domingo, 26 de junio de 2011

Los exhaustos

De hablar. De salir a la calle. De tener amigos. De empezar otra vez. Gente que se cansa de los mismos lugares y algunos que lo hacen ante la sola posibilidad de conocer uno nuevo. Gente que para cabrearse necesita un responsable de su ira, un hipotético causante del mal, que sin duda existe, pero ¿acaso lo es también para los malestares mínimos de nosotros, los exhaustos? La idea de que algo más fuerte nos empuja, nos excluye, nos margina o lastima, nos aísla o desgasta, nos vence o nos apaga es, a su manera, un drama escrito en letra pequeña. Hablamos de pronto como si la voluntad fuese un triste faralao que usamos cuando nos place y del que tiramos, indignados, cuando no. Eso creo, a veces. No siempre. Otras, me anclo en el denso pozo del resoplido y las cabriolas, como si una brida muy fuerte me apretara de tanto en tanto en las mandíbulas. Salgo a la calle, y aún sin salir a ella, percibo esa agotadora y bastarda sensación de no saber de dónde proviene el cansancio de los que caminan a mi alrededor, conmigo y lejos de mí. Inflar la teoría de que se acabaron los recursos, las ideologías y los motivos es algo que beneficia a muchos, incluyendo a aquellos que se dicen vengadores, de los que dicen dar voz a los que no la tienen. De un tiempo a esta parte, veo más hombres y mujeres capaces de echar a llorar, anónimos, en un vagón de metro. Gente que me pide tabaco, céntimos, ayuda; veo más batallones de estropeadas prostitutas; gente que me pide cosas que no puedo dar. De un tiempo a esta parte veo, también, cada vez más, gente de felicidad combustible, pura gasolina en vaso de cubata; el fin de mes y sus apretados atajos de olvido y resaca. Yo no llevo clara ninguna de estas cosas. Ninguna. Yo, como el resto, recibo y reparto coces de animal confundido al que, a veces, le gustaría descorrer de su frente el velo del día a día. Y sin embargo, intuitivamente, renuncio al cansancio, a la posibilidad de meter el corazón en un vaso con hielo, como si la capacidad del amor o la ira fueran aperitivos. Puedo entender que hace 50 años se escribiera sobre un hombre que mata a otro por el –aparente- hecho del calor –“siempre ese maldito calor”-. Puedo entender la tentación de convertirnos en Monsieur Meursault. Puedo entenderlo todo, lo que no comprendo es de qué forma la sangre se nos ha ido aguando, cómo de roja ha pasado a ser un inofensivo y burbujeante plasma de seres exhaustos , coleccionistas de batallas y oprobios domésticos para arrojar como confeti sobre el oponente de turno… nos importa demasiado nuestro espacio como para defenderlo con una cucharilla de postre encaramados en nuestros pisos de menos de 40 metros y frigoríficos llenos de marcas blancas. ¿Pequeños y aún más grises señores Mersault? No lo sé. No creo. Y sinceramente, a veces, no me importa. Excepto hoy.

domingo, 19 de junio de 2011

Apenas tengo Fiebre

M
Lo de Marías no es estilo, es sintomatología. Es una conducta compulsiva, recurrente. En Marías, narrar es ocuparse de una idea. Supone agotarla. Arremeter contra ella hasta dejarla lisa, exhausta en la posibilidad de su propia narración; y no mediante la acción en sí, sino en el ejercicio de la especulación, en la reflexión que acompaña una acción simple. En estos días leo Tu rostro mañana, el primer tomo, Fiebre y lanza. Y lamento que haya sido el apretado vagón del metro el lugar de este hallazgo mariano -¿o Mariísta?-. Jaime Deza –un médic de quien aún sabemos poco, excepto que trabaja en la BBC, que está divorciado y a quien se le ha encargado la se precisar a Mr. Tupra- se adentra en la biblioteca del hispanista Peter Wheeler buscando referencias de un tal Nim. En su nocturna incursión, nuestro personaje, que nos ha dado ya amargas páginas de abandono e inteligencia, revuelve volúmenes enteros de la guerra civil española, bebe copas de Oporto y da buena cuenta de bombones y novelas policías, cuando asiste ante nosotros al hallazgo de una redonda y fresca gota de sangre de la que nada sabemos y con la que Javier Marías nos lleva, de nuevo, a otro alcoba de esa rara casa literaria tan suya... en la que no se acaban las emboscadas ni las ideas circulares. Cita Marías nombres, fechas, enlaza hombres con ideas; episodios con etimologías. Hace lo que desearía cualquiera con un mínimo de ambición por contar una buena historia. Y aprieto los puños de rabia y deleite. Contra su prosa enloquecida, de arrebato.


Hace unos años, cuando leí Mañana en la batalla piensa en mí y me topé con aquel, entonces pensaba maniático, ahora pienso, otra vez, Mariano -repito, ¿Mariísta?- hombre que asaltaba El País para buscar en la lista de fallecidos en Madrid para encontrar por la eme de Marta el nombre de la amante muerta a la que deja, durmiente y arropada, pensé que me encontraba a un narrador de un brillo agotador. Seguí las páginas de un escritor que hacía caminar a su protagonista por calles de Serrano tras la pista de la hermana de la difunta no por el simple de hecho de que algo fuera a ocurrir, que también, sino con el propósito de agotar la idea de la culpa en aquella persecución. Y es que en Marías alguien siempre persigue para explicar algo. Nada ocurre sin un sentido, sin la permanente obsesión de la idea: desde la palabra que está siempre envuelta coquetamente en un idioma que él despoja de significados para traerlos a la narración como un ser más –el lenguaje en Marías es también un personaje-. Cuando lo leo, sus compulsiones me dominan y siempre me queda la dulce resignación de que siempre es posible celebrar la amargura pateando contenedores. Sus páginas me malhumoran y me inquietan. Sacan lo peor de mí como aprendiz de storyteller y lo mejor de mí como entregado lector. Y justamente lo hacen por su amanerada y exagerada corrección, por lo tanto que me gusta esa manera refinada de contraer una manera tan compulsiva y afiebrada de pensar mientras se narra o de narrar mientras se piensa. No lo sé. Aún tengo Fiebre, mejor dicho, apenas tengo fiebre. Me resta todavía el baile, el sueño y rematar con el veneno.

lunes, 13 de junio de 2011

El Lejano Oeste sea dicho

=
Una canción es capaz de un paisaje. Y puedo cometer un desvarío gramatical al escribir esto; es cierto. Pero en esta ocasión, el accidente de mis palabras podría ser correcto (aunque no por ello menos arbitrario). Una misma melodía conduce y es conducida hacia un lugar, por algo, por alguien. Levanta consigo geografías afectivas, lugares portátiles. Se puede estar rodeado de antipáticos y demasiados desconocidos en un espacio ambiguo y pequeño. Se puede renunciar a la propia soledad que exige escuchar o leer. Se puede andar, por ahí, apretado entre la necedad, y aún así, todavía es posible dejarse llevar -dulcemente- a los lugares que ciertas canciones reproducen para nosotros. "Forastero siempre/ que dificultad", le he escuchado cantar -a veces ojos muy abiertos, otros muy cerrados- al Sr. Chinarro. Y aunque se trate de la misma, El Lejano Oeste, su sonido cambia de aspecto a la vez que transcurre. Que sea una canción camino, una de esas que se desandan y se reanudan -ésas a las que se vuelve y desde las que se vuelve- agrava el gusto por su repetición, por el hecho simple, de querer escucharla, una y otra vez. Entonces oír es recorrer. Supone atravesar el paisaje, cambiándolo y dejándose cambiar, a bordo de un "dos caballos". Desbocar, extrañar, cantar en voz baja e insistente el mismo verso. Canción libro, a veces, para viajeros que no saben volver a casa. Por eso, quizás. "Adelante, dije entonces, nunca más". Tal vez.

viernes, 3 de junio de 2011

Un revólver de plata y nácar (O simplemente, matémonos)

:_

Hace una semana, en la barriada caraqueña Santa Cruz del Este, un sicario arremetió a tiros contra un grupo de niños en un salón de clase del colegio de enseñanza popular Fe y Alegría. El sujeto mató a cuatro niños; eran hermanos de un ladrón del barrio. Quedan en la lista unos primos por ajusticiar, o al menos eso me han contado. Por eso el colegio ha cerrado sus puertas. Ayer, en la tarde, Mircea Cartarescu ha visitado Madrid para presentar la edición que ha hecho impedimenta de El Ruletista; la historia de un hombre que carga el tambor de un revólver con seis balas. Primero una, después dos, después tres... en matemática progresión hacia la que habrá de volarle -o no- la sien. Esta mañana, en un apretado vagón de metro, un texto de Michael Eaude sobre Hemingway me apunta con una frase recuperada de Javier Cercas, una frase que parece la boca fría del cañón de una pistola que alguien empuja contra mi costado: "El oficio del escritor consiste en convertir la realidad en sentido, aunque ese sentido sea ilusorio (...) Por eso digo que el escritor es un chiflado que tiene la obligación o el privilegio dudoso de ver la realidad, y por eso, cuando un escritor deja de escribir, acaba matándose, porque no ha sabido quitarse el vicio de ver la realidad pero ya no tiene un escudo con que protegerse de ella. Por eso se mató Hemingway". Me gustaría llevarme las manos en la cintura, encontrar, prendido de ella, un revólver de plata y nácar que limpiara mis ojos con un barrido de pólvora. Un viaje a la muerte desde el arma extraviada de un abuelo. En su novela Rosario Tijeras, Jorge Franco evoca fuertemente los besos como ventosas de fuego y plomo que una mujer recibe poco antes de ser abaleada. "Como a Rosario le pegaron un tiro a quemarropa mientras le daban un beso, confundió el dolor del amor con el de la muerte. Pero salió de dudas cuando despegó los labios y vio la pistola”. "Matémonos" así invoca la potente Reina a Marlon el comienzo de un viaje de indocumentados por la US1 en Paraíso Travel. Pienso estas cosas mientras subo las escaleras de una estación de Metro. Al llegar a la superficie siento deseos de oler mi piel. Acerco la nariz a mi brazo, rastreo la pólvora de los días, y me pierdo, a plena luz del día, en este raro revolcón de balas. Entonces pienso, una vez más, en la pistola con cacha de nácar que mi abuelo nunca disparó. Nunca.

La imagen de este post ha sido cogida de El Blog de La Cabra