martes, 7 de julio de 2015

11.02.06 (Hace ya casi diez años)


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EL PAÍS VISUAL
Karina Sainz Borgo
ksainzborgo@cantv.net

Solución oftálmica

Tras un proceso de investigación, el Proyecto Armando Reverón editó y presentó a finales de 2005 su tercer título: Armando Reverón. Guía de Estudio.  Divido en seis partes y 521 entradas bibliográficas, el volumen reúne y contextualiza los ensayos incluidos en libros y catálogos  publicados luego de la muerte del artista, en 1954. Precedido del  texto  introductorio Armando Reverón y la crítica,  a cargo de María Elena  Huizi,  el compendio general actúa como un espejo: a través de la documentación reveroniana, nos planta frente al reflejo de nuestros propios accidentes interpretativos.  

El mayor aporte de la publicación no se restringe a la demolición de los lugares comunes construidos alrededor de Armando Reverón y su obra, sino en la extracción de sentido que puede hacerse de ellos. Lejos de cualquier afán escrutador, la guía ofrece a quien la recorre nuevos problemas de estudio: la mirada fundacional que hace, por ejemplo, Alfredo Boulton, o la lectura ideologizante de Marta Traba, robustecen nuevas preguntas sobre la forma en que nos hemos asomado no sólo a Armando Reverón, sino también al arte moderno venezolano y, por ende, a nuestras propias formas de representación.

Accidente 1. Neutralizar la periferia
El nombre de Armando Reverón inaugura una grieta visual. El siglo XX del arte venezolano se ha  debatido entre el paisaje como discurso fundacional  con la Escuela de Caracas y el Círculo de Bellas Artes –ambos en el interregno del país gomero-, versus la abstracción geométrica que surge en la frontera del perezjimenismo y atraviesa el nacimiento de la democracia.

En el centro de una disyuntiva teórica –el paisaje catártico y el paradigma geométrico cual síntoma de progreso- se ubica el nombre de Armando Reverón.   Para 1921, ya plenamente de regreso tras su formación española, el artista había tomado la decisión de pintar de espaldas al Ávila que Cabré o Monsanto acometían con fruición. Desde la periferia, instalado en La Guaira, Reverón clausuró un paisaje e inauguró otro. Abolía un discurso para poner en marcha  un universo complejo, salino y esencial, visible no sólo en el transcurso de la división periódica que hizo Alfredo Boulton de la época azul (1919-1924), blanca (1925-1937) y sepia (1937-1946), sino también en sus muñecas y objetos, cuya conexión de sentido con su obra bidimensional fue tardía.

Esa demora es descrita  por María Elena Huizi, quien apunta momentos esenciales de la literatura sobre el pintor, entre ellos los ensayos Armando Reverón o la voluptuosidad de la pintura, escrito por  Alfredo Boulton para la retrospectiva organizada por él y Miguel Arroyo en el Museo de Bellas Artes en 1955; Armando Reverón, texto en el cual Mariano Picón Salas despoja al pintor de la “fama de Robinson iluminado”, así como los análisis de Juan Calzadilla. Sin embargo, Huizi enumera y da cuenta de una literatura tangencial, demasiado ocupada en las “manías” del pintor e, incluso, una mucho más ideologizante restringida a la hiper-iconografía de lo anecdótico que rodea a Reverón.

Si bien Reverón había hecho de sí mismo una puesta en escena, la diseminación de su propia teatralidad hizo que la sociedad venezolana lo confinara, primero, al estricto diagnóstico de su locura para llevarlo luego, y sin intermedios reflexivos, a la encrucijada del genio encontrado. El resultado era exactamente el mismo: la neutralización. Una vez muerto, la sintomatología devino en inmortalidad. Sin duda, una rápida operación discursiva. Su muerte convirtió el concurrido espectáculo marginal en grandeza, una operación reflexiva sencilla, abreviada. He allí una parte de la paradoja, el primer y más poderoso naufragio de la mirada sobre lo propio.

Accidente 2.  Ser la periferia
Avanza Huizi en su recorrido bibliográfico hasta llegar a los hallazgos que se produjeron a partir de 1980 –Venezuela contaba ya con instituciones museísticas capaces de generar una mirada sistemática-, cuando  la obra de Reverón es, al fin, objeto de un estudio contextualizado. Cita Huizi la visión que arroja José Balza sobre los objetos reveronianos; el análisis del peso del autorretrato en su obra descrito por Rafael Romero y, más específicamente, el camino reflexivo que inaugura  Luis Enrique Pérez Oramas en 1989  con De los prodigios de la luz a los trabajos del arte, ensayo en el cual se propicia el diálogo de la obra de Reverón con la historia de Venezuela, el estudio de la imagen y la estética.  La historiografía de Reverón encontraría en la década de 1990 la mirada atenta de investigadores, entre ellos la de John Elderfield, curador jefe de pintura y escultura del Museo de Arte Moderno de Nueva York, el cual está próximo a exhibir  en febrero de 2007 una exposición antológica de Reverón en sus salas.

La deglución y el análisis de nuestro primer artista moderno consumió 50 años de retraso desde su muerte hasta nuestros días. Una importante obra bibliográfica y esta nueva recopilación de las fuentes de estudio reivindican la miopía. Sin embargo, la desaparición de El Castillete en 1999 arroja la constatación de una nueva periferia: la que nos separa, de forma literal y metafórica, de los lugares naturales de estudio. Coleccionistas y curiosos visitaron Macuto. También cineastas y fotógrafos, quienes reprodujeron su propia obturación reveroniana: Edgar Anzola en 1938; Roberto Lucca, en 1942 y Margot Benacerraf en 1948, también Alfredo Boulton, el coleccionista Jean de Menil y Victoriano de los Ríos. En 1953, un año antes de la muerte del artista y durante una de las crisis psíquicas que le harían regresar donde el doctor Báez Finol, el fotógrafo Ricardo Razetti capturó con su cámara una imagen de Reverón, quien permanecía, de pie, mirando su reflejo frente a un espejo roto. Transcurridos más de 50 años, Reverón resiente  el mirar fracturado como una constatación de nuestros accidentes.




sábado, 4 de julio de 2015

Mario Bros séptico

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Anoche soñé que iba al río Orinoco a lavar mi ropa. Pero no llegué andando. Viajé como las comas:  con una subordinada como único equipaje. Metí en la antigua lavadora de la casa, aquella en la que ya no vivo, todas las mudas sucias acumuladas durante días. Al poner en marcha la General Electric que a mí siempre me pareció moderna, aunque ya no lo fuera, me encontré de pronto cogida de la mano de una niña.
Avanzábamos bajo un agua terrosa en la que flotaban largas serpientes de excremento, endurecidas deposiciones. También caballos y jinetes muertos. Cadáveres rígidos como las expulsiones parduscas.  Los muertos tenían los ojos abiertos, blancos como la yema de huevo duro. La puritita muerte con sus cuencas vaciadas de vida a las que alguien había rebañado el purgatorio con miga de pan. Todos ellos, los muertos de mirada huevina, chocaban contra nosotras: contra la niña y contra mí. Cadáveres en aquella sopa tibia de sangre y mierda.
Incapaz de torcer el rumbo, de dar marcha atrás, avanzábamos sin voluntad en el agua de aquel vertedero. Mario Bros séptico -siempre hacia adelante-. El agua turbia comenzó a moverse , y con ella el tambor de la lavadora, encendida muy lejos de las cañerías donde vivos, muertos y calcetines nos ablandábamos, fétidos.
Aparecí de pronto, sola, en el interior del electrodoméstico. Sin niñas ni muertos. En los sueños, como en las novelas, todo ocurre de forma arbitraria. El agua seguía siendo terrosa. Manchaba para siempre -creí- mi ropa blanca y percudida.

Todo daba vueltas hacia el Orinoco y fuera de él. En un pestañazo, regresé al agua de un  río sin superficie, otra vez cogida de la mano de aquella niña muda. Una voz me hizo saber que quienes avanzaban cogidos de la mano, debían llevar a los muertos río adentro, hacia algún lugar donde nadie pudiese robar sus cuerpos.
Y aunque algunos debían de estar vivos, a mí todos me parecían occisos. Nos topamos con arrecifes de algas kilométricas, largas cabelleras de una mierda firme y endurecida. Alrededor, un cardumen de bestias y hombres muertos.
Aún queriéndolo, no podía mirar atrás. Algo superior me lo impedía. Me  pregunté si la niña vivía, si yo la llevaba a ella o ella a mí. Fue ahí cuando volví a  la lavadora, llena de aquel caldos de muertos y excrecencias  en el que nunca nada sería blanco.