sábado, 30 de enero de 2010

Abandone la estación


"Predict the day the night's never ending"
Ladytron

Tenía la certeza de que no llegaría a tiempo, pero igual corrí. Lo hice por gusto. Por pura diversión. Corrí por necesidad, por impulso. Corrí porque es muy grande la tentación de atravesar a toda velocidad los pasillos blancos y desiertos de una estación. Corrí porque sonaba en mis cascos Predict the day, de Ladytron. Corrí porque eran las dos de la mañana y si no me daba prisa, perdería el último vagón a casa. Corrí por eso y por unas cuantas cosas más. Cuando llegué al andén, sólo quedaba un vigilante y una chica rezagada que daba la vuelta en dirección opuesta. Ella saldría por Príncipe de Vergara, yo por Avenida de América.

“Fin del servicio. Por favor abandone la estación”. El anuncio en el andén me pareció una pagoda tartamuda y descortés. Me di la vuelta, esta vez con pereza. No me apeteció correr. Sentí la boca pastosa y acalambrada, un puñetazo de frío y cerveza. Dos y cinco de la mañana. Cinco grados y viento suave. No está mal caminar entre barredoras y coches de policía. Mañana, cuando amanezca, conduciré al aeropuerto, pensé mientras pasaba frente al parque Eva Perón. El semáforo está en verde. Enciendo un cigarro. Doy caladas mientras cruzo y escucho, de nuevo, al Sr. Chinarro. Son las dos y cuarto. Voy camino a casa. No tengo frío y hace rato ya que he abandonado la estación.

miércoles, 27 de enero de 2010

Estimados Señor Chinarro y María Mancini



Sábado (4 días antes). Siete de la tarde. Ya no visito librerías que de antemano sé que estarán cerradas. Ahora camino largas distancias. No tengo rutas fijas. Las que tenía me las aprendí de memoria. Agoté el repertorio Retiro- Neptuno-Cibeles- Recoletos-Atocha-Tirso y sus alrededores. He tenido que innovar. Ahora sólo procuro no llegar lo suficientemente lejos como para tener que gastar una munición del bonobús para la vuelta. Hace frío y las cosas no están para gastar pólvora en zamuros. Este sábado no he llegado tan lejos, no lo suficiente. Me detuve en Recoletos, con la intención de golpearme con una pandilla de jubilados y parados para ver Los acuchilladores, de Cailebotte. No llegué siquiera a la puerta de la Fundación Mapfre. Había demasiados. No iba a pegarme con nadie. La realidad es que ellos me golpearían a mí. Paso de peleas con dentaduras postizas, llevo las de perder. Me devolví a casa y me tragué dos partidos seguidos de la liga. Un estupendo y siempre armónico Barcelona, aunque con un patoso Ibrahimovich, contra un digno Valladolid dispuesto a no hacer el ridículo, y luego un surrealista 3 a cero del Deport contra el Athletic. Me fui a dormir pensando (no tengo ni idea de porqué) en la lesión de Filipe Luis, un jugador del Deport que se destrozó el tobillo en el primer tanto. Me metí a la cama haciéndome a la idea de su pie papilla y preguntándome si harían ruido esos huesos al crujir. Me lo imaginé, de pronto, quejándose de su peroné pulverizado, fumándose un María Mancini junto a Hans Castorp. Me dejé de estupideces y me puse un par de calcetines. Terminé de leer Encerrados con un mismo juguete, de Marsé y apagué la luz. [Tina Climent me da dolor de cabeza, ganas de llevar las uñas pintadas de rojo y probar una piruleta]. Martes (4 días después). Ocho de la tarde. He intentado, sin resultado, volver a ver Los acuchilladores. Somos demasiados parados y jubilados en esta ciudad. Deberíamos retarnos a duelo o declararnos la guerra. Pero paso de peleas con dentaduras postizas y, sinceramente, pertenezco a una tribu demasiado espoliada como para luchar por un territorio tan descastado como un museo o una cafetería. Vuelvo a casa. Pongo en limpio las preguntas de una entrevista que debo hacer mañana. Vuelvo sobre algunas páginas marcadas de la novela que ha escrito el autor objeto de la entrevista. Hago una última radiografía del entrevistado. Sus gustos musicales me son familiares, excepto por un nombre. Hace más de 120 minutos que inicié la búsqueda y escuché la canción que sigue sonando en el Itunes del ordenador. Desde entonces no puedo parar de escucharla. Es mejor que los María Mancinis de Filipe Luis y Hans Castorp y Los acuchilladores secuestrados por los jubilados, al menos no tengo que golpearme con nadie para disfrutarlo. No sé si mejor que el fútbol, pero considerando que estamos en el descanso de la Champions, que tampoco hoy hay copa del Rey, ni liga y que Un viaje de invierno, de Juan Benet, me da miedo, esto comienza a convertirse en una nana. Me gusta Esplendor en la hierba, me refiero ahora a la canción de Chinarro, no al poema. Los jubilados no congestionarán el link. Esplendor en la hierba bajará sin problemas a mi ordenador. Esta vez no vendrán a fastidiarme la tarde. No habrá bastones. No volveré a casa con frío y las manos vacías. Ni siquiera saldré. No tendré que esconder las manos en el abrigo. No habrá portales. Ni semáforos. Click. Esta vez no.

viernes, 15 de enero de 2010

Ejercicio tres. Manicura (Apuntes...)

Quítamela, ¡quítamela de encima! Y aunque me sacuda los brazos, aunque estire mi cuello y me dé palmadas de asco y desesperación, va a seguir allí. Sí, aquí, allí, acá. Picándome los brazos, recorriéndome con su felpudo noséqué y sus patas de pelos y cutícula.

-¿Puedes ver algo?
-No
-¿Cómo sabes que está allí?
-Lo siento, en el cuerpo, en la piel.
-¿Acaso ves algo?
-Te digo que siento, a veces en los dedos, en las uñas. Que a veces muerde y todo.
-¿Pero yo te pregunto si logras ver algo?
-...

Un sonido de papel se arruga en el fondo de este sótano. Luego comienza el chasquido de mandíbulas, algo que suena como pinzas. Eso ¡pinzas! que trituran galletas, o cabezas de hormigas o vientres de escarabajos. Pero está oscuro y no logro distinguir nada. Traduzco en la piel lo que no aparece ante los ojos. Ocurre una cosquilla, un olisqueo de tenazas y cosa viva moviéndose cerca de mis manos.

Siento el cuello tenso como un roble, la espalda adolorida como si alguien hubiese aplanado tierra sobre mis vértebras. Algo sube por esta nada y amenaza con ocurrir. Soy alguien a solas en un lugar sin luz. Soy alguien que recibe lo mismo, a la misma hora, de la misma forma -aunque cada vez un poco más- todos los días.

Luzco ridículo, pequeño, solo, luchando contra esta angustia.

miércoles, 13 de enero de 2010

Ejercicio dos. Contar hormigas patrias. (Apuntes para una campaña)



No temía a las hormigas, hasta que vi una multitud. Su correcto orden; sus filas y trabajos forzados; el acuerdo estructural de su ir y venir. Ignoré la sustancia política de su parentesco hasta que me topé, de frente y sin jardines, con la circunstancia personal de saberme un bachaco. Incapaz si quiera de cuestionarme, me encontré a mí mismo cargando mi pedacito de no sé qué. Ni oprimido, ni cansado. Dispuesto, minúsculo, sustituible. Anónimo, profundamente anónimo. Transportar es lo único que queda por hacer. Todo lo muerdo, lo ablando. Me miro, así como estoy, y no me considero metafórico. Soy lo que ocurre. Vivo así. Soy la multitud.

martes, 12 de enero de 2010

Ejercicio uno. Respiración patria. (Apuntes para una campaña)


Nos habituamos a la basura. Vivimos con ella. Luego en ella. Ahora de ella. No se trataba ya de espantar las moscas, sino de convivir y tolerar sus paseos sobre las sobras. Perdimos la ira con la que solíamos matarlas. La mosca ya no sólo se posa en el plato. Lo recorre, mejor dicho: lo conquista. Nuestra suciedad, nuestro deterioro les da oficio; también autoridad. Recuerdo que en ese entonces no comía con las manos, como ahora. No llevaba conmigo ese olor a níquel, ese áspero sudor de colector urbano. No arrastraba los ojos sobre el volante. No sabía que la indiferencia tenía sus disciplinas. Recuerdo que hubo días limpios y espacios vacíos. Me recuerdo limpio y oloroso, me recuerdo de otra forma y, para ser más exacto: me recuerdo siendo otro. Más breve, menos pesado. En ese entonces sabíamos lo que hacíamos; creo. Nadie jamás sospechó que las cosas no saldrían como alguien las planeó. Nadie lo imaginó. Ni las moscas ni nosotros.

lunes, 11 de enero de 2010

Sábados, un mal día para las librerías y los armarios



Llevo dos fines de semana seguidos haciendo la misma ruta. Un recorrido recto y sin mayores escalas, desde la Casa del Libro de Felipe II hasta la librería Antonio Machado del Círculo de Bellas Artes. Lo hice dos sábados , y luego un domingo por la mañana, como quien quiere y no quiere. Lo hice tres veces. Lo hice sola y mecánicamente.

Lo único que cambié en ambas ocasiones, o en las tres si contamos el domingo, fue el equipaje. El primer fin de semana llevaba Imposturas, de John Banville, el sábado, y el domingo a Javier Marías. El segundo fin de semana, La Montaña mágica, de Thomas Mann. Lo único distinto entre ambas visitas, insisto, fue eso. El resto siguió siendo igual: el clima frío; el paso lento y sin prisa; las aceras desordenadas por la lluvia y esta situación de rehenes que tenemos los transeúntes en víspera de Reyes, rebajas o cualquier tipo de liquidación, sea por cierre, mudanza o derribo.

El primer fin de semana, como el segundo, caminé con la barbilla pegada al cuello. Me cubrí la cara con una pashmina descolorida. Me envolví como un terrorista y metí las manos en los bolsillos. Sólo me dejé los ojos al descubierto, como si fueran inmunes a morirse o matar de frío en una calle de esta o cualquier otra ciudad.

Dándome calor con mi propios resoplidos, caminé pensando en Axel Vander y Marta Téllez primero y en Hans Castorp después, todo eso mientras daba saltos por encima de las alcantarillas de Madrid y me daba a la tarea de romper el hielo de los charcos con el tacón de mis botas. Me detuve un momento frente a Librería Hiperión. La primera vez estuvo cerrada. La segunda también.

Ya en el Palacio Linares, esperé la luz verde en el paso de peatones. No sé si ambas veces, o las tres –porque también fui un domingo-, tardé unos veinte minutos en bajar desde Goya hasta Cibeles. Cuando llegué al Círculo de Bellas Artes serían, acaso la primera vez, las seis y veinte de la tarde. La segunda (o tercera vez, si nos atenemos al domingo impar), es decir, ayer, serían cerca de las seis y treinta.

La primera vez estaba cerrada. La segunda, que sería el domingo aquel, también. La tercera ocurrió lo mismo. Esta vez me molesté en mirar los horarios. Los sábados trabajan de diez a dos de la tarde. Libre de la pashmina, encendí un cigarrillo –igual que las dos veces anteriores-. Lo fumé mirando hacia la calle.

La primera visita, pensé que por tratarse del primer sábado del año era lógico que la librería no abriese al público. Así que no miré el horario. La segunda vez lo atribuí al hecho de que fuese domingo, un mal día para hacer cualquier cosa. La tercera visita, interpreté el asunto como un largo punto suspensivo para estos últimos sábados de invierno, donde todo parece empequeñecerse como la ropa en los armarios.

Quizás vuelva el próximo sábado, otra vez. Es probable que tampoco esté abierto, aunque a veces lo ha estado. Llevaré algo de David Foster Wallace, para leerlo mientras espero el vagón de vuelta. Entonces llegaré a casa. La ropa será más pequeña en los armarios y el fútbol estará a punto de comenzar.

viernes, 1 de enero de 2010

Improperios sentimentales


En el 26, que recorre desde Diego de León hasta Tirso de Molina, una mujer de cabello escardado y lentes oscuros se interpone entre la puerta de entrada y una fila de empapados viajeros que desean entrar. Ella no encuentra su billete, el resto no consigue pasar. Afuera diluvia y un enjambre de abuelas reparte paquetazos para saltarse no sólo a la escardada mujer que ha perdido su billete, sino al resto de los que esperamos para picar el nuestro.

Dentro reina el desorden, los paraguas aún sin cerrar y los ojos caídos de quienes los sostienen. Todo luce decembrino y neurótico: bolsas cargadas con cajas de turrones, regalos muy bien envueltos, tubos enteros de papel para envolver, lazos, cajas , nueces, dátiles, periódicos doblados por la mitad. Intento asirme a la barra, inútilmente. Me sostengo en la punta de mis pies, esperando que el apretado pasaje me sostenga con su asfixia.

Pero el intento falla y mis dedos terminan en el fondo de ese cabello escardado y tieso que acaba de cruzar el pasillo a empujones. Justo cuando el 26 frena en Menéndez Pelayo con la Plaza del niño Jesús, la mujer del comienzo del viaje se atraviesa en mi vértigo. Siento un asco momentáneo y fugaz, una especie de sarpullidlo de quien escarba en la piel de un animal muerto. La mujer apenas nota que mis dedos están entre sus cabellos. El asco se queda, silencioso, entre las sillas.

Los vidrios del autobús están empañados. Es mediodía y el año está a punto de acabar en medio de una tormenta de uvas, frutos secos y buches de cava. En una o dos noches, quizás. Por eso la prisa, los paquetes y el corazón helado de las cafeterías de las calle Menorca. Y justo cuando deseo encender fuego en esa cabellera en donde he metido los dedos por error, ocurre el milagro de las doce.

El chico, de unos ocho o nueve años, vestía gafas cuadradas e impermeable amarillo. Entró empujado por su madre, que apenas y pudo abrirse paso. La ensayada tolerancia urbana abrió un pasillo invisible en el apretado pasaje de las doce. Finalmente, y después de muchos esfuerzos para encajar la enorme silla de ruedas, la madre y el hijo encontraron sitio en el lugar reservado para los pasajeros con discapacidades.

Alrededor todos resoplaban indignados. Un rebufo colectivo y espeso colgándose desde las ventanas. La razón del enfado tenía que ver con el niño, la madre y un anciano sonriente que nunca se levantó de su silla para hacer más fácil la entrada de la silla de ruedas y al que todos desaprobaron con el acostumbrado resoplido de la multitud ofendida.

Lo cierto es que el anciano permaneció sentado más por necesidad que por falta de cortesía. En todo el trayecto, nunca se puso de pie. Sus piernas mudas y retacas se quedaron quietas como troncos. Tocó su gorra un par de veces, como si fuera a quitársela. Sus ojos, en cambio, se encendieron en un saludo tierno y lisiado.

El niño del impermeable y el anciano se miraron frente a frente en un autobús lleno de gente cansada. Yo estoy cansada, y les miro. Sus piernas durmientes, sus edades remotas, su irónica vecindad en el transporte público; todo anegándose como un milagro en el malhumor de las doce. Llevo un paraguas entre las manos. Al llegar a la esquina, ya lo habré abierto, la gente habrá olvidado porqué resopla y el viaje comenzará, de nuevo, otra vez.