martes, 18 de diciembre de 2007

Días de Fútbol

Francisco Franco en el palco de honor del Santiago Bernabéu Eurocopa 1964.

Cada paso hacia el Bernabéu dura minutos. Tropiezos. Tarantines. Revendedores. Bufandas. Pipas. Caramelos. Gente y más gente. Los Ultrasur –hinchas del Madrid agrupados bajo ese nombre- suben desde algunos bares alrededor del Paseo de la Habana. Cada vez que gritan “a por ellos, oéee”, me gustaría saber a quién más, además del equipo visitante, se refieren.

Detrás de los ultra -a veces entre ellos, a su alrededor, más allá o más acá- entran el anciano; el niño; el hermanito; el señor y la señora; el rentista; el chulito; el macarra y el repartidor; el obrero, el pijo de derecha; el pepero irredento y uno que otro rojo de centro izquierda, porque a la izquierda-izquierda –por progre- muy poca veces, o nunca, le iría al Madrid. Y si preguntaran en ese estadio quién mató al comendador, todos responderían Fuenteovejuna, Señor.


Hace cuatro grados de temperatura y 60 años desde que el estadio está en pie. "En 1964, en la Eurocopa, Marcelino marcó el gol del triunfo contra la Unión Soviética y Franco, que estaba sentado en ese palco, allí, justo allí, se puso de pie...", dice un anciano abonado, mientras otro, con un grueso puro en la boca le responde: "Será que el cabrón estaría salvando el culo, porque todo el mundo decía que ese día le iban a poner una bomba".

Cuatro años antes, el régimen de Franco, desde el principio autopromocionado como el “primer vencedor del bolchevismo en el campo de batalla” –no en vano a los republicanos les llamaban “rojos”- no permitió a España enfrentarse a la URSS en los cuartos de final de la Eurocopa de 1960. Sólo a cuatro días del encuentro, la Federación Soviética recibió la noticia de que gobierno español había prohibido a los jugadores viajar a Moscú para disputar el partido de ida. Llegó entonces 1964. España celebraba 25 años bajo el mando de Franco y cuatro desde la última Eurocopa.


Después del cabezazo de Marcelino Martínez en el minuto 39 del segundo tiempo, el partido quedó dos a uno. El seleccionador español José Villalonga ofreció la copa a “su excelencia el Jefe del Estado” y el delegado de Educación Física y Deportes, José Antonio Elola, remató: “Éste es el gran triunfo deportivo de la Paz. Es nuestro ofrecimiento al caudillo en los Veinticinco años de Paz”. Año 1964. España nunca volvió a ganar una Eurocopa. Lo demás es historia, misiles, bocattas de chorizo y fichajes de 32 millones de euros.


“La liga sabe a Derby, a domingo, a pipas, a caña bien tirada...La liga sabe a fútbol, la liga sabe a Maou”, dice el comercial de esa cerveza que patrocina la liga española. Si no fuera por esta noche, diría que los publicistas de la marca de cerveza cultivan los lugares comunes. Pero en efecto, la liga sabe a eso y bastante más. Raúl y Van Nistelrooy juegan de titulares; Guti ha quedado como suplente y los pases de Sergio Ramos van al equipo contrario. Molestias van y vienen. En las butacas del estadio rechina esa manera local de hacer equipo: amar es destrozarse. Y si ganan, la pelea ya no será por la victoria, sino la aclaratoria sobre quién la predijo primero. “A por ellos, oéeee”. Son lo que son: ese desastre con Rey. El estadio grita gol. ¿Quién mató al comendador? Fuenteovejuna, Señor.

martes, 4 de diciembre de 2007

Hasta el hueso de mis huesos

Foto: El Universal




"Soy el día, y el viento levanta sus ramajes en mi alma"
Vicente Gerbasi.



Amaneció tres veces: a las cuatro, luego a las cuatro y media y finalmente a las seis. El radiador me asfixiaba y un nudo me interrumpía el sueño. Algo raro merodeaba por ahí. De pronto, como si se tratara del almohadón de Quiroga, algo brotó del nórdico y se me clavó en la espalda.

Di vueltas, me enredé, los nervios me estallaron. Un picotazo, y otro y otro. Me había quedado dormida sobre el teléfono, que no paraba de chillar con su aviso de mensaje de texto. Ganamos, nojoda. Gloria al bravo pueblo. Cero-cero-cinco-ocho. El código de Venezuela. El corrientazo se me vino encima. A la tercera va la vencida. De un golpe, y por vez definitiva, me desperté.

Me enrollé como pude en la cobija. Salté a la sala y miré la oscuridad a mi alrededor. Pero mis cojines y yo no supimos qué hacer. Quise despertar a los vecinos, salir a comprar el periódico, cantar el himno nacional. Quise estar en la cocina de la casa; guindada -eufórica- de la hamaca; colando el café de la victoria. Quise casa y país. Quise todo de un solo trago. Pero en medio de aquel frío, hice lo que pude. Once de abril, trece de abril, seis de diciembre, quince de agosto. Efeméride tras efeméride. Cuánto tiempo esperamos una madrugada así. Cuántas veces amaneció sin nada bueno qué decirnos.

No supe cuántas ventanas más abrir: los periódicos, el correo electrónico, la radio digital. Todo, abrí todo lo que pude. Un correo de mi madre decía: es la primera vez en mi vida que gano algo. Desafortunada electoral como pocas –su candidato nunca ganó en 40 años democráticos y mucho menos en los 10 del chavismo-, mi madre había escrito sin comas ni puntos, pura exclamación. Ganamos, después de un parto. Pura exclamación.

Me había ido a dormir con la misma sensación con la que me fui del país: con una estafa a cuestas; culpable y cobarde a la vez. A las once de la noche, la prensa española daba ganador al Sí con seis puntos de ventaja. Más de lo mismo, pensé. Mis muebles y yo nos dimos un pésame. Me fui a la cama envuelta en esa caja negra en la que se había convertido la vida electoral, con esa sensación de imbécil que se mira el meñique morado, esa tinta de votante que mira desteñirse su moral poco a poco en los días siguientes a la elección. Pero ahora era distinto. Ahora, después de casi diez años, no tenía cereal blando y amargo en el plato del día siguiente, tampoco autopista desolada ni miedo en el corazón. Ahora todo era distinto, pensé.

Y de pronto, envuelta en aquella espesa cobija, congelándome en la oscuridad de mis cuarenta metros cuadrados, me di cuenta de que si salía a la calle nadie entendería mi sonrisa; nadie trasnocharía mi triunfo. En Goya los periódicos seguirían siendo inofensivos. La parada del autobús ocuparía la tercera posición de la ruta desde Manuel Becerra. Si me asomaba al pasillo y gritaba, saldría una voz chorreada. Mis palabras habrían sido eso: mal aliento. Sólo mal aliento.

Once de abril, trece de abril, seis de diciembre, quince de agosto. Diecinueve muertos. Plaza Altamira. Diecinueve mil despidos. La vejez de mis padres. El olvido caraqueño. La tristeza automotora. El silencio del estafado. País, país y país. Ahora todo aquello se revolvía, a la distancia. A ocho horas en avión, las cosas cambiaban. Alguien giraba una tuerca. Algo cobraba sentido. Cuánto tiempo esperamos una madrugada así. Cuántas veces amaneció sin nada bueno qué decirnos. Y sentí que el frío llegaba lejos, por encima de mis ojos. Quise casa y país. Entonces, me acurruqué y canté el himno. Hice lo que pude, hasta el hueso de mis huesos.

viernes, 30 de noviembre de 2007

Democracia Technicolor


Diez de la mañana. Un periodista del suplemento Negocios del diario El País espera a que el director de la división de grandes patrimonios de un banco alemán se digne a atenderlo. Yo, ejecutiva de cuentas de la agencia de relaciones públicas del banco, estoy allí para entretener al periodista de El País. Bueno, a ése y a los que vengan.


El periodista no quiere beber café, tampoco leer la prensa. El dossier corporativo ya lo leyó, no tiene ninguna duda y tampoco quiere el comunicado con los resultados trimestrales. Al comienzo quiso un poco de agua, ahora quiere irse. Mientras tanto yo, diligente, ejecutiva e invencible, hago mi trabajo: entretenerlo. Eso incluye que no se marche.


Estoy cansada, él también. Mejor dicho: estamos cansados el uno del otro. Él, de los miles de otros ejecutivos de cuenta locos por publicar el nombre de su cliente en prensa; yo, cansada de los miles de otros periodistas a los que hay que agradar, siempre, en nombre del cliente y del fee. Nos detestamos. En el fondo ambos sabemos que esto es por dinero.


Exhaustos de tanta excusa, que si la llamada, las subprime, la sacarina y el café con leche, el periodista del diario El País me pregunta por mi acento. En una sala de espera de un banco alemán en el número 18 del Paseo La Castellana, en Madrid, se abre ese boquete personal que no me gusta tocar cuando trabajo. Sí, soy venezolana. La afirmación no me da ganas de reír, pero sonrío por acto reflejo: para defenderme del Rey, de Chávez, de los Roques, del petróleo y Canaima. Es parte del entretenimiento. Que no se vaya el periodista, que no se vaya, que no se vaya. Pero él no me habla de nada de eso. Sólo me mira. De pronto algo se desordena. Él ha dejado de tratarme como si…; yo he dejado de sonreír como si…

El periodista del diario El País tiene cerca de sesenta años. Lleva libreta y un lápiz cualquiera. Lo miro, pensando en voz baja cuánto desearía su trabajo en lugar del mío. El periodista me devuelve la mirada y me pregunta qué es lo que más extraño de mi país. Si pudiera responderle fácilmente, sin ese nudo que comienza a formarse en mi garganta. Ya lo sé. Ya lo sé. En horas de trabajo ni se bebe ni se llora.

Paseo los ojos por la sala, aguanto, aguanto y aguanto. Luego respondo. ¿Qué extraño?, pues los colores. El verde del Ávila, el azul del cielo en la autopista, el amarillo de la tarde y el rojo de las cayenas en el jardín. Extraño el sucio, el desorden, el guacal de patillas cortadas a la mitad. Extraño lo que aborrezco, lo que ahora está lejos. Y aunque sólo me limito a decir colores –los colores-, algo estalla en mi mente, un mango maduro, una parchita estropeada. Algo estalla. Bang, bang, bang.

“A mí me pasó lo mismo que a ti –dice-. Cuando vino la democracia, me pareció que todo había cambiado de color. Antes, en la dictadura, todo era gris: los edificios, las calles, los uniformes de los guardias, los coches… Hasta los botones de los ascensores eran grises”. Y mientras me imaginaba un enorme y redondo botón de ascensor, le pregunté desde hace cuánto tiempo trabajaba como reportero para El País. “Desde hace 31 años”, respondió. Democracia Technicolor. Ahora que todo es minimal y lustroso. Ahora que existe el acetato y el fucsia y que la tortilla de patatas del bar de la esquina se sirve en platos modernos, me quedo en blanco, sin sonrisa, sin excusas; blanda de dolor, torpe de remate.

Desconozco si él sabe. Al menos parece que lo intuye. No me pregunta a qué he venido ni porqué. Sólo le interesa saber qué hacía en Venezuela. “Escribía reseñas y entrevistas para un suplemento literario”, respondo de nuevo, sin sonrisas, sin nada entre las manos, sin hablar de más. Entonces me habla de Chávez. Más que hablarme de él, lo diagnostica. “La calle todavía lo apoya, excepto los estudiantes”, dice. No lo culpo. No tiene porqué saberlo. Con que lea la prensa y se entere es suficiente; creo. No voy a decir una palabra. Estoy trabajando, y mientras eso ocurra, no desprenderé de mí ni una escama, no explicaré el 11 de abril ni todos sus muertos; no hablaré de Chávez ni de sus asesinatos. Voy a quedarme quieta, sin sonrisa pero quieta. A ver si con algo de silencio se me pasa.


“Pero bueno –dice el periodista-, como tú dices… los colores. En la época de Franco no había colores”. En la de Chávez tampoco, quisiera decir. Entonces me quedo callada, pensando, como ahora, en ese olor que dejan los botones de los ascensores viejos después de tocarlos. Repaso la mirada. Miro la alfombra de fibra y mis uñas sin pintar. Espero a que el director de grandes patrimonios de un banco alemán deje de hablar por teléfono. Me resigno y sonrío. Otra vez, sonrío. Ahora sí. Sonrío. El señor Ojeda ya puede atenderle. Sonrío un poquito más. Maldita sea. Y sonrío otro poquito. Maldita sea.

viernes, 23 de noviembre de 2007

Donde quiera que tus cabellos vayan



Yo soy aquella en la fotografía,
de pie,
entre el miedo y el deslumbramiento
.
Yolanda Pantin. País


Mi madre ocupa el centro de una foto blanco y negro. Sentada en el suelo, sobre una leyenda del periódico local de Turmero, parece venida de un lugar anterior. Tiene cuatro años y el cabello largo, peinado con una raya en el medio y dos ganchos del que caen bucles, y bucles, y bucles. Su niñez me toma por sorpresa y revuelve mis pestañas.


Sostiene un balón que se desinfla de ternura y una fecha manuscrita identifica el año en que se publicó la noticia. La miro allí, angelito entre adolescentes buenasmozas listas para envejecer, con esa cara de pajecillo extraviado.
Corría algún mes de 1948, Rómulo Gallegos gobernaba el país el mismo año en que el “batallador conjunto Revenga”, del que mi madre era mascota, “cayó en el partido inaugural del torneo Pre Estudiantil organizado por la dirección de Educación física del Estado Aragua”. Así glosa la derrota del combinado aquella leyenda de la foto.

Todas en la foto parecen mirar a otro lugar. Mi madre también. Luce una cabellera profunda, demasiado negra para la edad de sus ojos. Los rastros de un peine perfecto separan sus rizos. Mi madre tiene cuatro años y la cara lavada, blanca, blanquísima, como la niña de la edición ilustrada de Margarita está linda la mar que teníamos en la biblioteca de casa y que yo buscaba para ver cómo la blanca princesilla viajaba para devolver la estrella que había cortado sin permiso de su padre.

Mirándola, estudiando su trajecito, imagino la casa detrás de los botones; tanteo en el ruedo de la falda algo que me habla de aquel panal de mujeres que pudo ser su infancia: señoritas viejas, mujeres roble de modales solitarios. Miro el hilo blanco de la camisa pequeñita, y la imagino tendida al sol en el patio.

Voy recorriendo la foto con el cursor del teclado y algo parecido a un país se me viene encima: mi abuela sosteniendo alfileres en la boca, mi madre sin moverse para no arrugar la falda y la máquina Singer al fin quieta después de las noches de costura.

De sus hermanos, mi madre era la única que no se montaba en las matas de mamón, ni llenaba de tierra su overol de esperar a mi abuelo los domingos, cuando, al fin, después de toda la semana, llegaba de la empresa Aeropostal con la mesa puesta y la familia en orden.

Si la infancia es esa colección de patrias abolidas, me pregunto qué idioma hablaría mi madre esos feriados. Ella misma me contó una vez que tuvo una época en que le dio por tocar las cosas, como si sólo así pudiese comprobar su existencia. ¿Temía acaso que el suelo se sacudiera, que la noche durara más de la cuenta?
Sé, por sus propias palabras, el peregrinaje a las camas de mis tías en la noche. No sé si por temor a la oscuridad, o por el frío de haber mojado la cama. Da lo mismo, el miedo, como el frío, forman parte de la misma intemperie.

Pequeña reina silenciosa de las tijeras punta roma, mi madre se sentaba en la esquina a recortar figurillas, vestidos y muñecas de papel, confeccionándose quién sabe qué ajuar imaginario. La miro, la imagino. La tengo cerca con desventaja, con esa idea fija de que viene de un lugar anterior.

Quizás si le pregunto ahora porqué no miraba de frente a la cámara, se ría y me diga que en Turmero las primas Borgo habían sido un acontecimiento en la prensa local, y no lo dudo, porque alguien muy prolijamente ha guardado esa foto, alisada como un mantel en una fecha patria.

La foto, agrietada como se ve en la pantalla del ordenador, rezuma algo que no conozco. Y quizás lo que más me sorprenda no es que la foto exista, sino que yo pueda verla para contar los bucles borrosos en su pelo.
Algo viaja en el tiempo hasta ella. ¿Acaso alguna brisa que desconozco? Algo golpea la calle y me trae un olor transeúnte. Si la infancia es una patria abolida, si los panales perdieron su sitio y alguien bordó manteles con canutillos, prefiero quedarme mirando la foto de mi madre hasta quedarme dormida. Hasta que el viento golpee y me lleve de vuelta al lugar donde sus cabellos vayan, de una vez, lejos de la intemperie.

martes, 20 de noviembre de 2007

Pásate, macho, el Marca

Estadio de fútbol Santiago Bernabéu, diez de la noche. La selección española juega contra Suecia en el pase a la Eurocopa 2008. La convocatoria, como todo lo que ocurre en este condominio nacional, es izquierda y derecha a la vez. Oxímoron dentro oxímoron. Cuál selección, mejor dicho, cuál España, si hay como trescientas: con bandera o sin bandera; con Cataluña y sin Cataluña; con País Vasco y sin País Vasco; derechista o socialista; franquista o no franquista; atrasada o modernísima. Como si lo colectivo se tratara de un apéndice: ciudadanos con o sin mostaza.

Las banderas españolas están por todas partes, suena el pasodoble y desfilan las huestes de siempre. A por ellooos, oé. A veces pienso que si pudieran acordar un símbolo nacional dirían todos sin chistar: Que viva España…, con ese golpe de sainete y matadero que tiene todo cuanto hacen. Hoy el bar de la esquina está por todas partes, imponiéndose con su sonido de cotilla, tragaperras y lotería, aunque esta vez –como siempre- vengan a gritar gol.

Aquí ocurre lo que en el congreso, el barrio, la prensa y la calle: una fanaticada que odia al entrenador, critica al héroe y se detesta amorosamente entre sí. ¿Se puede vivir así? Por supuesto. He aquí la muestra. Desde las gradas se distingue un perolero cívico, una colección de aparatos que nadie entiende: Galizia con España, Catalunya con la selección, dicen las pancartas guindadas en las gradas –en gallego y catalán, claro está-.

Un país atomizado toma asiento y se detiene en el bocadillo del medio tiempo. Envuelto en papel de plata, semejante tentempié subraya una costumbre doméstica, campesina, casi obrera, a mitad de camino entre el ascetismo y lo provinciano. Doy vueltas a mi alrededor, ¿dónde estoy?; ¿dónde carajo estoy? Entonces salta Sergio Ramos con un gol de pantorrillas perfectas y me uno, feliz y troglodita, a la escuadra ibérica. Yo también canto sainete y me proveo de un mordisco pródigo –tengo DNI, ¿no?- y con sabor a mortadela.

El partido alcanza su ritmo más alto. Tres a cero. Iker Casillas está aburrido y tiene frío. Calienta, alza las piernas, aprovecha los pelotazos. Está dicho: casi nadie visita su portería. Los niños gritan su nombre para que voltee. De grande quiero ser superestrella. Ganar pasta –acepción coloquial de dinero-. Ser un personaje público. Gran hermano y sus derivados. No los culpo, si yo fuera niño también quisiera el fútbol, y la Fórmula 1, y el polígrafo, y la exclusiva, y la operación de sexo, y el válgame Dios cómo es posible de las vecinas.

En su última columna, al menos la última que se publicó antes de su muerte, escribió Paco Umbral : “En aquel tiempo, por Madrid, los escritores iban de escritores por la calle, porque había una cultura general y viandante como había una pintura visible y catalogable. Ahora, si quieres conocer una verdadera cultura tienes que irte al fútbol. En el fútbol en seguida se aprende algo y los más eruditos recurren al Marca. Es cuando en los tranvías se oye decir al obreraje: «Pásate, macho, el Marca con las alineaciones».

Sentada en las gradas del Bernabéu, entendí a qué se refería Umbral. Entendí cómo podía ser posible que el país incapaz de dirimirse encontrara acuerdo en aquel campo de 107 metros de largo por 72 de ancho, gritándole a once jugadores que viven su propia patria millonaria, aunque eso último, de momento, es lo de menos. Lo importante es la malla, la pelota, las conchas de pipas, el humo espeso de ducados, el sainete, el monarca, el cura, el militar de antes, ¿acaso ahora el portero, el delantero, el piloto de Mclaren, el héroe y el polígrafo? No lo sé. Ellos tampoco. Viajantes, viandantes. No soy de aquí, pero viendo el fútbol lo olvido por unos instantes.

martes, 13 de noviembre de 2007

Devuélveme mis platos rotos


Existe un impuesto a la memoria. Yo pensé que se trataba de un derecho de libre uso, pero resultó ser todo lo contrario. Es un gravamen que determina de cuánta autoridad moral dispone un individuo para hacer uso de sus propios recuerdos.

Ahora que no se sabe qué está más de moda, si el recuerdo o el olvido, el impuesto a la memoria se ha convertido en uno de los mecanismos principales de recaudación. Lo usa el Gobierno; las personas jurídicas; los particulares; las víctimas y los victimarios; los escritores y los periodistas –que viva la novela histórica-. Si quieres recordar, tienes que pagar.

No me hubiese enterado de nada de esto de no ser por una buena amiga que se encargó de sacarme de mi error. Y no fue porque me recomendara a Primo Levi, a Arendt, Derrida, Agamben, ni a Walter Benjamin y compañía; tampoco porque yo le contara lo agresiva que podría ser Almudena Grandes en un foro sobre la guerra civil. Fue algo mucho más folclórico y local.

Unas noches atrás, yo había soñado con Rómulo Gallegos. Fue un sueño largo y doloroso que se esfumó no más abrir los ojos. Pero al igual que ocurre con las frutas cuando se pudren, el sueño esparció un tufo angustioso y agresivo entre mis cosas.

Me descubrí de pronto buscando fotos viejas, haciendo pesquisas. Comencé a apilar carpetas de imágenes bajadas de Internet y archivos a medio escribir. Activé una correspondencia agresiva con mi propio más allá.

Satisfactorios o no, comenzaron a salir textos longanizos que hice llegar a mi tan buena amiga, generacionalmente algo más cercana a Gallegos –bastante más, ella tenía 16 años cuando le derrocaron- . Obtuve por respuesta el más desconcertante de todos los correos.

Chiquilla, dos puntos. Y así comenzó la andanada. Mi amiga la cronista me censuró. Yo no tenía derecho a recordar a Gallegos, por el simple hecho de no haberlo vivido directamente. Me incriminó por mi condición de lector, me apartó de la historia y me acusó de plagiar el argumento de su última novela.

No pensé que fuera para tanto, de no ser por una cosa: ella me había vetado, me prohibía el recuerdo y se hacía con una historia para sí y su generación. Para hacerse con el derecho había que pagar el peaje moral, el mismo que se imponen los sobrevivientes entre sí; el que usan los testigos para que nadie los juzgue por haber mirado en lugar de actuar.

Entendí que el mecanismo inicial comenzaba a enmarañarse. Que el que se va de la villa pierde su silla. Que en este momento si no eres testigo eres culpable. Si estás lejos es porque así lo quisiste y así lo habrás de aceptar. Y pagarás doble tributación: la que te autoriza a recordar y la que desautoriza la calidad de tus recuerdos. Aún así el resultado suele ser el mismo: uno queda mirándose al espejo, como si eso fuera a cambiar las cosas.
Y como a los presos, me queda mucho tiempo para pensar en estas cosas. Nadie me pide, tampoco me interesa hacerlo, que participe de los titulares locales. El periódico me da igual. Es inofensivo. No me afecta, no me importa, no me lastima.

Desde ese día, cada mañana, pienso lo mismo, en un lugar en el que nada me importa y en el a veces parece que sólo me acompaña lo que escribo. Hasta que un día me dé por mirar una portada increíble; una imagen más potente y onírica que mi Gallegos technicolor; una foto que me sacuda y me quite el habla, de pie, en un quiosco de Goya, mirando una portada del diario El País en el que dos jóvenes disparan detrás de una puerta mientras otros dos, desarmados e igual de jóvenes, empujan para evitar las balas.

Entonces el tufo y la furia me sobrecoge. Y miro a mi alrededor para que alguien reconozca que no es Beirut, tampoco Marruecos. Es mi país, desangrándose poco a poco. Supongo que así me quedo, largo rato. Sé que tarde o temprano, alguien vendrá a hacerme pagar arancel por mis propios platos rotos.

martes, 6 de noviembre de 2007

Tripticol, dígame


Samantha pega las palabras. Hay jalea en su fraseo. Todo en ella suena más de lo normal. Llega impartiendo taconazos, deshaciendo su bufanda, doblando el paraguas lluvioso. De su hombro derecho cuelga un bolso imposible: caramelos, pastillas para el dolor de cabeza, bolígrafos, gotas para los ojos, paqueticos de Clinex, libretas minuciosas con teléfonos y presupuestos, ganchos para el moño imperfecto de su buena presencia y un ejemplar de ADN, el periódico del metro. Antes del máster, cursó un título de experto. Desde entonces trabaja como teleoperadora. Ella, su autosuficiencia y sus 22 años desautorizan cualquier pesimismo.

“Yo contesto las llamadas de una España deprimida”, dice con esa forma perfecta de convertirlo todo en una joda. La imagino apretando botones, cosiendo los segundos con un fino hilo musical para la espera de los usuarios. Todos los días entra a trabajar a las ocho y sale a las cinco. “Hoy entraron 300 llamadas”. Sacude su bolsa de caramelos de colores. La escasez de Tripticol, un antidepresivo recetado para bulímicas y personas con trastornos de sueño, puso a toda España en vilo por una mañana. Imagino a Samantha, sentada con la espalda erguida, recibiéndolas y transfiriéndolas con sus dedos veloces. “Espere, le comunico con ventas”; “Un momento, le comunico con ventas”. “Le comunico con ventas, espere”. “Pero chiquita, ¿qué culpa tengo yo de que el bendito medicamento se haya agotado?”, luego anota otra tarea pendiente en su agenda, da vueltas en la silla; organiza; dispone, cierra y abre cajitas, polveras, lápices labiales.
Hace poco, Samantha me dijo que no sabía cuál era su sitio. Nunca pensé que una mujer huracán se detuviese a hacerse esas preguntas. Samantha parecía necesitar una definición convincente para la palabra hogar. Si su rutina estaba en Madrid, ¿porqué echaba de menos la isla? Y si la isla era su casa, ¿por qué cuando iba quería volver a Madrid? Y de pronto, como si la hubiese sacado de su bolsa de avellanas, Samatha dejó escapar una frase cuyo único lugar común era el pasaporte: “¡Qué lejos estamos de nosotros mismos!”. Se quedó mirando hacia la pizarra blanca sin anotaciones. Dio un sorbo a su Coca-Cola Light. Yo comí un chicle. Y en esa nada rumiante, no supe qué decir. Ni ella quería una respuesta ni yo podía dársela. Samantha sacó su estuche de maquillaje, aprisionó una almohadilla contra sus mejillas y anotó dos tareas en su agenda. Yo seguí masticando en silencio, como una vaca afónica que no sabe qué hacer con su cola. Abrí el ejemplar de Pedro Páramo que saqué de la biblioteca de la Complutense. Me tumbé en la silla, sin decir palabra.

martes, 30 de octubre de 2007

La fenomenología del peluche



Son las nueve en punto de una mañana perfecta. En el paseo de coches del parque El Retiro hace siete grados y una fila de árboles rojos se mece sin oponer resistencia. Los bancos sacan pecho y esperan lectores madrugadores. Los senderos se llenan de hojas secas, mientras una bandada de gente obsesionada con la salud trota, patina, practica Tai Chi y pasea pequineses. Todo es europeo, literario y entrañable, como un par de zapatos sin estrenar. Son las nueve en punto de una mañana perfecta. Soy feliz y me muero de frío.

Llevo conmigo un ejemplar de El País, que ahora se escribe con tilde. Desde la guerra del fútbol, el grupo Prisa deshace hasta los diptongos. Manuel Vicent escribe hoy mejor que nunca. Bob Dylan le hace un desaire al Príncipe de Asturias e intenta enviar a un ejecutivo de Sony a recoger el Premio en su lugar y Babelia estrena nuevo diseño. Convencida de que nadie vendrá a arrebatarme nada de lo que en ese momento me pertenece, comienzo a leer una entrevista a Jonathan Littel, un novelista neoyorquino que escribe en francés, tiene aspecto de heroinómano, ojeras verdosas, un arete de plata y un gesto premeditado de perturbación en su rostro.

Acaba de editarse en España la traducción de su novela Las Benévolas, que narra la historia del holocausto a través de Maximilian Aue, un cruento oficial de la SS. La prensa española le ha llamado el gran fenómeno literario, algo así como el Harry Potter de los hornos de gas. En Francia fue escogido como el libro del año y hasta recibió el Premio Goncourt, que Littel no fue a recibir. Luego de que fuese aclamado como el salvador del género de la novela, Littel se miró las uñas y dijo no saber si volvería a escribir otra. Por lo que se lee en la entrevista, el tipo está muy empeñado en parecer más inteligente de lo que es. Vive en Barcelona y responde a todo lo que se le pregunta con frases autosuficientes y cortantes.

“La cultura no nos protege de nada, los nazis son la prueba” dice el escritor nacido en 1967. No sé cuándo se habrá dado cuenta de que su frase es tan literal como engañosa. Debe de haber sido cuando trabajó en la ONG chechena y recibió la llamada iluminada de las frases resueltas. Pero no importa, su pesimismo se lleva mucho ahora y le queda bien. Lo que dice no es original pero sí una frase culta -la supuesta acumulación, u ostentación, de conocimiento confiere el atributo del fatalismo. Ahora que sé vivo como mejor siendo un saco de papas, parece significar toda esa perorata.
En ese tipo de lenguaje se apoltronan los nuevos intelectuales, quienes parecen vivir –precisamente- de desmentir su intelectualidad a toda costa. Jonathan Littel está tan comprometido con su falta de compromiso de la misma forma en que Rigoberta Menchú lo está con los pueblos indígenas. Cero mata cero. Y aún no sé porqué, pero sigo leyéndolo.

En la boca de estos tipos, el mundo sale prodigiosamente explicado con unas cuantas muletillas. Es como la expresión “reconstruir” en los ochenta, pero esta vez con novelas históricas y agua mineral. Algo así como si Michel Houellebecq y Amelie Nothomb hicieran una fiestica con pastas de té y vodka –“Yo soy más postmoderno que tú; no, yo soy más postmoderno que tú”-, pero con menos energía.

Sube el sol, pero por alguna razón la temperatura permanece en siete grados. Son las nueve en punto de una mañana perfecta y me muero de frío. Littel dice sentirse fascinado por el tema del verdugo. Por eso decidió ubicarlo en los años del Tercer Reich en lugar de la época actual. Para el neoyorquino, más asesino era Stalin que Hitler. En los años treinta, según Littel, el estalinismo ya había eliminado a millones de personas, mientras que los nazis iban “por unos miles” de víctimas.

“Así que hacia el año 1937, Hitler parecía hasta una opción válida para muchos, eso sin entrar en factores de clase social. Si pertenecías a una familia acomodada, lo más probable es que te aliaras a la derecha y si no, a la izquierda, siempre con excepciones. Supongo que en España, lo mismo. En ese momento, con esa situación, el nazismo era una opción que después perdió todo crédito por los resultados”. Leo en voz alta cada palabra de su respuesta. Los posesos de la salud vienen y van, los pequineses se multiplican, el viento arrecia. Un trío de amanecidos comienza a bailar como loco-mía, para burlarse de la coreografía con abanicos rojos que practican los del Tai-Chi.

Y de pronto me imagino al desapegado Littel fascinado con sus verdugos, y tratando de clasificarlos: Stalin mató mucho, poquito o nada; Hitler mató mucho, poquito o nada. Y en medio de semejante verdugómetro, la naturaleza del crimen de Estado parece haber quedado apretujada en el récord mortis que Littel colocó a Stalin y Hitler. El frío recrudece. Las hojas caen, amarillas, en el césped que no puedo pisar.

Hace una semana un amigo escritor pasó por Madrid para presentar un libro. Una de las cosas que más me gusta de volver a ver gente de Venezuela es el acento, como si el habla tuviera algo de casa. Hablamos de los detalles más domésticos y absurdos de lo que ocurre en el país: no hay leche, ni carne, ni azúcar, ni huevos. Sólo se habla de la reforma, la reforma, la reforma; el pueblo; la justicia popular; la justicia social; el pueblo, el pueblo, el pueblo. Pero también del Bolívar fuerte; de la patria potestad compartidacon el Estado.

La presentación de su libro ha sido breve, casi la mitad se ha ido en poner en perspectiva la literatura venezolana. Ahora, durante las cervezas, la mitad de la ronda se va en explicar de nuevo que Hugo Chávez fue electo en 1998 y que sus diez años de gobierno se explican en una larga cadena de hechos, matices, narraciones simultáneas y citas a pie de página. Que fue legítimo nadie lo niega, pero que siga siéndolo eso hay que contarlo como quien despeja una ecuación.

Esa misma semana, el Fiscal General de la República estuvo también en Madrid. Vino a desayunar con periodistas españoles y supongo que, entre churro y churro, hablaría de la reforma, del proceso revolucionario, del 11 de abril de 2002, del golpe fascista, del pueblo y los pueblos indígenas, del Santo Ismael y la corte malandra.
No sé si hablaría de su rueda de prensa del 11 de abril, a eso de la una y media de la tarde, cuando dijo que había sido nombrado el presidente de una comisión de diálogo en la Universidad Central. Ese día, a la misma hora, un grupo de pistoleros había comenzado a disparar contra el pueblo, que resultó no serlo tanto. Ese día murieron 19 personas, algunas de un solo disparo, otras de dos, o tres. Seis meses después murieron seis. Al año siguiente dos más un mes; luego otro, y más, y más. Y mientras los pistoleros de ese día terminaron como legisladores luego de ser liberados, otros tomaron su lugar en las cárceles. Fueron tantos, por motivos tan absurdos, que no podría citarlos todos. Vaya que la memoria histórica es mediata e ineficaz. ¿Hablaría de eso el Fiscal? No lo sé. No estuve allí. No me dejaron entrar.

Me he desconcentrado, así que retomo la lectura. “Una opción que perdió crédito por los resultados”, vaya frasecita la del Littel, es como el “pagan justos por pecadores” de las maestras, que nunca me quedó del todo claro. Quizás sea cierto que la cultura no salve a nadie. ¿Habría que esperar reacciones distintas, más o menos crueles, más o menos civilizadas, según alfabetos o analfabetos? Lamento no tener nadie en este momento a mi lado a quién preguntárselo, porque los bancos siguen sacando pecho, esperan lectores como yo respuestas. De pronto, pasan frente a mí un padre y su hijo. El niño emprende a patadas contra uno de los bancos. Su padre se da la vuelta, le mira y dice: “¿Por qué tienes esa manía de patear los bancos, si no de van a mover de la tierra?”.

“En un mundo sin Dios, era difícil implantar un sistema ético y moral. Las ideologías vinieron a hacerlo, a reemplazarlo, pero también fracasaron, así que ahora no tenemos nada. Y los iPod no van a construirlo. Ni la venta y la compra o la publicidad. Estos valores en los que estamos del consumismo, el ganar dinero, no son nada. Nuestra sociedad se desliza por la memoria que le queda de haber formado parte de los buenos. Vive de los restos”, Littel habla como un coleccionista de huesos, rellena la contradicción con artefactos históricos, se esconde es las faldas de Fukuyama y prácticamente se masturba frente al lector con su fenomenología del peluche. El síndrome frescolita que alimenta los foros sociales y las barras no comprometidas. Rigoberta Menchú et alli; Manu Chau y compañía. Llenar el aire con más aire.

El banco sigue sin moverse a pesar del niño y sus patadas y una mujer de piel cobriza y tufo a ONG me pregunta si por allí se llega a la reunión de los pueblos unidos contra el capitalismo. Levanto la mirada. Son las nueve en punto de la mañana y me muero de frío.

martes, 23 de octubre de 2007

Los aeropuertos, aunque ¿mal? paguen


“Las ciudades, como los sueños, están llenas de deseos y miedos”
Italo Calvino

A quién, si no a ti


En un semáforo en rojo de Insurgentes Norte entendí que un océano furioso había brotado bajo mis pies. Esa tarde, Ciudad de México me enjuagó los ojos con una lluvia picante y me prometió que me haría añicos. Aún después de los detectores de metales, el pasaporte y el rugido del despegue, me asomé a la ventanilla para mirar la borrachera de postes y autopistas del DF, ese pantano invertido de luces en el que alguien conducía de vuelta hasta la calle Niágara de la colonia Cuauhtémoc. En ese momento, quizás mientras dabas vuelta a la llave o al Ángel porfirista de Reforma, la ciudad y mi corazón tronaron entre tus sábanas como una turbina que amenaza la distancia. Desde ese entonces no he dejado de nadar, tampoco de sentir miedo.

La gimnasia de los aviones transcurrió lentamente, endureciéndome los brazos y ablandándome los ojos. Cada boleto fue en ese entonces, como hoy, un oleaje diferente. No más acercarme al borde de tu sofá, me encontraba de vuelta en otra tienda libre de impuestos. Aquella carrera de pasaportes y ventanillas. Y ahora que lo pienso, si me dio por escuchar a Sinatra fue para seguir siendo, contigo, la mujer con el corazón más valiente que jamás hubieses conocido. Sí, ahora que lo pienso, fue, quizás, para que no me despertaran con una bandeja de fiambres o una cobija para el frío. Ya yo tenía bastante con mis propios huesos de clase turista en el que alguien, siempre, tiene que volver.

Y todo se convirtió en un viaje, incluso sin salir de casa: contar días, hacerse la idea, arrebatarle domingos a la semana. Y aunque pudieron, los aeropuertos no terminaron de hacerse costumbre, irrumpían siempre con su sonido de máquina de refresco y ese tono raro de muchedumbre que tienen sus pasillos a la media noche. La más barbitúrica de las bitácoras se escribía por sí sola, en el número 53 de la Calle Niágara, a 750 pasos del Ángel de Reforma. Ahora todo parece lo suficientemente lejano como un tacón de Almodóvar.

Ciudad de México no me rompió los huesos, Madrid tampoco. Al menos de este lado del océano, mi corazón ortopédico no ha dejado de nadar, tampoco de sentir miedo. Ha de ser ese sonido de turbina que se cuela en el cable del teléfono al final de la tarde, quizás la nueva biblioteca que ahora me construyes para que no extrañe la mía o esa manía que tienen tus ojos de llevarle la contraria al frío en el portal de mi casa. Por eso no me canso de inaugurar mis sueños en los tuyos. Por eso nado tanto como temo, para ahuyentar los aeropuertos, para que lleguen a la orilla el resto de mis tacones.

domingo, 14 de octubre de 2007

El país de los bellos durmientes


Yo no sabía que había tanto odio en aquellos samanes
Yolanda Pantin, País

A mi hermano Juan Carlos, prométeme que alguna vez entenderemos


Tenía once años, un corbatín de flores y la profunda certeza de que el general Páez y los jinetes de las Queseras del medio cruzarían la puerta principal y me llevarían por delante. No tenía muy clara la línea de los presidentes ni de los edificios desde los que despacharon[i]. Aún así, para mí era lo mismo, todo me parecía venerable, incomprensible y cierto: los pasillos, la guardia de honor, los enormes espejos y sillas doradas, la marca de las balas en los vitrales, el empíreo y el supremo autor. Una puerta se abría tras otra. Edecanes, despachos de caoba, pasillos de mármol, papel sellado, soldaditos aburridos, peces que escupían agua desde la fuente central. El día que conocí el palacio de Miraflores tenía once años y un corbatín de flores que consideré adecuado para la ocasión. También tenía miedo, mucho miedo.

En aquellos días, el Tribunal Supremo de Justicia comenzaba un ante juicio de mérito contra el presidente socialdemócrata Carlos Andrés Pérez; las garantías apenas empezaban a ser restituidas luego de los dos intentos –en menos de un año- de golpe de Estado, mientras el resto del país se movía con sus patas de dinosaurio extinto. En las páginas de política de El Nacional, mi madre leía con cuidado una columna en cuya viñeta se leía: “Miraflores a la vista” y recuerdo que todo cuanto tuviese que ver con el país ocurría de los hombros para arriba, con la imagen de un político que declaraba en la tele entre comiquita y comiquita ante su propio jardín de micrófonos.

No recuerdo el orden del recorrido de aquella visita, sólo dos salones: el del Sol del Perú – por la tortícolis, de tanto mirar los frescos del techo- y el Salón Ayacucho, ese día completamente a oscuras, y al que mi hermano me había guiado con el sólo propósito de explicarme: “Mira, por aquí tuvo que escapar Pérez el día del Golpe”. Hubo algo en ese momento que nunca pude olvidar: la sensación que producen las funerarias, los cementerios y las capillas en las carreteras oscuras. Ese olor a fantasma que dejan otros al pasar. Sentí que, en ese momento, mi hermano me confería un poder especial. Me elevaba a mí y a mi corbatín a la categoría y la autoridad de los testigos, las velas y las coronas florales. Y así lo reconocí porque, hasta ese entonces, mi propia ciudadanía había sido siempre fúnebre: memoricé las fechas de un Bolívar siempre mártir, heroico, tuberculoso y traicionado, incluso alguna vez me pregunté si no estaría cansado de sus patillas y adversidades de libro primario; coleccioné muchas de nuestras estampas desgraciadas en mis apuntes de quinto y sexto grado y hasta el himno nacional me parecía quejumbroso, como si lo patrio fuese una prueba contra la calamidad que cantábamos todos los días a las ocho de la mañana en el patio del colegio.

Y aunque mis ojos sólo entendían que se trataba de un salón cubierto con una enorme moqueta beige, me impresionaba la sola idea de pensar cómo escapa un presidente de un salón de luces idas como aquel. Qué solos debimos habernos sentido todos esa noche. Solos, empijamados y a oscuras. Mis padres dormían, mis hermanos y yo también. Todos teníamos dulces sueños cuando sonó el teléfono esa madrugada en la que Pérez debió atravesar el Salón Ayacucho, así como nosotros, a oscuras, mientras una enorme tanqueta chocaba contra las puertas del Palacio, intentando derribarlas. En ese instante, mi hermano me regaló, desde ese día y hasta hoy, el estatus de testigo en medio de aquel palacio fantasma.

Desde los ocho años comenzaban a pasar cosas fuera de lo común, porque de alguna u otra forma, cuando ocurrían eventos de fuerza mayor, la gente en el país comenzaba a quedarse dormida, o al menos esa era mi idea del asunto. En primer grado, un día, de golpe, dejamos de ir al colegio. Mi madre comenzó a racionarnos el pan y las papas guisadas, mientras mi padre nos ordenaba que no nos asomáramos a las ventanas, no fuera que una bala fría nos diera en la cabeza. ¿Bala fría? La palabra me fascinó, me pareció graciosa, ilógica y equivocada, hasta que mi padre nos enseñó un proyectil con la punta vencida y doblada que había encontrado junto a un muro en el jardín.

Los cerros habían bajado, así lo explicaron las maestras al volver a clase, uno o dos meses después del 27 de febrero de 1989. Recuerdo que una de ellas, nos puso como ejercicio un dibujo libre para ilustrar qué hacían nuestras familias a partir de las seis de la tarde –la hora del toque de queda- para divertirnos. Para darnos un ejemplo, nos dio que ella, su marido y sus hijos tomaban Frescavena y jugaban dominó en el suelo, también por lo de las balas perdidas. Todo ese año fue nuevo: mi primera mudanza, mi primer año de colegio y mi primer estallido social, que fue finalmente el nombre que le dieron los medios –no las maestras- a los interminables días de saqueo.

El 27 de febrero de 1989, durante el Caracazo, inauguré mi visión de lo que con el paso de los años fui perfeccionando hasta entenderlo como el síndrome de los bellos durmientes. Comencé a relacionar una cosa con otra, hasta entender por qué en las noticias todos aparecían dormidos, desplomados en las aceras de las calles, con el cuerpo suelto y sangrante como una morcilla. Tuvo que pasar el tiempo para entender, poco a poco, el significado de nuestras pertenencias cívicas y darme cuenta que los desmayados no era tales, que nadie caía dormido. Tuvo que pasar el tiempo.

Y entonces, así, llegó por completo 1992, el año de los dos intentos de golpe. Fue en ese entonces, a los diez años, cuando sintonicé a mi primer y más impactante bello durmiente. Lo recuerdo perfectamente. Su cabeza hacia atrás, caída y colgante en el borde de una de las aceras de la base aérea La Carlota, justo en la autopista que atraviesa la ciudad en sentido oeste-este. Todavía hoy existe su foto de soldado raso, pobre, flaco, casi adolescente, con los ojos cerrados y la sangre oscura empozándole las cejas.

Nunca he sabido porqué, desde que la vi, sentí que me había enamorado de aquella mirada cerrada del soldado muerto que el reportero gráfico Fraso había capturado para siempre en aquel papel poroso y de mala calidad. Pero él no sería mi primer ni mi último bello durmiente. Un río mucho más grueso de nuevos adormecidos comenzaría a anegarse a los pies de mi cama, acumulándose en el largo pozo de mis desamores. Por eso vuelve, de vez en cuando, a mi mente, aquel domingo en el Palacio de Miraflores. Ese día, en aquella visita de corbatín y poema bajo el brazo, mi hermano abrió la puerta de un episodio fantasma. Aunque a veces dudo y no sé cuánto tiempo más seguiremos escapándonos en la oscuridad hacia el país de los bellos durmientes.
[i] El Palacio comenzó a ser construido en 1884 por órdenes de Joaquín Crespo.

domingo, 7 de octubre de 2007

Bésame, bésame mucho



En la estación Sol, en el último vagón del andén a Legazpi, un matrimonio rumano se apea como puede para hacerse espacio en la trajinada conexión de las ocho de la tarde. El hombre, moreno y curtido como un pan duro, sostiene un pesado acordeón de teclas de mármol; la mujer, de unos setenta, mueve sin ganas una pandereta que servirá para recoger después -si los hay- unos céntimos. La anciana canturrea con aspecto de virgen ortodoxa. El Bésame mucho más mendigo de la historia ha terminado de sonar. A ellos no les importa que nadie los mire, así como a los pasajeros tampoco parece importarles que se bajen o permanezcan. Si se callan, bien; si no, da lo mismo. Y como “El Hombre del piano”, de Bukowski, yo –sinceramente- preferiría que abandonasen el vagón.

Dos chicos de 17 o 18 años se echan en un asiento, examinan la pulcritud de su engominada cresta mohicana, emparejan los pellejos de sus manos con los dientes, se acicalan y miran en el espejo, cambian sus anillos dorados de sitio, chocan sus zapatos al ritmo de la melodía que se desprende de los audífonos. La pareja de “quinquis” -así les llaman a las Jenny o los Mike de Vallecas-, mejor dicho los macarras, está bastante ocupada en la pulcritud de los chandals. Y así, muy echados y coquetos, parecen decirle al resto del mundo: yo también tengo poder adquisitivo. A su lado, una pareja ecuatoriana discute si el modelo RZA o el Nokia; si Orange o Amena. El móvil es un asunto de hidalguía. El matrimonio rumano sigue en lo suyo: atormenta al vagón de un extremo al otro.

“Crecen los inmigrantes que cobran el paro”, reza un arrugado ejemplar de El Mundo. Según datos del Ministerio del Trabajo, 5,79% de los ciudadanos que perciben la prestación por desempleo provienen de otros países. La cifra, cercana a las 80.000 personas, es cuatro veces mayor que se registró en 2004. La mesa editorial del matutino condena la laxitud de la política de inmigración del actual gobierno. En la página siguiente, en la sección internacional, un alcalde italiano sonríe como si levantara una copa de ping pon de salón. Su ofrecimiento de un bono de productividad de 500 euros para aquel ciudadano que denuncie a un inmigrante ilegal ha sido recibida con beneplácito en su localidad.

El hombre con rostro de pan duro canta El día que me quieras, los ecuatorianos siguen enfrascados en la dialéctica amena-orange y yo me llevo las manos a los bolsillos. Todo en Santa Paz. “No vas a tener casa en la puta vida”, dice una pegatina que alguien, diligentemente, se ha encargado de colocar en la ruta de la salida para promocionar una protesta el próximo fin de semana. Gran Vía, el punto de encuentro de la protesta, está llena de ellas. La queja es, también, una estampa de esta edad media ciudadana. Y tras el sonido del silbato, las puertas del vagón se cierran. Los rumanos se alejan, pierden fuerza en el ronco túnel de la estación. Yo, en cambio, he perdido el tren a Argüelles.

viernes, 5 de octubre de 2007

El Aperitivo



No es un bar, es una cafetería. Quizás por eso no tiene televisión.Sus papeleras rebosan con colillas de ducados y restos de gambas. Es moderadamente cutre y con un aire tierno y estropeado, como una moqueta que dijese “hogar, grasiento hogar”. En esta barra se refugian desde abuelitas hasta mendigos; se mezclan jubilados y esquizofrénicos; comparten banqueta toscos obreros y oficinistas de perfume aburrido, todos en Santa Paz, como si en lugar del latín, el idioma universal fuese el Vermouth del aperitivo. Un hombre termina su pincho de tortilla. Habla como si tuviese un gargajo perenne en su garganta. Se voltea y dice, dirigiéndose a una mujer que bebe un descafeinado: “Lo que soy yo, no compro más el periódico”.

La mujer ríe y responde algo indescifrable. Habla como una gallina búlgara o una perdiz gallega. Es imposible entenderle. Idéntica a una paloma de plaza, se sienta con las manos entrelazadas sobre el estómago, como un obispo que se adormece en una mecedora. Habla rápido, con seseos y lleva su pena lingüística a cuestas: “Yo la dije”. Esta mujer pertenece a la especie acera reginae. Se les conoce por el tono exacerbado de su plática. Andan en grupo y si se les ve solas, es porque pasean a su perro. Caminan de dos en dos, sostienen la bolsa de la compra y su enlacada cabellera, que debe pesar otro tanto. Por lo general dirimen la vida de un tercero, oficio que las absorbe hasta hacerlas olvidar que su volumen obstruye el paso en la calzada. Sus gestos enternecen y repugnan por igual. Sus conductas, aunque no manifiestamente políticas, hablan de algo que no ha transcurrido, como si sus intromisiones y prejuicios en la suerte de la vecina o la enfermedad de Mary Loli fueran estropicios de una España rural y franquista en la que el tiempo chapotea, mejor dicho, se empoza.

Aunque un tanto más joven, la mujer de la barra encaja con esta tipología. Es una acera reginae que bebe su descafeinado de sobre mientras un hombre insiste en contarle porqué ya no se entretiene con los titulares de la prensa. “¿Para qué coño voy a comprar el periódico?”, vuelve a decir dirigiéndose ella; también a nosotros. Su voz rebota contra todo e incluso parece que reventará un vidrio. Comienzo a impacientarme, quiero saber en efecto porqué ese hombre ya no compra el periódico. Me acerco e intento distinguir sus palabras. Me distrae el espesor de sus zetas escupidas. Miro a mi alrededor. Todo cuanto me rodea se separa de su fondo: el pequeño perro pequinés amarrado en la puerta; la niña que pasea el bocata de un lado a otro de su boca abierta mientras su padre ordena un Cola-Cao ; el metódico mesonero de cejas gruesas y barba azulada; el mostrador y su decrépita caja registradora; las tortillas de patatas que juegan a las bellas durmientes y esos servilleteros llenos de pequeños papeles en los cuales se fija por igual la tinta y la grasa.

Mi mirada va y viene. Recorre la barra. Mis ojos se apoltronan, se entretienen. Aún no sé porqué bebo mi religioso café en este lugar. No lo hago sólo por el cortado en vaso, sino por formar parte de una costumbre que se acumula: el bar de la esquina, algo así como la síntesis de un cierto tipo de ciudadanía. Su naturaleza es variada: existe dentro y fuera de sus límites. No importa cuál, ni dónde, tendrán siempre sus bandejas opacas con fiambres y patatas, habrá mayonesa y quejas; habrá caña y hora de la siesta; habrá papelera y periódicos sobados, también Real Madrid y sus nunca bien ponderados afectos.

A diferencia de mi anterior domicilio -Rosales-, mi nuevo hogar es casi una aldea. Como todo territorio insular es encantador, exuberante e ideológicamente puro. En los mostradores de los bares abundan ejemplares del ABC y La Razón, se sintoniza Telemadrid y me atrevería a decir que hay quienes piden a diario la resurrección del Caudillo. Las personas comparten el tono esmaltado de sus objetos y creencias. Incluso en los jóvenes ese barniz persiste, se fija a sus ideas como el tabaco a la yema de sus dedos. En un momento donde ser de izquierda es políticamente correcto, su conservadurismo es admirable, incluso enternecedor, de no ser por un tufo barbárico que se desprende de sus prácticas.

El hombre que manifiesta a viva voz no comprar más el periódico, la acera reginae que revuelve su descafeinado, el perro pekinés amarrado en la entrada, la obsoleta máquina registradora, las bandejas de bonito y jamón de lomo; todo está recubierto de un amarillento esmalte político. Y en el bar de cualquier esquina, se sienta a tomar el aperitivo un país demasiado parecido a sí mismo como para ser europeo.

Remuevo estas ideas mientras empujo la capa de nata de mi cortado. La mujer del descafeinado se levanta de la silla. La niña del bocata finalmente se atraganta. El pekinés intenta quitarse su mini abrigo. La decrépita máquina registradora marca cinco euros con treinta. A mis espaldas, el hombre del gargajo perenne ya no tiene con quién hablar. Se pone de pie, compra tabaco en la máquina y remata, de cara a la peña: “Pero dime, dime… Si Zapatero es un cabrón y el Real Madrid es una mierda, ¿para qué coño voy a comprar el periódico?”.

martes, 2 de octubre de 2007

Recoletos


Cada vez que subo por el Paseo de Recoletos, vienen a mi mente historias de mujeres tristes. Aún no he logrado entender porqué aparecen en mi cabeza. He llegado a pensar que Cibeles las conduce hasta aquí. No creo que una diosa que atraviesa Alcalá en un carro tirado por leones tenga algo que ver con esto, aunque tampoco sé si es ella la primera y la más triste de las mujeres que cruzan hacia Colón. Nunca me he detenido a preguntárselo; a la diosa, quiero decir. Me conformo con que sus leones sigan allí, con la boca bien abierta.

El caso es ése: no más atravesar el paso cebra, siento que cruza, como una ola a mis espaldas, un pelotón de altas y espigadas caminantes a quienes alguien debe una explicación. Me parece que salen a la calle no porque necesiten obtenerla, todo lo contrario, lo hacen precisamente, para olvidar que la necesitan. Es difícil caminar entre mujeres tristes, nunca se sabe si uno encabeza la marcha o huye de ellas. A veces es mejor no preguntarse quién lleva la delantera. Mucho menos en Madrid, tan poco propensa a la mala facha sentimental. Pero no miento, así como hay fantasmas en el Palacio Linares, existen mujeres tristes, cual retazos de botones y amuletos. Existen. Las he visto, las veo caminar perdidas mientras el letrero de Metrópoli tartamudea perfecto sobre la noche de Alcalá.

Se les suene reconocer por ese sonido de pato perdido en la tela de sus faldas; por la curvatura infantil de sus ojos aniñados; el flequillo infaltable; esas uñas sucias, trasquiladas por dientes nerviosos. Todas visten igual y hasta podría pensarse que sus ojos están lejos de cualquier lugar. A ésas no hay que detenerlas. Se les ve cruzar las calles, atravesar un metro, dejar olvidado un periódico, acomodar sus opacos anillos, ajustar los audífonos envueltas en la sordera de su MP3, como portadoras de cabelleras grasosas y cejas dispares. Su silencio no tiene consecuencias. Si dejasen de hablar, no habría nada qué lamentar.

Otras, en cambio, regresan de otro tiempo; se atornillan en la esquina de Correos a la espera de taxis que nunca viajan libres -¿podría existir el milagro de conseguir uno, acaso?-. Se mantienen de pie como un recuerdo relavado, como una criatura viajera de ésas que abundan en el Manhattan de Elisa Lerner. Y a mi mente vienen por igual suicidas y sobrevivientes, jóvenes y viejas, pequeños pedazos de algo que flota en el ambiente, un no se qué ensartado por la Diosa y su carruaje. Si me tocara cruzar la calle junto a ellas, preferiría esperar al próximo turno, no sea que su paso me lleve; que al darme la vuelta descubra un parentesco o adivine un lunar que nos delate y acerque. Pero de las mujeres tristes no se huye, tampoco de los árboles pelados o de los vientos fríos. Ha de ser por eso que, a veces, siento que una ola empuja mis pasos y descose los botones de mi abrigo. Es ese viento de las mujeres tristes. Son los leones; acaso la diosa. Es esta manada de algo que atraviesa Recoletos.

sábado, 29 de septiembre de 2007

Fuego Vargas Llosa, fuego



He leído una entrevista de Vargas Llosa en El País. Aparece platinado y perfecto, retratado en una foto de perfil. Está riendo, aunque se tapa la boca como si interrumpiese un eructo. Dejo de mirarle, comienzo a leer. La periodista escribe de más, cuenta cosas que no me interesan. Habla del silencio reverencial de la sala de la Fundación Juan March; habla del famoso escritor; habla de las cuatrocientas personas convocadas que escuchan embelesadas al peruano. La periodista dice cosas que ya supongo. Que ya sé.

Vargas Llosa habla de la inspiración; del método Cortázar; de La Guerra del fín del mundo. Habla. Y lo hace frente a 400 personas. Escribe la periodista, otra vez. Mario Vargas Llosa describe cuánto y cómo se documenta. Enumera sus métodos. Desprestigia la inspiración. El escritor luce reposado. Ya no dice, como a sus veintitantos, que la literatura es fuego. Ya no habla de su brasa política. Ha olvidado a los escritores-presidentes. Se apoltrona en sus canas. Me mira de lejos con sus ojos viejos de papel de periódico. Ya no es el flacuchento autor de La Casa Verde que posa al lado de un arruinado y calvo Rómulo Gallegos. Ya Doña Bárbara no le cuida las espaldas.

Por alguna razón, a Vargas Llosa le da por recordar el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos. Lo menciona, de pasada. Algo se echa a andar, algo retrocede en mis ojos y los suyos. Busco en Google una foto vieja. La encuentro. El maestro Gallegos, civilizador y decrépito, se retrata a su lado. La leyenda dice: “Foto del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos. La Justa novelística dirimida por primera vez el 2 de agosto de 1967, fue creada en Venezuela el 1° de agosto de 1964 por decreto N° 83 del entonces Presidente de la República, Raúl Leoni, con la finalidad de perpetuar y honrar la obra del eminente novelista y estimular la actividad creadora de los escritores de habla castellana”. Vuelvo a la entrevista de El País, al eructo contenido en los labios del escritor. Hay una indigestión en su gesto.

En ese entonces, el premio metálico, además de medalla de oro y diploma, era de cien mil bolívares. Había trece jurados distribuidos entre todos los países de habla hispana, quienes remitían su veredicto a un jurado internacional constituido por Andrés Iduarte (México), Benjamín Carrión (Ecuador), Fermín Estrella Gutiérrez (Argentina), Juan Oropesa (Venezuela) y Arturo Torres Rioseco (Chile). El Jurado Nacional, en el cual figuraban Fernando Paz Castillo, Pbro. Pedro Pablo Barnola S.J. y Pedro Díaz Seijas, recomendó La Casa Verde del peruano Mario Vargas Llosa. Leoni había hecho la primea entrega del Prmeio, en 1964. Las próximas la presidiría Rafael Caldera, el social demócrata. Coincidió que la entrega del Premio la presidió ese año Simón Alberto Consalvi y fue realizada con la presencia del Maestro, de Don Rómulo Gallegos, quien posa, derrocado y moribundo. Menos civilizador y pedagogo que nunca. Pero la periodista de El País no escribe nada de esto. Ignora mis recuerdos.

Ella no lo escribe. Vargas Llosa no lo comenta. El escritor prefiere hablar de otras cosas. Nada queda en sus palabras del novelista de antaño, de ese menesteroso tirapiedras. Todos en su década quisieron ser eso. Todos. Tirapiedras a lo Seix Barral. Boom, ¿verdad? Boom.

En su discurso, durante la entrega del Premio, en 1967, leyó el entonces joven y aún dientón peruano: “El escritor en nuestras tierras ha debido desdoblarse, separar su vocación de su acción diaria, multiplicarse en mil oficios que lo privaban del tiempo necesario para escribir y que a menudo repugnaban a su conciencia, y a sus convicciones. Porque, además de no dar sitio en su seno a la literatura, nuestras sociedades han alentado una desconfianza constante por este ser marginal, un tanto anónimo que se empeñaba, contra toda razón, en ejercer un oficio que en la circunstancia latinoamericana resultaba casi irreal”. Y él, sus palabras y su corbata se afirman en una foto deslucida.

El joven novelista insistió esa noche: “Es preciso, por eso, recordar a nuestras sociedades lo que les espera. Advertirles que la literatura es fuego, que ella significa inconformismo y rebelión, que la razón del ser del escritor es la protesta, la contradicción y la crítica. Nadie que esté satisfecho es capaz de escribir, nadie que esté de acuerdo, reconciliado con la realidad, cometería el ambicioso desatino de inventar realidades verbales. La vocación literaria nace del desacuerdo de un hombre con el mundo, de la intuición de deficiencias, vacíos y escorias a su alrededor. La literatura es una forma de insurrección permanente y ella no admite las camisas de fuerza”. ¿Quién nos recordaría lo que nos esperaba? ¿Ellos?

Imagino a Gallegos escuchándole. Le imagino deletrear en su mente las palabras que lee el ganador. Insurrección, ese sustantivo entonces militar, debió sonarle agria a todos. Gallegos, el novelista derrocado en 1948 por una Junta Militar, debió babear de olvido escuchándole. Pero la periodista de El País no escribe nada de esto. Lo ignora. Vargas Llosa también. Ignora incluso el parentesco que esa foto pudo tener: dos pedagogos, uno maltrecho y otro por malherir. No en vano Vargas Llosa se hizo español luego de asomar las narices a un 1990 electoral en el que Fujimori le asestó una derrota. La literatura es fuego, decía. Ya no lo dice.

Y sus ojos de papel periódico me hieren. Leo y releo, pero por alguna razón, he dejado de comprender. Todo me suena hueco. Todo me lastima. Vargas Llosa dice que algo le obsesiona. Que le enloquece la palabra justa. Por eso reescribe y reescribe. Al menos eso dice. Y él, que decía ser un pasajero de lo permanente, dejó el mechero en casa. Ya no habla de fuego. La periodista intenta lucirse. Suelta su pregunta final: ¿Cuándo se acaba una historia? El escritor sigue, con su eructo, con su indigestión, con sus canas y su Casa Verde. "Cuando llego a la convicción de que, si no termino la historia, ella acaba conmigo".

Si la historia acabara con él, sería otra Guerra del fin del mundo. ¿Capitulamos? Vuelvo a Gallegos. Jurungo mi historia. Pienso, mientras leo, en las pantuflas de Gallegos la noche del golpe de Estado. Salgo a la calle Goya, recorro los periódicos en los quioscos como quien se busca en una lista de admitidos en la que no aparece. Me miro en las vitrinas. Mi corazón se vuelve inflamable. Algo me advierte que viene una llama. Algo me recorre los zapatos. Algo abrasa mis ojos y los suyos de papel periódico. Miro la calle. Me pregunto cuándo he de volver. Deletreo mi propio incendio. Recorro lo que puedo. Pero La Casa Verde se ha quemado. La historia también.

jueves, 27 de septiembre de 2007

Ven a casa





Como en Comala, todos estábamos muertos. Aún así, muertos y todo, hacíamos las mismas cosas de siempre. Bebíamos Coca Cola en vasos vacíos; entrábamos y salíamos de las casas sin paredes; veíamos la pantalla oscura de una televisión desconectada; comenzamos a usar caminos de tierra, porque los de asfalto ya no servían; escuchábamos lo mismo, porque ya no éramos capaces de distinguir un sonido de un silencio. Había quienes incluso seguían yendo a trabajar a oficinas que habían cerrado sus puertas. Nunca nos preguntamos de dónde venía la prensa que leíamos y dejamos de preguntarnos por la que dejó de circular.

Lo único que éramos capaces de notar era el calor. Cada vez hacía más, y más. Algunas veces –me cuentan ya- unos hombres tocan a la puerta de las casas para cambiar las bombillas blancas por unas azules. No sé qué tendrán esas bombillas; a lo mejor azules son quienes las instalan. Hubo quienes al escuchar su acento de las antillas, les dieron un portazo. Otros fueron amables, pero se negaron. Al menos eso es lo que me llega por los correos electrónicos que recibo, día tras día.

Dice Juan Villoro, en su libro El Testigo, que el sobreviviente queda para dar cuenta de los restos. Y quienes me hablan, dicen cosas terribles. Lo hacen para que no vuelva. Para que desista de la sola idea de regresar. Todos han dejado de esperar algo. Lo que queda por hacer cabe en dos maletas, eso cuentan. Desde que me fui, aumentó el tráfico y el calor. Hay una estrella de más en la bandera y un canal menos de televisión. Ese día, el día del cierre de la estación, recibí un link con un video. En él, todos los artistas, locutores, presentadores y actores cantaban el himno, luego la pantalla se disolvía en negro. Era como una propaganda de navidad echada a perder.

La última vez que estuve en la ciudad, había ranas y saltamontes de colores sobre el río Guaire. Luces, papel celofán, papel de aluminio. La cloaca se convirtió en atracción. El mayor vertedero de desechos de la ciudad se hizo punto de reunión. Padres, hijos, familias enteras aparcando automóviles a lado y lado de la autopista, brindando y sonriendo. Fotografiándose. Celebrando. Toda aquella mierda iluminada me dio temor. Y eso que aún no era de noche.

Hace poco pregunté por los conocidos. Tres se marchaban, dos estaban en proceso y cuatro se lo pensaban. Gustavo cambió de partido, desde ese entonces le iba mejor. Miguel había dejado el periódico, Juan Carlos la radio. Henry y Lázaro seguían presos. Jorge seguía muerto y su asesino se convirtió en parlamentario. Luego pregunté por los desconocidos. El Gobernador había dejado la política y aprendía a usar Photoshop. El alcalde había sido inhabilitado. El Gobierno seguía igual. Crecía y crecía. Los ministros seguían siendo los mismos pero diferentes. El presidente tenía ya nueve años de gobierno seguidos y escuché que pensaba en extender la duración del mandato. Las noticias iban y venían, anegándose en mi puerta como una pila de recibos viejos. Y yo sentía que seguía muriéndome, como si Comala existiese.

Si regresaba, ¿me quedaría? ¿me quedaría entre los vivos? Quizás nunca entendí que incluso antes de irme, cargaba encima las costumbres de un muerto que no sabe aún cómo vivir fuera de la isla doméstica de su césped. Entonces me di la vuelta en Alcalá y crucé directo a Gran Vía. Miré las flores que plantan por primavera. Estiré los dedos. Me di la vuelta. Volví a casa. Como todos los días, torpedee mis propios pasos. Sentada en mi sillón miro la televisión apagada. Aún sigo pensando en Caracas.

lunes, 24 de septiembre de 2007

Esa Zarzuela de Churros con chocolate




El otoño no ha llegado aún al Café El Comercial. Un termómetro marca 18 grados a las siete menos cuarto de una tarde con lluvia. Cinco hombres sentados en una mesa recuerdan. Al fondo, un golpe de fichas difumina sus voces y su enfisema. Hablan unos por encima de otros, y aunque todos están de acuerdo, algo parece desordenar su plática. Por eso gritan; o al menos eso parece.

Zapatero les encabrona; y mucho. Más que el presidente de Gobierno, su vocación por recordar la Guerra Civil los enfurece aún más. Les incomoda que todos se sientan autorizados a recordar, porque –aunque parezca- la memoria no es un privilegio al que todos puedan acceder. Los cinco hombres piden churros, también chocolate. Remueven sus tazones, mordisquean una porra. Ejercen su jubilación impunemente, con gusto. Defienden, si no la desmemoria, al menos sí el derecho al recuerdo que unos detentan por encima de otros. Y parecen preferir el olvido, como quien escoge una almohada para recostarse. “Cuando se nos escarba, sacamos lo nuestro”, dice uno.

El actual ejército les parece una vergüenza, una pandilla de niñas. Si hubiesen visto el ejército del Generalísimo. Eso sí era un poder militar, refunfuñan con su humor de pantuflas. Un mesonero trae otra taza espesa y humeante. El mayor de la mesa subraya su derecho de palabra, desdeña al resto por considerarles sólo los testigos. Generalísimo sí, pero tampoco tanto. Su condición de actor le autoriza a interrumpir la gallera decrépita: “Os voy a contar algo. El campo de tiro nuestro se llamaba Matabueyes, allí llegaban los tanques de Segovia. No había ninguna coordinación, el único que sabía qué hacer era el cura. No teníamos ni agua para afeitarnos”.

Para no quedarse atrás, alguien toma el testigo, exagera el tono de voz. “En el desfile de la victoria caminaron doscientos mil hombres. Comenzó a las nueve y terminó a las ocho de la tarde. Hubo gente –lo repite tres veces para abrirse paso y evitar ser interrumpido-. Te digo que hubo gente que marchaba codo con codo para poder entrar, completo hasta el Palacio Real”, pierdo sintonía, un sonido de copas deshilacha las frases. Alzo la vista. La glorieta de Bilbao ha oscurecido. Luces de coches encienden y apagan la tarde. Regreso sobre las páginas de una novela que me aburre, lo hago sólo por llenar el tiempo. Mi café no llega, me impaciento. Enciendo otro cigarro. Y de pronto vuelven las voces. “Ese soldado de infantería analfabeta ya no existe, porque Franco los educó”. Y algo en sus voces parece decir: Cuidado con lo que recuerdas.

Hay una paz que sólo incumbe a la gente muerta. Los sobrevivientes administran el privilegio que pierden los difuntos. Ahora alguien recuerda por ellos, ordena el tiempo según le parece y distribuye la historia como peones alrededor de una partida de ajedrez. La historia pasada es útil. Caduca como está, siempre será posible echar mano de sus facturas. Diestros y siniestros se acomodan para sorber su chocolate. Saborean el otoño como un tiempo pasado, algo que almacenan en sus vidas como si de una despensa histórica se tratara. El problema no es lo que se recuerda, sino la autoridad de quien lo hace. Los motivos están de más. Siempre que haya churros habrá democracia, aunque ya no lo noten. Aunque su taza civil se enfríe, ya no notarán la diferencia. Alguien vendrá a reponerla. En el Café El Comercial las fichas han dejado de sonar, las voces de los cinco hombres también. Y sin embargo, recuerdan.

domingo, 16 de septiembre de 2007

Unos pocos feligreses



Seis seminaristas juegan fútbol. Vistos en conjunto, parecen árboles. Sus sotanas reverberan, se comportan como enormes manchones oscuros en la placa del mediodía. La expresión de sus rostros es imprecisa y borra sus edades. Se detienen alrededor de ese balón congelado que está a punto de atravesar la portería del Seminario Conciliar de Madrid. Un joven ministro del señor convertido en portero trata de detenerlo. Se estira en el aire. Permanece suspendido, como un milagro extravagante.Su salto habla un idioma. Hay entrega en su actitud, una verdadera acrobacia. Aunque aparentemente menudo, este portero venido de una familia de labradores de Luzón, en Guadalajara, es el penúltimo hijo de una prole de diez hermanos. Sabía arar y esquilar ovejas, pero eso no era suficiente para comer, por eso su padre le insinuó irse de cura. Otros en su pueblo asumieron el mismo destino. Y de diez que fueron, sólo él se ordenó sacerdote. El Señor y los garbanzos despertaban la vocación hasta en las raíces de los árboles. En el extremo de la cancha, otro seminarista camina resignado hacia la izquierda. Justo a su lado, el cura goleador observa de pie la trayectoria de su disparo. Todos miran el cielo, no por beatos, sino porque algo parece haberles pillado desprevenidos.1959. Es el momento de un disparo. Click. Franco había inaugurado El Valle de los Caídos. La democracia cumplía un año en Venezuela; la revolución cubana celebraba sus barbas en remojo y el catalán Ramón Masats tomaba para sí la instantánea de seis sacerdotes que juegan al fútbol. Colocada en un periódico de 2007, la fotografía devuelve la imagen de la historia como un pelotazo: España tiene menos hambre y más fútbol; Venezuela más petróleo y menos democracia. Pero a la revolución cubana le siguen creciendo barbas y vecinos. El Real Madrid arranca quejidos entre sus hinchas. El estado español no debe pagar un precio político a ETA, dice la prensa. Justo a su lado, le sigue: el Barcelona se convierte en el único equipo que no empata en la liga. Y en el intercambio de titulares, cada bar es un parlamento, un convento al aire libre, un rumor de país extraño en el que sus feligreses escurren sus conflictos en las mallas de una cancha, ese otro milagro extravagante. Miro la foto de nuevo. El cura imposible pierde peso en el aire, mi fe también.