domingo, 24 de abril de 2011

Tres metros de largo por dos de ancho

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A ustedes
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Deshago mi equipaje en una habitación de tres metros de largo por dos de ancho. Las paredes son rugosas y ninguna tiene ventanas. Tres estanterías con libros ocupan el resto del espacio que normalmente alguien dedicaría a una mesita de noche. Una samsonite gris oscuro, modelo carcasa, permanece abierta sobre una cama individual. La maleta se deja hacer como un pez muerto al que alguien remueve sus entrañas . He vuelto. Una vez más, he vuelto. ¿A casa?
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La última vez que crucé al Atlántico, lo hice como siempre, con cicatrices. Pero hay cosas que duelen más que cruzar el mar. Mucho más. Y muchas más. Pocos días antes de irme de viaje, uno de esos inofensivos, o que uno piensa que son tales, intercambiaba correos con un amigo argentino mexicano. Hablábamos sobre la diáspora. Yo lo hacía con mi vocación de cepa amarga; él, con sus cultos modales de hijo de exilados durante la dictadura argentina. Su reflexión era bastante más lúcida que la mía. Para darme patria, supongo, mi amigo me envió un texto suyo: Razones de un apátrida. Doce argumentos que ahora repaso mientras desdoblo jerseys y camisetas. Doce razones que ocupan demasiado espacio en esta habitación de tres metros de largo por dos de ancho.

Se ha escrito que la patria es la infancia. Se ha escrito que la patria es la lengua. Mi patria es haber sobrevivido a un proyecto de exterminio que ni siquiera fue pensando para mí. En ese momento perdí un país, una cultura. Es decir (y resulta extremadamente penoso intentar explicarlo, porque de algún modo es incomunicable): mi patria es el instante en el que el destino de mi familia ya no tuvo que ver con proyectos de vida sino con imperativos de supervivencia, el momento en que se me negó Argentina. O mejor: su posibilidad. La dictadura es el hecho fundamental de mi vida. Mi origen.

No he dicho de dónde he vuelto. Ni adónde he ido, ni porqué deshago un equipaje con la cabeza metida en el ovillo de una samsonite modelo carcasa. No he ido a mi país. Un lugar que hace bastante tiempo que no piso, ni siquiera en conversaciones. He viajado a Centroamérica. A Costa Rica. A reencontrarme con mi familia, como parece costumbre de un tiempo a esta parte, en tierra neutral.

He hecho lo que todos los turistas: pasearme por la cáscara de las cosas. Retratarme alegre e impunemente ante el remedo de ciertas estampas. He llevado en mi muñeca pulseritas de todo incluido. He entrado y salido de las casetas inmigración con un pasaporte español que ni yo me creo. Me he visto desde fuera. Me he visto lejos, muy lejos, de cualquier lugar… más cerca de la treintena que de los tempranos veinte que tenía cuando dejé Caracas.

Revolviendo mis cosas, me doy cuenta de que en ese entonces tenía mucho más equipaje que ahora. Mis maletas pesaban más. Y cada retorno era un brevísimo mientras tanto -cada regreso parecía una amenaza, ¿contra qué?-, una brazada que prometía acomodar desastres. El tiempo me enseñó que pensaba y decía ridiculeces. Ahora, cuando no puedo volver, cuando aterrizo en el aeropuerto de una vida donde todo tiende a un raro y anónimo bienestar, caigo en la cuenta de que la vida se comporta como los detergentes. Que pasa por las fibras desgastando los colores, derrotándolos hasta la rara expresión de un tono estropeado y uniforme.

Pienso estas cosas mientras muevo objetos de sitio en un espacio no muy grande. Pienso estas cosas cuando regreso de quién sabe dónde. Pienso estas cosas con el bronceado ridículo de un vacacionista. Pienso estas cosas después de pasar unos días en Costa Rica, un país que significa lo suficiente como para dedicarle mucho más que este estúpido tono cobrizo del que ahora me jacto con quienes se topan conmigo. En 1929, después del estrepitoso fracaso del Falke, tras la Generación del 28, Rómulo Betancourt, que quizás no diga nada a los venezolanos que hoy tienen 15 o 16 años, y que abreviaré aquí como el presidente de los primeros 40 años de Democracia en Venezuela tras el Pacto de Punto Fijo, se marchó a ese país de Centroamérica para batirse en su primer exilio político serio. Y cuando sigo serio, me refiero al acto sesudo de forjar, acertado o no, un plan ideológico -eminentemente socialista- contra el general Juan Vicente Gómez, en ese entonces atornillado al poder desde hacía más de dos décadas.

Repaso todo esto amargamente, en mi habitación de tres metros de largo por dos de ancho. Y ni siquiera lo hago con un sentido patrio. No lo hago con la tentación colectiva de quien no pisa su país desde hace ya unos años. Lo hago con una rara sensación de errancia, de quien ya no sabe a qué casa o a qué vida vuelve. De quien ya no sabe qué periodismo hace o qué literatura escribe, cuáles novelas o cuántas vidas engaveta. Tiene razón mi amigo, quizás. Tiene razón más en su caso que en el mío, probablemente, pero tiene razón. Pero a estas alturas, ya no sé qué me duele más. Si el gotelé de estas paredes sin ventanas, si el periodismo sin periódicos de estos días, si los años con Atlántico que he sorbido con la nariz pegada a las ventanillas… o la carnicería que llevo a cuestas. Hay cosas que duelen más que cruzar el mar. Y no voy a enumerarlas aquí. No creo que sea este el sitio. No creo que sea este el día.

Así como estoy, rodeada de zapatos y pasaportes -¿por qué archivo tantas versiones de mi nacionalidad? ¿de qué sirve?-, me dan lo mismo estas gotitas de cemento que afean mi habitación y la globalización que todo lo puede, incluso marchitar los colores de mi corazón con su cloro machacón de pasaportes y aeropuertos.
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Tanta sal vista desde tan alto no puede ser inofensiva, jamás. Ha de ser por eso que siempre me adormezco entre una jauría de bandejas y cubiertos de plástico y ese llanto raro y lechoso que ocurre sólo 40.000 pies de altura. Por eso, cuando vuelo en sentido contrario del movimiento que separa el día de la noche, me despierto así, silenciosa, perdida, más niña que nunca –con el corazón lleno de acentos y entonaciones confiscadas- , con ganas de volver y sin saber adónde, mientras deshago el equipaje en una habitación de tres metros de largo por dos de ancho.

martes, 12 de abril de 2011

Forks

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Organizo mi vida como me lo permiten las pinzas de colgar la ropa. Reparto trampas para ratones en las estanterías y coloco entre sus pinzas un coqueto queso con el que habré de pillarme los dedos. Ordeno cientos de veces los cajones que ya había ordenado la semana pasada y vuelvo a conseguirme con los mismos papeles que aún no he terminado de leer. El cónsul parece de piedra cuando debería ser de papel, y Bess, que debería estar cantando ya en Catfish Row, se me queda afónica en la primera cuartilla de una pantalla que, no me explico cómo, está siempre inmunda de polvo. A veces salgo los martes, pero trasnochar a mitad de semana no hace mayor diferencia. Corazoncitos de tetrabrick en una escalinata con Vespino. Los vagones son siempre los mismos vagones. Subiendo o bajando. Prefiero la calle y los goles. Prefiero la acera aunque no tenga a nadie a quien hablar mientras la cruzo. Ya no tengo músicos favoritos ni escritores de cabecera, excepto un famoso impermeable azul y una señora que se quita un guante y un collar de diamantes ante una multitud de caballeros que le arrancarían el largo vestido negro a dentelladas. He puesto una mesa de colores, con la sensación de que los años de la cubertería se habían perdido junto con los marcos y los saludos. Me siento a la mesa y es cierto. Se han ido. Lejos, de aquí.

lunes, 4 de abril de 2011

Mis pequeños actos criminales

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Domingo. Diez de la mañana. Un grueso intestino de gente se empuja desde el andén hacia la boca del metro de La Latina. Divertirse. Beber. Sentir el leve y dulce mareo del alcohol. Está bien. A mí me gusta. Lo apoyo. Lo celebro y promuevo, pero no en mi barrio. Haberlo previsto antes de mudarme aquí, por eso me callo y resigno. Punto y aparte. Al meollo.

Bajo las escaleras a empellones. Trepo sobre los hombros de turistas. Me disculpo. Derribo francesas que escuchan sus Mp3 en las escaleras mecánicas, en grupos de a tres. Pido permiso, inútilmente, a una pareja de italianos entregados al tutorial de cómo besar con lengua. Si la ginebra de anoche me hubiese hecho efecto, me parecería hermoso -bueno en realidad no, me seguiría pareciendo un incordio-. Llevo prisa. Y preferiría que se besaran a un lado, sólo un poco, un poco más a la derecha. Llego al andén. Finalmente.

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Respiro porque he escogido el que va en dirección a la Alameda de Osuna, el aburrido destino al que nadie quiere ir. El andén está solo. Como de costumbre, me da por pensar en las posibilidades del suicida. Quién de los que está a mi lado podría tirarse y quién no. A ver, a ver… Esa señora; no. Ese chico, tampoco. El hombre del palestino; tampoco. Llega el tren. (Nadie se tira, como de costumbre) Un nuevo convoy de maquilladas mujeres y hombres arreglados o de esmerado descuido vuelven a hacer la pesada oruga en procesión a la escaleras mecánicas. Entro al vagón. Está vacío. Soy feliz.

Justo abro la página 99 de mi ejemplar de Siruela de Si una noche de invierno un viajero cuando levanto la vista y veo a un hombre delgado. Viaja solo. Viste un traje Príncipe de Gales, a juego con una blanquísima camisa de puños, con una corbata azul, de lunares blancos. No hay una arruga que se atreva a estropear su atuendo. El pelo, peinado todo hacia atrás, es color plata, aunque dependiendo del ángulo tiene tonos niveos, perlados; otras, grises. Los zapatos, unos mocasines negros lustrosos. Podría tener unos ochenta años o más. Es pura piel y huesos. Y sin embargo, su aspecto de pellejo es severo, elegante, casi de monje. ¿De dónde salió este hombre y adónde va, tan bien vestido?

Lo miro y me avergüenzo de mi lápiz de ojos mal desmaquillado de la noche anterior, de mi chándal, mis zapatillas de correr y mi gitana sudadera de Sergio Ramos. Me encierro en el libro, para espiarle un poco mejor, pero no me concentro ni en el libro ni en el espionaje. Hasta mí llega un olor neutro a agua de colonia, un aroma fuerte pero masculino, ni muy estridente ni excesivamente discreto. Levanto la mirada, otra vez. Lee El Marca de la única forma en que podría leerse este periódico, absorto. Por eso no nota que lo miro con tanta minuciosidad ¿Por qué viaja solo? ¿Por aburrimiento? ¿Es viudo? ¿Homosexual? ¿Cura convicto? ¿Quién lo ha traído –y por qué- a este subterráneo reino de la vulgaridad que es la línea cinco del Metro de Madrid?

No es un dandy, porque no hay nada amanerado en sus modales. Repito, hay una clásica y sobria elegancia. Casi diría un humilde y digno saber estar que me hipnotiza. Narcotizada como estoy por el Smartphone, saco el Iphone, y lo silencio, para que no haga ruido al momento de activar la función cámara. Me tomo mi tiempo. Hago como si revisara mensajes. Encuadro. Escojo de ese hombre que lee el periódico la porción que quiero llevarme conmigo, aprieto el botón y ahí lo tengo, en mi pequeño acto criminal de memoria dominical.

No sé por qué lo hice, ni por qué lo cuento. Pequeñas reconciliaciones en la batalla permanente con la longeva tribu que me bastonea , me quita la vez en cualquier fila, me mira raro si le cedo el asiento y me amenaza con sus bolsas de lechugas y su escrutadora mirada de todo tiempo pasado fue mejor. Actos criminales para una mañana de domingo. Esta rara delincuencia sentimental.