martes, 30 de octubre de 2007

La fenomenología del peluche



Son las nueve en punto de una mañana perfecta. En el paseo de coches del parque El Retiro hace siete grados y una fila de árboles rojos se mece sin oponer resistencia. Los bancos sacan pecho y esperan lectores madrugadores. Los senderos se llenan de hojas secas, mientras una bandada de gente obsesionada con la salud trota, patina, practica Tai Chi y pasea pequineses. Todo es europeo, literario y entrañable, como un par de zapatos sin estrenar. Son las nueve en punto de una mañana perfecta. Soy feliz y me muero de frío.

Llevo conmigo un ejemplar de El País, que ahora se escribe con tilde. Desde la guerra del fútbol, el grupo Prisa deshace hasta los diptongos. Manuel Vicent escribe hoy mejor que nunca. Bob Dylan le hace un desaire al Príncipe de Asturias e intenta enviar a un ejecutivo de Sony a recoger el Premio en su lugar y Babelia estrena nuevo diseño. Convencida de que nadie vendrá a arrebatarme nada de lo que en ese momento me pertenece, comienzo a leer una entrevista a Jonathan Littel, un novelista neoyorquino que escribe en francés, tiene aspecto de heroinómano, ojeras verdosas, un arete de plata y un gesto premeditado de perturbación en su rostro.

Acaba de editarse en España la traducción de su novela Las Benévolas, que narra la historia del holocausto a través de Maximilian Aue, un cruento oficial de la SS. La prensa española le ha llamado el gran fenómeno literario, algo así como el Harry Potter de los hornos de gas. En Francia fue escogido como el libro del año y hasta recibió el Premio Goncourt, que Littel no fue a recibir. Luego de que fuese aclamado como el salvador del género de la novela, Littel se miró las uñas y dijo no saber si volvería a escribir otra. Por lo que se lee en la entrevista, el tipo está muy empeñado en parecer más inteligente de lo que es. Vive en Barcelona y responde a todo lo que se le pregunta con frases autosuficientes y cortantes.

“La cultura no nos protege de nada, los nazis son la prueba” dice el escritor nacido en 1967. No sé cuándo se habrá dado cuenta de que su frase es tan literal como engañosa. Debe de haber sido cuando trabajó en la ONG chechena y recibió la llamada iluminada de las frases resueltas. Pero no importa, su pesimismo se lleva mucho ahora y le queda bien. Lo que dice no es original pero sí una frase culta -la supuesta acumulación, u ostentación, de conocimiento confiere el atributo del fatalismo. Ahora que sé vivo como mejor siendo un saco de papas, parece significar toda esa perorata.
En ese tipo de lenguaje se apoltronan los nuevos intelectuales, quienes parecen vivir –precisamente- de desmentir su intelectualidad a toda costa. Jonathan Littel está tan comprometido con su falta de compromiso de la misma forma en que Rigoberta Menchú lo está con los pueblos indígenas. Cero mata cero. Y aún no sé porqué, pero sigo leyéndolo.

En la boca de estos tipos, el mundo sale prodigiosamente explicado con unas cuantas muletillas. Es como la expresión “reconstruir” en los ochenta, pero esta vez con novelas históricas y agua mineral. Algo así como si Michel Houellebecq y Amelie Nothomb hicieran una fiestica con pastas de té y vodka –“Yo soy más postmoderno que tú; no, yo soy más postmoderno que tú”-, pero con menos energía.

Sube el sol, pero por alguna razón la temperatura permanece en siete grados. Son las nueve en punto de una mañana perfecta y me muero de frío. Littel dice sentirse fascinado por el tema del verdugo. Por eso decidió ubicarlo en los años del Tercer Reich en lugar de la época actual. Para el neoyorquino, más asesino era Stalin que Hitler. En los años treinta, según Littel, el estalinismo ya había eliminado a millones de personas, mientras que los nazis iban “por unos miles” de víctimas.

“Así que hacia el año 1937, Hitler parecía hasta una opción válida para muchos, eso sin entrar en factores de clase social. Si pertenecías a una familia acomodada, lo más probable es que te aliaras a la derecha y si no, a la izquierda, siempre con excepciones. Supongo que en España, lo mismo. En ese momento, con esa situación, el nazismo era una opción que después perdió todo crédito por los resultados”. Leo en voz alta cada palabra de su respuesta. Los posesos de la salud vienen y van, los pequineses se multiplican, el viento arrecia. Un trío de amanecidos comienza a bailar como loco-mía, para burlarse de la coreografía con abanicos rojos que practican los del Tai-Chi.

Y de pronto me imagino al desapegado Littel fascinado con sus verdugos, y tratando de clasificarlos: Stalin mató mucho, poquito o nada; Hitler mató mucho, poquito o nada. Y en medio de semejante verdugómetro, la naturaleza del crimen de Estado parece haber quedado apretujada en el récord mortis que Littel colocó a Stalin y Hitler. El frío recrudece. Las hojas caen, amarillas, en el césped que no puedo pisar.

Hace una semana un amigo escritor pasó por Madrid para presentar un libro. Una de las cosas que más me gusta de volver a ver gente de Venezuela es el acento, como si el habla tuviera algo de casa. Hablamos de los detalles más domésticos y absurdos de lo que ocurre en el país: no hay leche, ni carne, ni azúcar, ni huevos. Sólo se habla de la reforma, la reforma, la reforma; el pueblo; la justicia popular; la justicia social; el pueblo, el pueblo, el pueblo. Pero también del Bolívar fuerte; de la patria potestad compartidacon el Estado.

La presentación de su libro ha sido breve, casi la mitad se ha ido en poner en perspectiva la literatura venezolana. Ahora, durante las cervezas, la mitad de la ronda se va en explicar de nuevo que Hugo Chávez fue electo en 1998 y que sus diez años de gobierno se explican en una larga cadena de hechos, matices, narraciones simultáneas y citas a pie de página. Que fue legítimo nadie lo niega, pero que siga siéndolo eso hay que contarlo como quien despeja una ecuación.

Esa misma semana, el Fiscal General de la República estuvo también en Madrid. Vino a desayunar con periodistas españoles y supongo que, entre churro y churro, hablaría de la reforma, del proceso revolucionario, del 11 de abril de 2002, del golpe fascista, del pueblo y los pueblos indígenas, del Santo Ismael y la corte malandra.
No sé si hablaría de su rueda de prensa del 11 de abril, a eso de la una y media de la tarde, cuando dijo que había sido nombrado el presidente de una comisión de diálogo en la Universidad Central. Ese día, a la misma hora, un grupo de pistoleros había comenzado a disparar contra el pueblo, que resultó no serlo tanto. Ese día murieron 19 personas, algunas de un solo disparo, otras de dos, o tres. Seis meses después murieron seis. Al año siguiente dos más un mes; luego otro, y más, y más. Y mientras los pistoleros de ese día terminaron como legisladores luego de ser liberados, otros tomaron su lugar en las cárceles. Fueron tantos, por motivos tan absurdos, que no podría citarlos todos. Vaya que la memoria histórica es mediata e ineficaz. ¿Hablaría de eso el Fiscal? No lo sé. No estuve allí. No me dejaron entrar.

Me he desconcentrado, así que retomo la lectura. “Una opción que perdió crédito por los resultados”, vaya frasecita la del Littel, es como el “pagan justos por pecadores” de las maestras, que nunca me quedó del todo claro. Quizás sea cierto que la cultura no salve a nadie. ¿Habría que esperar reacciones distintas, más o menos crueles, más o menos civilizadas, según alfabetos o analfabetos? Lamento no tener nadie en este momento a mi lado a quién preguntárselo, porque los bancos siguen sacando pecho, esperan lectores como yo respuestas. De pronto, pasan frente a mí un padre y su hijo. El niño emprende a patadas contra uno de los bancos. Su padre se da la vuelta, le mira y dice: “¿Por qué tienes esa manía de patear los bancos, si no de van a mover de la tierra?”.

“En un mundo sin Dios, era difícil implantar un sistema ético y moral. Las ideologías vinieron a hacerlo, a reemplazarlo, pero también fracasaron, así que ahora no tenemos nada. Y los iPod no van a construirlo. Ni la venta y la compra o la publicidad. Estos valores en los que estamos del consumismo, el ganar dinero, no son nada. Nuestra sociedad se desliza por la memoria que le queda de haber formado parte de los buenos. Vive de los restos”, Littel habla como un coleccionista de huesos, rellena la contradicción con artefactos históricos, se esconde es las faldas de Fukuyama y prácticamente se masturba frente al lector con su fenomenología del peluche. El síndrome frescolita que alimenta los foros sociales y las barras no comprometidas. Rigoberta Menchú et alli; Manu Chau y compañía. Llenar el aire con más aire.

El banco sigue sin moverse a pesar del niño y sus patadas y una mujer de piel cobriza y tufo a ONG me pregunta si por allí se llega a la reunión de los pueblos unidos contra el capitalismo. Levanto la mirada. Son las nueve en punto de la mañana y me muero de frío.

martes, 23 de octubre de 2007

Los aeropuertos, aunque ¿mal? paguen


“Las ciudades, como los sueños, están llenas de deseos y miedos”
Italo Calvino

A quién, si no a ti


En un semáforo en rojo de Insurgentes Norte entendí que un océano furioso había brotado bajo mis pies. Esa tarde, Ciudad de México me enjuagó los ojos con una lluvia picante y me prometió que me haría añicos. Aún después de los detectores de metales, el pasaporte y el rugido del despegue, me asomé a la ventanilla para mirar la borrachera de postes y autopistas del DF, ese pantano invertido de luces en el que alguien conducía de vuelta hasta la calle Niágara de la colonia Cuauhtémoc. En ese momento, quizás mientras dabas vuelta a la llave o al Ángel porfirista de Reforma, la ciudad y mi corazón tronaron entre tus sábanas como una turbina que amenaza la distancia. Desde ese entonces no he dejado de nadar, tampoco de sentir miedo.

La gimnasia de los aviones transcurrió lentamente, endureciéndome los brazos y ablandándome los ojos. Cada boleto fue en ese entonces, como hoy, un oleaje diferente. No más acercarme al borde de tu sofá, me encontraba de vuelta en otra tienda libre de impuestos. Aquella carrera de pasaportes y ventanillas. Y ahora que lo pienso, si me dio por escuchar a Sinatra fue para seguir siendo, contigo, la mujer con el corazón más valiente que jamás hubieses conocido. Sí, ahora que lo pienso, fue, quizás, para que no me despertaran con una bandeja de fiambres o una cobija para el frío. Ya yo tenía bastante con mis propios huesos de clase turista en el que alguien, siempre, tiene que volver.

Y todo se convirtió en un viaje, incluso sin salir de casa: contar días, hacerse la idea, arrebatarle domingos a la semana. Y aunque pudieron, los aeropuertos no terminaron de hacerse costumbre, irrumpían siempre con su sonido de máquina de refresco y ese tono raro de muchedumbre que tienen sus pasillos a la media noche. La más barbitúrica de las bitácoras se escribía por sí sola, en el número 53 de la Calle Niágara, a 750 pasos del Ángel de Reforma. Ahora todo parece lo suficientemente lejano como un tacón de Almodóvar.

Ciudad de México no me rompió los huesos, Madrid tampoco. Al menos de este lado del océano, mi corazón ortopédico no ha dejado de nadar, tampoco de sentir miedo. Ha de ser ese sonido de turbina que se cuela en el cable del teléfono al final de la tarde, quizás la nueva biblioteca que ahora me construyes para que no extrañe la mía o esa manía que tienen tus ojos de llevarle la contraria al frío en el portal de mi casa. Por eso no me canso de inaugurar mis sueños en los tuyos. Por eso nado tanto como temo, para ahuyentar los aeropuertos, para que lleguen a la orilla el resto de mis tacones.

domingo, 14 de octubre de 2007

El país de los bellos durmientes


Yo no sabía que había tanto odio en aquellos samanes
Yolanda Pantin, País

A mi hermano Juan Carlos, prométeme que alguna vez entenderemos


Tenía once años, un corbatín de flores y la profunda certeza de que el general Páez y los jinetes de las Queseras del medio cruzarían la puerta principal y me llevarían por delante. No tenía muy clara la línea de los presidentes ni de los edificios desde los que despacharon[i]. Aún así, para mí era lo mismo, todo me parecía venerable, incomprensible y cierto: los pasillos, la guardia de honor, los enormes espejos y sillas doradas, la marca de las balas en los vitrales, el empíreo y el supremo autor. Una puerta se abría tras otra. Edecanes, despachos de caoba, pasillos de mármol, papel sellado, soldaditos aburridos, peces que escupían agua desde la fuente central. El día que conocí el palacio de Miraflores tenía once años y un corbatín de flores que consideré adecuado para la ocasión. También tenía miedo, mucho miedo.

En aquellos días, el Tribunal Supremo de Justicia comenzaba un ante juicio de mérito contra el presidente socialdemócrata Carlos Andrés Pérez; las garantías apenas empezaban a ser restituidas luego de los dos intentos –en menos de un año- de golpe de Estado, mientras el resto del país se movía con sus patas de dinosaurio extinto. En las páginas de política de El Nacional, mi madre leía con cuidado una columna en cuya viñeta se leía: “Miraflores a la vista” y recuerdo que todo cuanto tuviese que ver con el país ocurría de los hombros para arriba, con la imagen de un político que declaraba en la tele entre comiquita y comiquita ante su propio jardín de micrófonos.

No recuerdo el orden del recorrido de aquella visita, sólo dos salones: el del Sol del Perú – por la tortícolis, de tanto mirar los frescos del techo- y el Salón Ayacucho, ese día completamente a oscuras, y al que mi hermano me había guiado con el sólo propósito de explicarme: “Mira, por aquí tuvo que escapar Pérez el día del Golpe”. Hubo algo en ese momento que nunca pude olvidar: la sensación que producen las funerarias, los cementerios y las capillas en las carreteras oscuras. Ese olor a fantasma que dejan otros al pasar. Sentí que, en ese momento, mi hermano me confería un poder especial. Me elevaba a mí y a mi corbatín a la categoría y la autoridad de los testigos, las velas y las coronas florales. Y así lo reconocí porque, hasta ese entonces, mi propia ciudadanía había sido siempre fúnebre: memoricé las fechas de un Bolívar siempre mártir, heroico, tuberculoso y traicionado, incluso alguna vez me pregunté si no estaría cansado de sus patillas y adversidades de libro primario; coleccioné muchas de nuestras estampas desgraciadas en mis apuntes de quinto y sexto grado y hasta el himno nacional me parecía quejumbroso, como si lo patrio fuese una prueba contra la calamidad que cantábamos todos los días a las ocho de la mañana en el patio del colegio.

Y aunque mis ojos sólo entendían que se trataba de un salón cubierto con una enorme moqueta beige, me impresionaba la sola idea de pensar cómo escapa un presidente de un salón de luces idas como aquel. Qué solos debimos habernos sentido todos esa noche. Solos, empijamados y a oscuras. Mis padres dormían, mis hermanos y yo también. Todos teníamos dulces sueños cuando sonó el teléfono esa madrugada en la que Pérez debió atravesar el Salón Ayacucho, así como nosotros, a oscuras, mientras una enorme tanqueta chocaba contra las puertas del Palacio, intentando derribarlas. En ese instante, mi hermano me regaló, desde ese día y hasta hoy, el estatus de testigo en medio de aquel palacio fantasma.

Desde los ocho años comenzaban a pasar cosas fuera de lo común, porque de alguna u otra forma, cuando ocurrían eventos de fuerza mayor, la gente en el país comenzaba a quedarse dormida, o al menos esa era mi idea del asunto. En primer grado, un día, de golpe, dejamos de ir al colegio. Mi madre comenzó a racionarnos el pan y las papas guisadas, mientras mi padre nos ordenaba que no nos asomáramos a las ventanas, no fuera que una bala fría nos diera en la cabeza. ¿Bala fría? La palabra me fascinó, me pareció graciosa, ilógica y equivocada, hasta que mi padre nos enseñó un proyectil con la punta vencida y doblada que había encontrado junto a un muro en el jardín.

Los cerros habían bajado, así lo explicaron las maestras al volver a clase, uno o dos meses después del 27 de febrero de 1989. Recuerdo que una de ellas, nos puso como ejercicio un dibujo libre para ilustrar qué hacían nuestras familias a partir de las seis de la tarde –la hora del toque de queda- para divertirnos. Para darnos un ejemplo, nos dio que ella, su marido y sus hijos tomaban Frescavena y jugaban dominó en el suelo, también por lo de las balas perdidas. Todo ese año fue nuevo: mi primera mudanza, mi primer año de colegio y mi primer estallido social, que fue finalmente el nombre que le dieron los medios –no las maestras- a los interminables días de saqueo.

El 27 de febrero de 1989, durante el Caracazo, inauguré mi visión de lo que con el paso de los años fui perfeccionando hasta entenderlo como el síndrome de los bellos durmientes. Comencé a relacionar una cosa con otra, hasta entender por qué en las noticias todos aparecían dormidos, desplomados en las aceras de las calles, con el cuerpo suelto y sangrante como una morcilla. Tuvo que pasar el tiempo para entender, poco a poco, el significado de nuestras pertenencias cívicas y darme cuenta que los desmayados no era tales, que nadie caía dormido. Tuvo que pasar el tiempo.

Y entonces, así, llegó por completo 1992, el año de los dos intentos de golpe. Fue en ese entonces, a los diez años, cuando sintonicé a mi primer y más impactante bello durmiente. Lo recuerdo perfectamente. Su cabeza hacia atrás, caída y colgante en el borde de una de las aceras de la base aérea La Carlota, justo en la autopista que atraviesa la ciudad en sentido oeste-este. Todavía hoy existe su foto de soldado raso, pobre, flaco, casi adolescente, con los ojos cerrados y la sangre oscura empozándole las cejas.

Nunca he sabido porqué, desde que la vi, sentí que me había enamorado de aquella mirada cerrada del soldado muerto que el reportero gráfico Fraso había capturado para siempre en aquel papel poroso y de mala calidad. Pero él no sería mi primer ni mi último bello durmiente. Un río mucho más grueso de nuevos adormecidos comenzaría a anegarse a los pies de mi cama, acumulándose en el largo pozo de mis desamores. Por eso vuelve, de vez en cuando, a mi mente, aquel domingo en el Palacio de Miraflores. Ese día, en aquella visita de corbatín y poema bajo el brazo, mi hermano abrió la puerta de un episodio fantasma. Aunque a veces dudo y no sé cuánto tiempo más seguiremos escapándonos en la oscuridad hacia el país de los bellos durmientes.
[i] El Palacio comenzó a ser construido en 1884 por órdenes de Joaquín Crespo.

domingo, 7 de octubre de 2007

Bésame, bésame mucho



En la estación Sol, en el último vagón del andén a Legazpi, un matrimonio rumano se apea como puede para hacerse espacio en la trajinada conexión de las ocho de la tarde. El hombre, moreno y curtido como un pan duro, sostiene un pesado acordeón de teclas de mármol; la mujer, de unos setenta, mueve sin ganas una pandereta que servirá para recoger después -si los hay- unos céntimos. La anciana canturrea con aspecto de virgen ortodoxa. El Bésame mucho más mendigo de la historia ha terminado de sonar. A ellos no les importa que nadie los mire, así como a los pasajeros tampoco parece importarles que se bajen o permanezcan. Si se callan, bien; si no, da lo mismo. Y como “El Hombre del piano”, de Bukowski, yo –sinceramente- preferiría que abandonasen el vagón.

Dos chicos de 17 o 18 años se echan en un asiento, examinan la pulcritud de su engominada cresta mohicana, emparejan los pellejos de sus manos con los dientes, se acicalan y miran en el espejo, cambian sus anillos dorados de sitio, chocan sus zapatos al ritmo de la melodía que se desprende de los audífonos. La pareja de “quinquis” -así les llaman a las Jenny o los Mike de Vallecas-, mejor dicho los macarras, está bastante ocupada en la pulcritud de los chandals. Y así, muy echados y coquetos, parecen decirle al resto del mundo: yo también tengo poder adquisitivo. A su lado, una pareja ecuatoriana discute si el modelo RZA o el Nokia; si Orange o Amena. El móvil es un asunto de hidalguía. El matrimonio rumano sigue en lo suyo: atormenta al vagón de un extremo al otro.

“Crecen los inmigrantes que cobran el paro”, reza un arrugado ejemplar de El Mundo. Según datos del Ministerio del Trabajo, 5,79% de los ciudadanos que perciben la prestación por desempleo provienen de otros países. La cifra, cercana a las 80.000 personas, es cuatro veces mayor que se registró en 2004. La mesa editorial del matutino condena la laxitud de la política de inmigración del actual gobierno. En la página siguiente, en la sección internacional, un alcalde italiano sonríe como si levantara una copa de ping pon de salón. Su ofrecimiento de un bono de productividad de 500 euros para aquel ciudadano que denuncie a un inmigrante ilegal ha sido recibida con beneplácito en su localidad.

El hombre con rostro de pan duro canta El día que me quieras, los ecuatorianos siguen enfrascados en la dialéctica amena-orange y yo me llevo las manos a los bolsillos. Todo en Santa Paz. “No vas a tener casa en la puta vida”, dice una pegatina que alguien, diligentemente, se ha encargado de colocar en la ruta de la salida para promocionar una protesta el próximo fin de semana. Gran Vía, el punto de encuentro de la protesta, está llena de ellas. La queja es, también, una estampa de esta edad media ciudadana. Y tras el sonido del silbato, las puertas del vagón se cierran. Los rumanos se alejan, pierden fuerza en el ronco túnel de la estación. Yo, en cambio, he perdido el tren a Argüelles.

viernes, 5 de octubre de 2007

El Aperitivo



No es un bar, es una cafetería. Quizás por eso no tiene televisión.Sus papeleras rebosan con colillas de ducados y restos de gambas. Es moderadamente cutre y con un aire tierno y estropeado, como una moqueta que dijese “hogar, grasiento hogar”. En esta barra se refugian desde abuelitas hasta mendigos; se mezclan jubilados y esquizofrénicos; comparten banqueta toscos obreros y oficinistas de perfume aburrido, todos en Santa Paz, como si en lugar del latín, el idioma universal fuese el Vermouth del aperitivo. Un hombre termina su pincho de tortilla. Habla como si tuviese un gargajo perenne en su garganta. Se voltea y dice, dirigiéndose a una mujer que bebe un descafeinado: “Lo que soy yo, no compro más el periódico”.

La mujer ríe y responde algo indescifrable. Habla como una gallina búlgara o una perdiz gallega. Es imposible entenderle. Idéntica a una paloma de plaza, se sienta con las manos entrelazadas sobre el estómago, como un obispo que se adormece en una mecedora. Habla rápido, con seseos y lleva su pena lingüística a cuestas: “Yo la dije”. Esta mujer pertenece a la especie acera reginae. Se les conoce por el tono exacerbado de su plática. Andan en grupo y si se les ve solas, es porque pasean a su perro. Caminan de dos en dos, sostienen la bolsa de la compra y su enlacada cabellera, que debe pesar otro tanto. Por lo general dirimen la vida de un tercero, oficio que las absorbe hasta hacerlas olvidar que su volumen obstruye el paso en la calzada. Sus gestos enternecen y repugnan por igual. Sus conductas, aunque no manifiestamente políticas, hablan de algo que no ha transcurrido, como si sus intromisiones y prejuicios en la suerte de la vecina o la enfermedad de Mary Loli fueran estropicios de una España rural y franquista en la que el tiempo chapotea, mejor dicho, se empoza.

Aunque un tanto más joven, la mujer de la barra encaja con esta tipología. Es una acera reginae que bebe su descafeinado de sobre mientras un hombre insiste en contarle porqué ya no se entretiene con los titulares de la prensa. “¿Para qué coño voy a comprar el periódico?”, vuelve a decir dirigiéndose ella; también a nosotros. Su voz rebota contra todo e incluso parece que reventará un vidrio. Comienzo a impacientarme, quiero saber en efecto porqué ese hombre ya no compra el periódico. Me acerco e intento distinguir sus palabras. Me distrae el espesor de sus zetas escupidas. Miro a mi alrededor. Todo cuanto me rodea se separa de su fondo: el pequeño perro pequinés amarrado en la puerta; la niña que pasea el bocata de un lado a otro de su boca abierta mientras su padre ordena un Cola-Cao ; el metódico mesonero de cejas gruesas y barba azulada; el mostrador y su decrépita caja registradora; las tortillas de patatas que juegan a las bellas durmientes y esos servilleteros llenos de pequeños papeles en los cuales se fija por igual la tinta y la grasa.

Mi mirada va y viene. Recorre la barra. Mis ojos se apoltronan, se entretienen. Aún no sé porqué bebo mi religioso café en este lugar. No lo hago sólo por el cortado en vaso, sino por formar parte de una costumbre que se acumula: el bar de la esquina, algo así como la síntesis de un cierto tipo de ciudadanía. Su naturaleza es variada: existe dentro y fuera de sus límites. No importa cuál, ni dónde, tendrán siempre sus bandejas opacas con fiambres y patatas, habrá mayonesa y quejas; habrá caña y hora de la siesta; habrá papelera y periódicos sobados, también Real Madrid y sus nunca bien ponderados afectos.

A diferencia de mi anterior domicilio -Rosales-, mi nuevo hogar es casi una aldea. Como todo territorio insular es encantador, exuberante e ideológicamente puro. En los mostradores de los bares abundan ejemplares del ABC y La Razón, se sintoniza Telemadrid y me atrevería a decir que hay quienes piden a diario la resurrección del Caudillo. Las personas comparten el tono esmaltado de sus objetos y creencias. Incluso en los jóvenes ese barniz persiste, se fija a sus ideas como el tabaco a la yema de sus dedos. En un momento donde ser de izquierda es políticamente correcto, su conservadurismo es admirable, incluso enternecedor, de no ser por un tufo barbárico que se desprende de sus prácticas.

El hombre que manifiesta a viva voz no comprar más el periódico, la acera reginae que revuelve su descafeinado, el perro pekinés amarrado en la entrada, la obsoleta máquina registradora, las bandejas de bonito y jamón de lomo; todo está recubierto de un amarillento esmalte político. Y en el bar de cualquier esquina, se sienta a tomar el aperitivo un país demasiado parecido a sí mismo como para ser europeo.

Remuevo estas ideas mientras empujo la capa de nata de mi cortado. La mujer del descafeinado se levanta de la silla. La niña del bocata finalmente se atraganta. El pekinés intenta quitarse su mini abrigo. La decrépita máquina registradora marca cinco euros con treinta. A mis espaldas, el hombre del gargajo perenne ya no tiene con quién hablar. Se pone de pie, compra tabaco en la máquina y remata, de cara a la peña: “Pero dime, dime… Si Zapatero es un cabrón y el Real Madrid es una mierda, ¿para qué coño voy a comprar el periódico?”.

martes, 2 de octubre de 2007

Recoletos


Cada vez que subo por el Paseo de Recoletos, vienen a mi mente historias de mujeres tristes. Aún no he logrado entender porqué aparecen en mi cabeza. He llegado a pensar que Cibeles las conduce hasta aquí. No creo que una diosa que atraviesa Alcalá en un carro tirado por leones tenga algo que ver con esto, aunque tampoco sé si es ella la primera y la más triste de las mujeres que cruzan hacia Colón. Nunca me he detenido a preguntárselo; a la diosa, quiero decir. Me conformo con que sus leones sigan allí, con la boca bien abierta.

El caso es ése: no más atravesar el paso cebra, siento que cruza, como una ola a mis espaldas, un pelotón de altas y espigadas caminantes a quienes alguien debe una explicación. Me parece que salen a la calle no porque necesiten obtenerla, todo lo contrario, lo hacen precisamente, para olvidar que la necesitan. Es difícil caminar entre mujeres tristes, nunca se sabe si uno encabeza la marcha o huye de ellas. A veces es mejor no preguntarse quién lleva la delantera. Mucho menos en Madrid, tan poco propensa a la mala facha sentimental. Pero no miento, así como hay fantasmas en el Palacio Linares, existen mujeres tristes, cual retazos de botones y amuletos. Existen. Las he visto, las veo caminar perdidas mientras el letrero de Metrópoli tartamudea perfecto sobre la noche de Alcalá.

Se les suene reconocer por ese sonido de pato perdido en la tela de sus faldas; por la curvatura infantil de sus ojos aniñados; el flequillo infaltable; esas uñas sucias, trasquiladas por dientes nerviosos. Todas visten igual y hasta podría pensarse que sus ojos están lejos de cualquier lugar. A ésas no hay que detenerlas. Se les ve cruzar las calles, atravesar un metro, dejar olvidado un periódico, acomodar sus opacos anillos, ajustar los audífonos envueltas en la sordera de su MP3, como portadoras de cabelleras grasosas y cejas dispares. Su silencio no tiene consecuencias. Si dejasen de hablar, no habría nada qué lamentar.

Otras, en cambio, regresan de otro tiempo; se atornillan en la esquina de Correos a la espera de taxis que nunca viajan libres -¿podría existir el milagro de conseguir uno, acaso?-. Se mantienen de pie como un recuerdo relavado, como una criatura viajera de ésas que abundan en el Manhattan de Elisa Lerner. Y a mi mente vienen por igual suicidas y sobrevivientes, jóvenes y viejas, pequeños pedazos de algo que flota en el ambiente, un no se qué ensartado por la Diosa y su carruaje. Si me tocara cruzar la calle junto a ellas, preferiría esperar al próximo turno, no sea que su paso me lleve; que al darme la vuelta descubra un parentesco o adivine un lunar que nos delate y acerque. Pero de las mujeres tristes no se huye, tampoco de los árboles pelados o de los vientos fríos. Ha de ser por eso que, a veces, siento que una ola empuja mis pasos y descose los botones de mi abrigo. Es ese viento de las mujeres tristes. Son los leones; acaso la diosa. Es esta manada de algo que atraviesa Recoletos.