enciendo un cigarrillo. Sigo pensando en Vera Rivken y su olor a whisky de centeno. También en el misógino y atontado Arturo Bandini, que titubea sin saber qué hacer. Lo imagino en su habitación de Bunker Hill, apartándose mientras Vera Rivken se desabrocha la falda negra.

Pero si es usted preciosa –diciéndole Bandini para disuadirla-. Ya se lo he dicho antes, es usted preciosa”. “No. Tienes que verlas con tus propios ojos”, respondió el ama de llaves, quien al verse incapaz de desabrochar ella misma los botones de la blusa, pidió al escritor que lo hiciera él. Pero Bandini se negó, así que Vera Rivken se arrancó la suave tela con las dos manos, al tiempo que el macarroni insistía: “Por el amor de Dios. Me ha convencido. No tiene porqué hacer un striptease”.

Me cepillo los dientes repasando la absurda escena de una mujer que se arranca la ropa para enseñar las heridas por las que, dice ella, su marido la ha abandonado. Pienso en el minúsculo escritor, en el reverso de su asustado corazón, en el deleite y el miedo que le infunde el cuerpo de Vera Rivken, que está por levantar la combinación blanca, lo único que impide su completa desnudez. “¡Te las enseñaré!¡Las verás con tus propios ojos, so embustero, más que embustero”. ¿Podía llegar tan lejos una mujer para hacerse querer?

Enciendo otro pitillo. Me asomo al patio interior. Una hélice de aire helado mece la ropa tendida. Vestidos y camisetas sin un cuerpo que las rellene. Prendas balanceándose sin gracia desde una cuerda blanca. Cuando Vera Rivken estaba ya completamente desnuda en medio de la habitación de Bunker Hill, Bandini llegó, guiado por las risas de la mujer, a una enorme quemadura, una zona cauterizada, algo así como una reseca y arrugada laguna sin carne a la altura de sus riñones.Las heridas de Vera no eran truco, tampoco un atajo para llegar más rápido al sexo del misógino Bandini. Las heridas de Vera suponían un verdadero cráter en su amor propio.

“Es absurdo –añadió- Apenas se nota. Es usted preciosa, es usted una maravilla”, mintió Arturo Bandini a la mujer que comenzaba a vestirse con una sonrisa alcohólica e ingenua mientras él corría al pasillo a llorar de asco y vergüenza.

Tiro de las pinzas que atan la ropa a los cordones. Aparto faldas y vestidos del aburrido precipicio de macetas y contenedores. Pienso en Vera y en el vagón del tren que viaja hacia Long Beach y en el que ella vuelve, borracha, con la blusa rota guardada en el bolsillo del chaquetón y las cicatrices empacadas en su espalda.

Me queda sólo última pinza de la que prende un sujetador, el más rebuscado de todos los que tengo. Todo lleno de encajes y celosías. Y no sé si es una columna de aire helado que trepa por el patio interior o la torpeza de mis dedos fumadores, pero la prenda resbala entre mis manos. La veo caer, lentamente. Son casi las ocho y me resigno a extraviar el curioso artilugio. Miro las ventanas abiertas. En el primero una mujer alta, de cabello oscuro, se peina. En el quinto, otra se pinta los labios. Es demasiado pronto para esta guerra.

Pienso en las cicatrices de Vera Rivken, en las heridas clandestinas, los vestidos sin cuerpo que los rellene, el brillo de las mujeres que beben demasiado bourbon y los sujetadores abandonados en medio de la nada. Son casi las ocho y media. Enciendo otro cigarrillo. Sigo pensando en Vera Rivken y su olor a whisky de centeno.

domingo, 2 de mayo de 2010

No basta el Chinarro para el Sr. que toca esa guitarra

No es que me parezca tímido. Es que me parece. El pelo cano y revuelto, la barba como una jalea negra sobre un rostro que, para retratar, habría que mirar por más tiempo. Algo en sus rasgos le aleja del Cristo cansado que a veces parece, y no es el bosque de barba alrededor de la boca, tampoco el silencio de sus ojos al aterrizar sobre la mesa, ni las acrobacias que practican sus dedos al remover el azúcar en el descafeinado con una cuchara demasiado pequeña.

Sus manos contradicen al resto de su cuerpo, parecen los delgados apliques de la talla de un Nazareno en lugar de las manos de un hombre gigante que a veces canta con los ojos cerrados. Quienes saben de música dicen que su voz es imperfecta y única, los de peor humor escriben que en algunas canciones desafina. Quienes saben dicen de él muchas cosas. Que sus letras son costumbristas, irónicas, surrealistas, poéticas. No escatiman adjetivos, todos regados por las reseñas como aderezos a mansalva.

Y nadie dice que no sea todo eso y mucho más, pero en sus últimos tres discos, El fuego amigo (2005), El mundo según (2006) y Ronroneando (2008), hay algo y alguien que ocurre con el mecanismo inverso a los adjetivos. Alguien que sucede de a poco. Alguien parecido a lo que tengo delante, una voz clara y profunda que a veces prefiere el papel a la música. Alguien que ha decidido cantar con la boca separada del micrófono. Alguien que controla el oleaje de sus propias canciones. Alguien que quiere contar y hacerse entender.

¿Y quién no ha cruzado la calle sobre el puente de su voz? Una voz que será, para algunos, un vagón de metro y noches de vuelta a casa a solas; una voz que es, a veces, Alfabeto Morse y relatos doblados en la esquina de la página un domingo al sol; una voz que habitan, como casas, quienes la escuchan (sus seguidores le tratan como familia, como si le conocieran desde siempre). No lo sé. Hasta hace 45 minutos nunca le había visto, y a los desconocidos se nos da muy bien eso de sentenciar porque nos dá la gana.
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No es que me parezca tímido, es que me parece. Son curiosos los años que ha vivido el sol en sus mejillas y no sé si he nacido muchos países después de sus canciones, o si es sólo esta prisa por detectar en sus palabras a los jinetes que fueron hacia Portugal, a Merche asterisco, a las hijas del barquero, a los bebedores del bar Petardo o a esa confusa María Lionza sin danta –en verdad se llama Augusta- de su Socorrismo (Alpha Decay, 2009).

Como la mayoría de las veces, de esta entrevista me tocará entregar otra cosa. Siete mil quinientos caracteres de plana y económica información. Y quizás también tenga que ponerme el antipático delantal del carnicero y empezar a lanzar adjetivos como hachazos, porque ocupan menos líneas y llegan más ¿rápido? donde ¿deben?

Un gigante que ha estudiado para perito agrónomo y decide dejar la coreografía de la producción de una fábrica para dedicarse a la música y la escritura jamás desafinaría una estrofa. Él no es Militar. Ahora se dedica a terminar una novela que, como al musiú enamorado de Augusta, anticipo –así somos, aburridos, esperando lo ya conocido- sincero y transparente.
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La entrevista termina, o ha terminado, o terminó. Veinte o treinta minutos después, en medio del concierto de la entrega de los Premios Caja Madrid y Lengua de Trapo de Narrativa que le trajo unas horas hasta Madrid la semana pasada, le escucho cantar Quiromántico. Hay ráfagas de modernos que forrajean canapés en las bandejas su propio ego. Me apetece rociarlos esta noche con gasolina, pero sólo bebo una cerveza y sigo la música con un movimiento del pie derecho.
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Aquí dentro no puedo fumar, aunque de momento no me importa. Son las diez y tengo mucho menos claro quién es -o quién va a ser- Antonio Luque. Sólo intuyo que probablemente no le baste el Chinarro al señor que toca esa guitarra.