sábado, 5 de octubre de 2013

Pollo a la diáspora


Son las tres menos cuarto de una tarde que no se decide a ser otoñal. En Las Tablas, un barrio a las afueras de Madrid , los pocos transeúntes se arremolinan en las terrazas de unas calles desoladas y en las que florecen, aborrecibles, edificios de ladrillos. Unos iguales a otros. Este es un barrio feudal, casi autárquico: se basta a sí mismo. Y es que queda tan lejos que... ¡quién en su sano juicio iría a comprar el pan en metro hasta Plaza de Castilla! Valga decir, también, que quien lo recorre tiene la sensación de pasear por el Manzanares caraqueño; y no sólo por el ambiente aislado y remoto de sus condominios, sino también porque es una de las zonas de la ciudad donde puede que vivan más venezolanos por metro cuadrado.
Busco dónde comer pollo a la plancha por menos de diez euros; imposible en esta zona en la que el menú diario no baja de 12. Para conseguirlo, un almuerzo decente acorde con mis costumbres de fakir quiero decir, camino las tres desoladas cuadras que separan el periódico en el que trabajo del restaurante más cercano, una pequeña tienda de comida casera donde, como saben que como poco, tienen muy claro a qué atenerse conmigo.
Aunque empresas como Telefónica, la constructora FCC o ahora el BBVA tienen sus sedes aquí, es poca la vida que se cuece en sus calles: madres que empujan cochecitos, esmerados corredores  que parecen figurantes de televisión –están a todas horas: de día, de tarde, de noche- y, a veces, gente con perros que cruza las calvas calzadas espolvoreadas con cacas mínimas que dejan a su paso mascotas y dueños.
Las Tablas:  una zona pensada para gente con automóvil –la única boca de metro está lejísimo y sólo dos líneas de autobuses la comunican con la civilización-; gente que no hace vida en la calle; que no ensucia -no hay una sola papelera-; gente que no se va de copas; que no saca libros de la biblioteca –no hay ninguna, tampoco librerías, abundan, eso sí, las farmacias-; que no va al teatro, ni al cine… Gente que se recluye en sus palomares y hace corrillos vecinales en las pocas panaderías y supermercados de la zona. Valga decir: tampoco hay estancos ni kioscos. Así que de leer y fumar, más bien poco.
Y probablemente sea por ese trasunto miamero, ese regusto a pesadilla urbanística o a ciudad no peatonal donde radique el poderoso atractivo que tiene esta zona para los venezolanos; de otra forma no se explica que haya tantos, desperdigados por ahí con ese raro acento que nos florece entre los dientes después de unos años viviendo en la península, un cantado tan desagradable como impostado, lleno de conjugaciones que no nos pertenecen pero que nos hacen la vida más fácil.  
Después de caminar diez minutos llego a la pequeña tienda de comida casera y noto, de pronto, que otro restaurante -¡con menú a nueve euros!- ha abierto sus puertas. Es una pizzería o más bien un sitio de comida italiana en el que, sin embargo, ofrecen ensaladas y comida de esa que hace efecto relámpago –comes, pagas y te vas-. Entro. Nada más cruzar la puerta, lo he averiguado. ¡Otro restaurante de venezolanos! –hay uno de comida típica al que los caraqueños descastasdos hacemos peregrinaje para tomar un marrón con espuma o pagar seis euros por una arepa, se llama Antojos Araguaney-. Lo cierto es que, nada más entrar, me doy cuenta: estoy pisando territorio diáspora. Ese seseo, ese no sé qué, esa monería de la carta, la decoración, ¡algo! Debo decir que nadie ha abierto la boca. Ni el chico que lleva las mesas, ni la mujer de la barra.  Ya dentro, dudo si hacer lo que siempre hago al reconocer a los compatriotas –huir-. Pero me quedo. Tomo asiento. Miro la carta.
No se diga más. El chico que viene a tomarme la orden –caraqueñísimo- apunta ensalada mixta y pechuga de pollo a la plancha. Le desconcierta un poco que una comida tan sosa no esté regada con Coca Cola Light, que rechazo de inmediato y sustituyo por una cerveza.  A mi lado, una pareja de amigos –también venezolanos- habla de los días recientes, el viaje a Houston para ver a una hija que ha dado a luz, el primo en Miami, la nuera en Australia… En el local hay seis personas: tres comensales y tres empleados. Y los seis somos venezolanos. Nadie dice nada. No hay preámbulo de reconocimiento ni el acostumbrado… “¿Eres venezolana, no?”. En esta zona se da por sentado.
Pincho una lechuga con el tenedor. Me lo llevo a la boca. Mastico –y escucho-. Al tercer movimiento de mandíbula, apoyo el cubierto en la mesa y doy el Do de pecho: “Me siento como en Alto Prado, o en la Francisco de Miranda, o en Chacao, o en Baruta. Que todos somos venezolanos, cojones”. Me arrepiento un poco del giro castizo, pero ya el mal está hecho. Los dos señores se dan la vuelta; el camarero; la chica de la barra y hasta la cocinera. La primera en hablar es la comensal de mayor edad: “¿De Caracas, no?”.  Asiento. “¿Y cuánto llevas aquí?”. Siete años, respondo. “Nosotros diez”, contesta. Algo sin embargo, no cuaja en el ambiente. Ocurre últimamente: el país es como un cráter al que damos rodeos, una costra que no rascamos para que no sangre, algo que  aparcamos para no comenzar la retahíla : Cadivi, Maduro, la inseguridad, el síndrome skype –vemos crecer a nuestros sobrinos, primos, ahijados, a través de su pantalla de marco azul- … Nada de eso ocurre ni se cuela en la vida que momentáneamente compartimos, a nueve euros el menú. Seguimos comiendo.
A la hora del postre, el chico que atiende me ofrece cheese cake –no tarta de queso-, la ha hecho su esposa. No escojo la confitura  pero sí la oportunidad de un breve interrogatorio. Él es expedeveso, su esposa también y ya puestos, los señores de la mesa de al lado rematan: nosotros también. Algo se me atraganta, y no es la lechuga. Lo puedo asegurar. Pido la cuenta, sin mayores festejos ni jolgorios. No dejo que me la traigan y me acerco a la barra. Me dirijo a la mujer que sirve las cañas. “¿Sabes algo?” -le digo- “no sé si este ha sido el mejor sitio para comer”. Ella me mira, con cierto pánico. “Desde hace semanas sólo pienso en Caracas, en volver, en rehacer…”. No quiero que pase, pero la voz se me ablanda. Me disculpo y agrego: “Que son ya siete años, que yo ya pasé el límite para estas pendejadas”. Ella me mira y sonríe, largamente: “No señor. Para atrás ni para coger –coger, no agarrar- impulso. Somos valientes. Que no se te olvide, todos nosotros somos unos valientes”.
No recojo las vueltas. Atravieso el salón y salgo a la calle. La tarde achicharra como si fuera agosto. Miro las calles sin papeleras, los desolados condominios, los corredores figurantes y entonces echo a andar, de vuelta a la redacción. Y por más que lo intento, algo raro se me ataruga. Ha de ser que el otoño todavía no llega. Es eso, seguro. Sólo eso.