domingo, 23 de julio de 2017

Un poco por no morir



Nadie regresa vivo de una promesa rota. Acaso porque en todo incumplimiento hay una muerte. La de quienes fuimos mientras creímos. El lugar al que van a parar los deseos, tiroteados por la verdad: las personas que no fueron o las que no llegamos a ser; los países y los hogares que se derrumbaron. La vida, como los puertos y los barcos, despide. Concede destino, pero antes obliga a morir. Y ésta, como toda historia de amor, es también una historia de fantasmas (*).

La vida, como los puertos y los barcos, despide. Concede destino, pero antes obliga a morir
Madama Butterfly es la primera ópera que conservo en mi memoria. Mi madre la escuchaba en su habitación, a un volumen exagerado. Nunca entendí ese gesto ruidoso, que en nada tenía que ver con su tendencia al silencio. Me tomó años comprenderlo: hacerlo le concedía libertad. Como si en cada uno de los tres actos, mi madre levantara una república, un territorio propio: nudo y desenlace de sí misma. Madama Butterfly  fue, también, la primera ópera que vi y la primera que compré cuando me fui definitivamente de casa. Todavía la conservo. Es una grabación de la Callas con la orquesta y el coro de La Scala. Desde entonces me acompaña, soplando con su fuerza ese mar sin viento. Cumplir años, transformarse, es también una forma de desengaño. Un barco de guerra, atracando.

Y aunque hemos visto juntas muchas óperas, Madame Butterfly no volvió a reunirnos en un patio de butacas desde entonces

Veinte años separan la primera función de Butterfly a la que me llevó mi madre y ésta a la que acudimos en el Teatro Real. Y aunque hemos visto juntas muchas óperas, Madame Butterfly no volvió a reunirnos en un patio de butacas desde entonces -quizá intenté rebelarme de aquel apresto, no sé-. Entre aquella y ésta, en la que la soprano Ermonela Jaho se despelleja y nos despelleja con su voz, se reúnen las muchas versiones que mi madre y yo hemos sido al escuchar la ópera de Puccini. Si de algo sabe la Jaho es de dejar de países atrás. Acaso por eso nos reunimos, las tres, en el país que funda su voz. Cuando mi madre me llevó a ver Madama Butterfly por primera vez,  parecía que las cosas durarían para siempre. Y no fue así. Se esfumaron muchas, entre ellas el imponente telón de Jesús Soto que desapareció del Teresa Carreño; de la misma forma en que lo hizo el país que construyó aquel teatro. Pero, ya se sabe, la vida incumple.

A medida que me he hecho mayor, he comprendido la ópera de Puccini como una historia de amor y poder; ambas, a su manera, formas sometimiento

Comprendo la ópera de Puccini como una historia de amor y poder; ambas, a su manera, formas sometimiento. Ambientada en el conflicto colonial de finales del siglo XIX entre Estados Unidos y Japón, la historia de ese avasallamiento toma forma en una tragedia protagonizada por Pinkerton, un oficial de la marina americana destinado en Nagasaki, y Cio-Cio-San, una hija de un samurai que cometió seppuku. La orfandad la obligó a abrirse paso como geisha.  Gracias a las leyes matrimoniales japonesas  -el abandono equivalía al divorcio-, Pinkerton enamora y toma por mujer a Cio-Cio-San en una boda arreglada. La joven quinceañera asiste convencida de que el enlace durará para siempre. E incluso, para ser una buena esposa americana, renuncia a la fe de sus ancestros, aunque eso le valga ser repudiada.

Todo va a salir mal y lo sabemos. Nos lo dice el coro. Nos lo dice ese dúo del primer acto –Vogliatemi bene-, que aun me resulta bello por terrible

Todo va a salir mal y lo sabemos. Nos lo dice el coro. Nos lo dice ese dúo del primer acto –Vogliatemi bene-, que aun me resulta bello por terrible. Ese momento en el que se superponen en direcciones opuestas dos voces, dos sentimientos : el de una joven que más que declarar amor lo suplica y el de Pinkerton, que insiste en la urgencia de poseer. El tiempo transcurre. Pinkerton se marcha... y su larga ausencia marchita las esperanzas a su paso. Vestida cual esposa americana, Butterfly aguarda. Cree, o insiste en creer que él regresará.  Así se lo hace saber a la fiel Suzuki en Un bel dì vedremo; y de la manera más terrible: con la fe de los que ya saben perdedores. Un bello día veremos, levantarse un hilo de humo, en el extremo confín del mar, canta Cio-Cio-San. 

Lo hará escondida. Un poco por broma, y un poco, por no morir nada más verlo, dice la infeliz. Esperará oculta Cio-Cio San… ¿en cuál versión de su escarmiento? 

En el confín... del mar. Así ha de aparecer la nave de Pinkerton; o al menos así confecciona la japonesa su ensoñación. Ella, que se imagina escondida en lo alto de una colina, esperará la llegada del teniente. Lo hará escondida. Un poco por broma, y un poco por no morir nada más verlo, dice la infeliz. Esperará oculta Cio-Cio San… ¿en cuál versión de su escarmiento? Todo esto pasará, te lo aseguro, dice a Suzuki. Él volverá.  Y sí: Pinkerton vuelve… con su esposa americana. La japonesa, desengañada y madre de un hijo fruto de aquella noche que anunciaba tragedia, decide renunciar a todo: porque lo ha perdido todo. Con honor muere quien no puede seguir viviendo con honor. Comillas del libreto que separan la entrada y salida de una espada

Acaso por eso yo me estremezco en  Un bel dì vedremo y ella en Con onor muore; porque sabe, mucho antes que yo, que la vida incumple
Para aquellos que enloquecen, que buscan el amor de alguien más con la misma fuerza de quienes se despeñan detrás de una vocación o un lugar mejor, todo incumplimiento es una muerte. Lo es. Así como Cio-Cio San pierde a su hijo, Ermonela Jaho podría perder la voz. Es desde ese dolor desde donde canta, dice ella en una entrevista la víspera de la última función. A la Jaho la llaman la nueva María Callas. Yo, en realidad,  veo a una mujer de ojos enormes que lleva años intentando ser quien es: desde que salió de la Albania comunista hace ya casi 20 años hasta hoy . Quizá por eso su voz riega ese lugar al que van a parar las emociones cuando se apagan las luces en el patio de butacas. Quizá por eso, nos escondemos ahí… un poco en broma, y un poco por no morir, mi madre y yo. Reunidas en las versiones que hemos dejado atrás. Acaso por eso yo me estremezco en  Un bel dì vedremo y ella en Con onor muore; porque sabe, mucho antes que yo, que la vida incumple. Y ésta, la que hemos venido a escuchar esta noche, es también una historia de fantasmas. Las versiones de una y otra, caminando de regreso hacia una casa, al otro lado del océano.  Ese  mar que concede destino, no sin antes obligarnos a morir.

(*) Así tituló D.T Max su biografía de David Foster Wallace. 
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domingo, 16 de julio de 2017

No seas idiota, piensa en el país



Aquella bandera de Venezuela la compré un 11 de abril de 2002. Lo hice en la autopista Francisco Fajardo, a la altura de la base aérea La Carlota; ese lugar en el que mueren civiles y militares. El sol apretaba. Once de abril. Íbamos hacia la muerte, aunque ya vivíamos en ella. Hoy, 16 de julio de 2017, en Madrid -la ciudad en la que vivo desde hace 11 años-,  miro aquella  insignia como si fuera una cicatriz.

Tiene siete estrellas mi bandera. No las ocho que ordenó Hugo Chávez, por aquello  de incluir Guyana, nuestra provincia ultrajada. Aunque ésa, claro, es otra historia . La mía, mi bandera de lona que hoy  he anudado alrededor de mi cuello, la compré a las dos de la tarde en la que murieron 19 personas. Diecinueve venezolanos que nadie recuerda.

Tiene siete estrellas mi bandera. Hoy, 16 de julio de 2017,  la miro  como si fuera una cicatriz. 
Los seguí a todos, a los 19. Tenía que hacerlo. Mi tarea era levantar el informe de uno en particular. El de Jorge Tortorza, fotógrafo del diario 2001, asesinado en la avenida Baralt de Caracas por un disparo de revólver calibre 37, al menos eso decía el informe de la Fiscalía. El dato era falso. El proyectil era un nueve milímetros. Un arma  automática: de militar. El dato no era inocente. Que la policía –de un ayuntamiento opositor, entonces- fuera responsable de aquella muerte, quedaba mejor. Escondía cosas.

Aquel 11 de abril del año 2002, la oposición ponía en escena –mise à mort- su primera marcha pirómana para pedir la salida de Hugo Chávez del Palacio de Miraflores. Lo recuerdo: todo salió mal. Nos faltaba todavía muerte y  escarmiento -¿podríamos, por Dios, aprender a ser país sin abonar la tierra?- para saberlo. Entonces yo no entendía nada.  Tenía 20 años y acababan de contratarme como asistente de investigación para levantar aquella  carnicería . En  mi país... la muerte, debo decirlo, ocurre al peso. Nos apilamos, como promesas incumplidas.

En  mi país la muerte, debo decirlo, ocurre al peso. Nos apilamos, como promesas incumplidas
De ahí salió un libro excepcional (escrito por mis maestros de verdad, gente que se la jugaba en el oficio) que me sacó de la juventud a puntapiés y me hizo mayor, aunque yo no lo supiese. De Tortoza, aquel fotógrafo del que he hablado en los primeros párrafos,  debía saberlo todo: cuando y cómo murió; quiénes lo vieron morir y cómo; la última llamada telefónica. A algunos a  quienes entrevisté en aquellos años los mataron a tiros, como a perros. No podrían repetir lo que yo escuché, con la quijada rota y la libretita de caligrafía cursi.

Hoy es 16 de julio de 2017. Al extender como un mantel aquella bandera, al examinar aquella tela que compré el día de la muerte de Jorge Torotoza, siento algo que no cabe en ningún órgano de mi cuerpo. Experimento una locura parecida a la fecha en que perdí la razón y empaqué mis cosas; la misma en la que metí esa bandera en mi equipaje. Con mi maleta crucé el Atlántico, ese mar donde la gente sólo se dice adiós. Hoy, casi 20 años después, tocándola, leo el braille de quien fui. De quienes fuimos. 


Hoy, casi 20 años después, tocándola, leo el braille de quien fui. De quienes fuimos. 

Yo tenía 20 años y el corazón limpio de los que creen.  En ese tiempo me hice periodista a la fuerza, aunque copiara a Juan Villoro con descaro y sin talento. En aquellos años, llegué sin entenderlo a los pasillos de la policía política para entrevistar a gente que ya no existe. Subí cerros. Conocí Catia. Y Petare. Y Cotiza. Me redimí. Dejé de ser la rubia de los jesuitas. Fui al encuentro del país que durante años ignoré. Hoy, tocando esta bandera, me pregunto dónde están todos los países que he conocido. ¿Dónde?

Hoy es domingo. Un 16 de julio de 2017. Quince años separan una bandera de otra, aunque sea la misma. Años, y muertos, y vejaciones, y padres sin vejez, e hijos sin tierra, y muertos sin justicia. El sol aprieta. El termómetro marca 40 grados. Y como aquella tarde del 11 de abril, llevo puesta mi bandera de siete estrellas sobre los hombros, anudada como una capa inútil al cuello. Mientras subo por la (madrileña) calle Goya, esa avenida de tiendas que tanto odio, me escuece el corazón. Me puede el calor. Algo en mí se quema. Quizá sean las siete estrellas  o el país que me olvida, que me escupe, que me expulsa, como la espada baja en el lomo de las bestias.

Hoy es domingo. Un 16 de julio de 2017. Quince años separan una bandera de otra, aunque sea la misma. 
Al llegar a Príncipe de Vergara, he dejado atrás a cientos de venezolanos que quieren votar. Pienso en los casi cien que han muerto en menos de dos meses en esa  ciudad a la que hace años no regreso. Toco en el bolsillo del pantalón mi cédula venezolana, que se he sacado de una caja escondida en el armario.

No seas idiota, piensa en el país, dijo la más bella de la suicidas: Miyó Vetsrini, aquella poeta comunista que se cortó las venas cuando yo tenía diez años. Olisqueo las esquinas como quien busca una bonita azotea desde donde tirarse. Toco mi bandera. Subo una calle con escaparates y maniquíes sin cabeza. No seas idiota, piensa en el país. Me repito. El semáforo, al fin, ofrece su concierto de  pajaritos magnetofónicos. Avanzo con lentitud. Han de ser mis muertos  que soplan su brisa de fuego… en dirección contraria.  No seas idiota, piensa en el país. 

sábado, 15 de julio de 2017

El microondas de Tancredi



Todo arrancó con una fotografía que encontré hace unos días colgada de una blanca pared. Aparecen Luchino Visconti y la Callas. Ella está de espaldas, él alza los brazos. La imagen pertenece, creo, a los ensayos de La Vestale en La Scala, en 1954. La instantánea me fulminó. Y como el verano, ya se sabe, avanza cual la geometría de su consonante -esa uve que desgarra y fractura- sentí necesidad de acudir al italiano, del que sólo había visto Muerte en Venecia (1971). En tiempos de adanismo, el mío no está injustificado, así que puse manos a la obra. Opté por El Gatopardo, su adaptación del novelón de Lampedusa, un libro cuyo espíritu recorre estos tiempos como una advertencia. O un pinchazo. 

En tiempos de adanismo, el mío no está injustificado, así que puse manos a la obra. Opté por El Gatopardo de Visconti

Elegí una noche de sábado para El Gatopardo. La versión de Visconti dura tres horas y 25 minutos, que subieron a algo más debido a las veces que detuve el vídeo para congelar fotogramas excepcionales. Aquellas cortinas que vuelan en los palacios de Donnafugata. El soldado muerto como un Cristo bajo un árbol de frutos rojos. La belleza exagerada de Angélica... La decadencia del Príncipe de Salina se me antojó preciosa, como una tarta derritiéndose bajo el sol. Sentí ya no que habitaba un fin de siècle -mi generación ni soñaba con asomarse- sino algo peor: que era una descastada. Vivo en un mundo en el que no hay tiempo para ver un largometraje de 200 minutos y los aristócratas marxistas que dirigen óperas han desaparecido. 

El Gatopardo se estrenó en 1963, hace 54 años. Mi edad cabe (casi) dos veces en esa cifra. La estampa política de la reunificación italiana de Lampedusa adaptada por Visconti se convirtió en un clásico del cine, aunque hay quienes dicen que ha envejecido mal. Que Burt Lancaster luce afectado. Que dura demasiado. Que no se sostiene. Acaso, en el fondo, porque el síndrome Tancredi siempre se abre camino, envejeciéndolo todo a su paso. Estrenada cinco años después de la salida de novela –que se publicó de manera póstuma en 1958-, esta versión que hizo Visconti de El Gatopardo incluyó al norteamericano Burt Lancaster -una imposición, dicen, de la 20th Century Fox- como el Príncipe de Salina; al francés Alain Delon como Tancredi y la italiana Claudia Cardinale como Angélica, hija de Don Calogero Sedàra, un prestamista y usurero de una burguesía en ascenso.

La estampa política de la reunificación italiana que compuso Lampedusa se convirtió en un clásico del cine, aunque hay quienes dicen que ha envejecido mal

Visconti eligió la historia del Príncipe de Salina que contó Lampedusa; su carácter clásico es rotundo. Acaso por eso (a pesar de su exagerada duración o su tono estetizante de tarta bajo la solana) la película de Visconti despertó en mí la misma fascinación que me produjo la única novela de aquel ciclópeo escritor. Así como el Príncipe de Salina intenta preservar a su familia y su clase social de los tumultuosos cambios con la llegada de las tropas de Garibaldi, sentí que el tiempo del que provengo sólo se prepara para su propio ocaso. Detesté al Tancredi de Lampedusa y ahora, claro, al de Visconti. No porque Alain Delon me disguste, sino porque algo recalentado hay en su irrupción. En el descubrimiento del agua tibia que -ahora sí- le tocará a él.

Rechazo el Tancredismo ajeno y propio. El que me ha tocado vivir a mí tiene un sabor correoso, industrial. Un algo que ni revoluciona ni alimenta

Quizá por la sensación de habitar un mundo fotocopiado, una versión sin tóner con respecto a otros que tampoco me quedan tan lejos -el de aquella foto de Visconti y la Callas, por ejemplo-, rechazo el tancredismo ajeno y propio -aquí caben desde las siglas de partidos políticos hasta la imagen de líderes o países decapitados-. El que me ha tocado vivir a mí tiene un sabor correoso, industrial. Un algo que ni revoluciona ni alimenta y que reina, desclasado y adanista -un poco como yo esta noche de sábado ante la pantalla- atrapado en el bucle de la iniciación. El plato del microondas dando vueltas, una y otra vez.  

domingo, 2 de julio de 2017

Laura y el hombre de plata



Las Ventas. Dos de abril del año 2017. Un hombre de plata y Laura ocupan el centro de la escena. Todo cuanto los rodea centrifuga la sepultura que los recorre a ambos: un chico que mira su móvil; ese hombre de gafas policiales y corbata rosa;  las varas de un picador fuera del encuadre. Una coreografía impresa en un cubo de hielo (siempre a punto de ocurrir). El centro lo ocupan, insisto, Laura y el hombre de plata. Sin mirarse. Él, torerísimo; acaso derritiéndose por dentro. Ella, despojada de su habitual entusiasmo y envuelta en ese fular rojo. Hace frío. Queda un mes para la Goyesca.

Seguro hubo bendición, ¡cómo no! La gracia de asomarse al patio de cuadrillas es mirar a Laura. Sean figuras o debutantes, ella siempre está ahí. Me gusta espiarla mientras administra el milagro de la compasión: verla transferir parabienes sin puntería a aquellos que podrían no salir vivos del ruedo. Y hoy –claro-,  siendo novillada, la ruleta carga dos veces, porque nadie tiene nada qué perder, excepto lo que ya posee. La derrota, o su contrario,  es el resultado de una ración ya de por sí escasa.

Sigo a Laura desde hace dos años. Comparto tendido con esta mujer: el tres. Ella en el bajo; yo en el alto. La veo, la mayoría de las tardes, justo al lado de la bocana de la puerta de los picadores que guardan. La escucho arrojar ‘oles’ como bulas, incluso en las faenas más soporíferas. Pero en este instante, justo en este momento en el que llego pronto a la plaza para olisquear asuntos ajenos, mi mirada se detiene en otro lugar de su nombre. La congelo. La aíslo. Se revela ante mí prendida por el alfiler de la cámara de un teléfono que ve lo que yo no sería capaz.

Ahí están, juntos, el hombre de plata y Laura. Pegaditos a la muerte. A ella, porque la vida se le acaba y al peón porque, ya se sabe, va hacia la muerte y regresa de ella sin tocar pelo. El parpadeo de toros que siempre serán de alguien más. Como a Laura, al hombre de plata no le pertenecen ni los trapos ni la espada, pero ahí está: bailando. Puliendo la hebilla, que dicen en mi ciudad. Desventrarse contra los pitones del astado que nunca será suyo o las agujas de un reloj, el de la plaza, que van a su aire. Yo, mirándolos, recito mi Gil de Biedma. Que la vida iba en serio

Han transcurrido meses desde esta instantánea. Ambos, Laura y el hombre de plata, se mantienen firmes en su gesto, presiden ese mundo que ellos centrifugan. Le hacen  un desplante al tiempo. Pero ésta, claro, es una fotografía. Nada vale. Nada puede. Es, sólo, el breve milagro del que mira… tuerto de entrañas.

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