sábado, 1 de agosto de 2015

El día que Arthur Miller envenenó a Marilyn

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Marilyn Monroe y Arthur Miller durante el rodaje. La fotografía fue realizada por Inge Morath para Magnum Photos.

Poquísimos directores la llamaron para papeles tan complejos como su personalidad merecía. Arthur Miller reescribió algunos de sus roles y confeccionó uno de los guiones más potentes que se haya pensado jamás; en sus frases, la vida se inmiscuye en parlamentos que resuenan como advertencias, con la ponzoña de un regalo que predice tragedias. Se trata de Vidas rebeldes (1961), una novela escrita por Arthur Miller –no es del todo guión, ni del todo novela dice él- y que Tusquets recupera con motivo del centenario del dramaturgo. Sí, ese libro, que ahora nos cae en las manos como la joya trágica que es.
Vidas rebeldes, ese libro que nos cae en las manos como la joya trágica que es.
  El texto fue originalmente publicado por Tusquets en Ya no te necesito, un volumen de nueve relatos que incluía Los inadaptados (The Misfits), que sería traducido después como Vidas rebeldes. Ese texto, ahora editado -también por Tusquets- en un solo volumen, será el que servirá a John Huston para rodar un western que reunió en el desierto de Nevada a tres estrellas que comenzaban a apagarse: Clark Gable, Marilyn Monroe y Montgomery Clift.

Gable rodó enfermo y murió tres días después de acabar la filmación; Monroe veía desmoronarse su matrimonio con Miller e incubaba una crisis que la llevaría a la clínica psiquiátrica Payne Whitney y Clift estaba completamente enganchado a las drogas. Se dice incluso que durante el rodaje un equipo médico debía hacer guardia permanente para vigilar a Montgomery Clift y a Monroe. Los productores de United Artists nunca estuvieron del todo convencidos y apuraron la filmación lo más que pudieron.

 La mujer divorciada a la que Marilyn dio vida, como si invocara a su propio fantasma.

Vidas rebeldes fue acaso, hay que insistir, un regalo envenenado de Miller a su mujer. La escribió –dicen algunos como Norman Mailer- para probar que ella podía ser una actriz dramática y sin embargo algo en su argumento deja al descubierto la turbia trastienda de la biografía. “¿Puede un hombre sonreír cuando contempla a la mujer más triste del mundo?”, le dice el vaquero interpretado por Clark Gable a Roslyn , la mujer divorciada a la que Marilyn dio vida como si invocara a su propio fantasma.

El texto de Vidas rebeldes está ambientado –y la película de Huston también- en los alrededores de Reno, la “capital mundial del divorcio”. Allí acude la bella Roslyn, una mujer que nunca ha amado ni se ha sentido amada jamás y que acude para romper su matrimonio. Allí conoce a tres hombres, tres vaqueros desarraigados que vagan por esas tierras secas subsistiendo con el poco dinero que obtienen por participar en rodeos o cazar caballos salvajes para vender a los mataderos.

Miller lo había diseñado y elegido todo: la historia, el guión adaptado, el reparto perfecto y el director idóneo que hiciera brillar a su mujer. Pero el asunto no hizo más que dar a Monroe empujoncitos hacia la muerte. Marilyn lo había hecho todo: abrirse paso a codazos desde la orfandad hasta las marquesinas. Inauguró las humedades de miles dejándose levantar la falda por la brisa de un respiradero del metro de Nueva York. Subió y bajó escaleras, cantando como quien se deja caer del cuello de un Martini, con aquel escote palabra de honor. Pero nadie llegó a considerarla jamás una actriz dramática. Ni siquiera una buena actriz. Y Vidas rebeldes era la manera de probar lo contrario. Pero con ella todo terminó de venirse abajo. Fue justamente en el rodaje de aquel film donde Miller conoció a la fotógrafa austríaca Inge Morath, pionera del fotoperiodismo, a la que habían enviado de la Agencia Magnum para registrar el rodaje. Esa fue la puntilla para que la relación con Monroe se fuera al traste. El dramaturgo y Morath se casaron al poco tiempo, en 1962.
Miller lo había diseñado y elegido todo: la historia, el guión adaptado, el reparto perfecto y el director idóneo que hiciera brillar a su mujer.
Al leer la novela que ahora reedita Tusquets es posible entender que aquella historia no podía hacer otra cosa que precipitar el colapso de Marilyn: era su fotocopia, la fotografía disimulada de su basurero. Una mujer que encadena divorcios, que se siente permanentemente abandonada y mal querida. ¿De quién hablamos? ¿De la actriz o de Roslyn, la chica que viaja a Reno para divorciarse y se consigue con estos vaqueros?

Compleja y contradictoria, Marilyn Monroe no fue la rubia tonta que hizo babear a miles de espectadores, tampoco la firme diosa que creímos. Cuando se trasladó a Nueva York y creó su productora, ella misma se encargó de matizar la imagen que había creado el cine de sí misma. Dejó de llevar el vestuario de Hollywood. Agarrada del brazo de Arthur Miller, cambió las plumas por los colores neutros, los pantalones capri y los jerséis. Y si entró al Actor’s Studio no fue encaramada en unos altísimos zapatos, sino con unas sencillas bailarinas con las que no logró despistar el rastro sabueso del miedo olisqueándole los tobillos.

La mujer más deseada e insatisfecha, y a la que Miller conocía muy bien, aparece en toda esta historia trepada en unos Ferragamo de 15 centímetros que habrían de reventarse como las copas finas de champán. El vértigo soplaba fuerte en la enorme azotea de su cuerpo –aquella foto que le hizo Bettman a Marilyn en la terraza del Ambassador lo prueba-. Y si acaso ella lo cubría con vestidos semitransparentes era porque no fueron sino mortajas. Nunca un fantasma nos pareció más hermoso. Y sobre ese tema, Vida rebeldes no hace más que dar claves y todas conducen al final del camino. Cursum perficio.