viernes, 25 de noviembre de 2011

Postales del insomnio

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No duermo. Al menos desde hace un par de semanas. El edredón pesado, caluroso, apretándome el pecho. El día siguiente como una alucinación por tachar y la firme convicción de que, en lugar de estar ahí, tumbada y con los ojos abiertos, debería de estar escribiendo algo. No me levanto inmediatamente. De hecho, no me levanto. Ya en la vigilia legal, mientras me ausento de reuniones y terminales de autobús, colecciono las escuálidas estampas que ahora envío hacia ninguna parte.

Postal número uno. Lo que se ofenden

El escritor se subió al escenario de visible mal humor. No se sentía merecedor de tan poco tiempo ni de tan poca audiencia. Él estaba por encima de aquellas circunstancias, muy por encima. Vestía vaqueros algo ajustados, de bota pitillo con mocasines castellanos, y una camisa de puños color pastel. Lucía impecable en su conjunto. Algo casposo pero impecable.

El escritor había acudido al evento, dice, para leer los finales de sus novelas, lo cual ya de por sí suponía un problema. Debía de asumir que todos sus oyentes éramos sus lectores –puede que una parte lo fuera- o que, en el caso remoto de que no fuese así, su narrativa sería tan irresistible que, para leerlas, pasaríamos por alto habernos enterado del final. El caso es que los leyó. Los cinco finales.

Estaba a punto de levantarme e irme cuando el escritor, incómodo e irritado por el bullicio de la gente, los expositores y los curiosos que picoteaban su lectura para luego abandonarla, interrumpió el recital durante unos segundos para mirar inquisitoria y reprobadoramente a una señora que reía. Al instante, ella se llevó las manos a la boca. Era su mujer.

Decidí quedarme. Para ver hasta dónde podía llegar el escritor –o nuestra vocación de gilipollas-. No fue mucho más lejos la verdad. El autor terminó su lectura. Nos miró a todos con desprecio y bajó del escenario.

Postal número dos. Los que se acicalan el bigote
Su bigote siempre me ha parecido inverosímil. Demasiado acicalado como para no estar previsto. Y no es que la gente que se arregle me parezca sospechosa de vanidad –eso sería absurdo- pero hay singularidades que, de tan hechas, chirrían. En su caso, mucho más. El escritor, en este caso el hombre de bigote sospechoso, acababa de ganar un importante premio de novela. Más que feliz, parecía satisfecho. Demasiado satisfecho, casi encantado de escucharse. Los asistentes no hablaban directamente de él, es decir, él no era el tema de la mesa pero como si lo fuera. Compartía mesa le escritor con dos editores y otro autor. Hablaban de periodismo, Ipads y novela contemporánea. Pésima combinación. Escuchándole mofarse con cierta superioridad de los libros ilustrados, me pregunté qué hacía ahí. Entonces recordé. Había ido a escuchar a un amigo, algo que no podía perder de vista si quería permanecer en aquella sala durante al menos quince minutos más. Y así fue. A mi pesar, así fue.

Postal número tres. Los que escriben

Le habían dado, ese mismo día por la mañana, un premio que a su padre jamás le otorgaron. Lo había recibido además por una novela dedicada justamente a él, a su padre. Cuando nos conocimos, hace ya seis o siete años atrás, en Mérida, lo mencionó. A su padre, quiero decir. Serían las dos o tres de la mañana y estábamos rodeados de gente con la lengua de trapo, pesada por el güisqui y el ego. Me extrañó, acaso, que alguien de su edad mencionara a su familia, justamente porque –o eso creía a mis veintitrés- citar a tu padre, tu madre o hermanos, el sólo hecho de aludirlos aludirlos en lugar de citar a “Derridá” era un signo de excesiva juventud o de falta de temas para sacar en una conversación. En ese entonces las ideas me parecían –y las usaba como- confeti. (Todavía me equivoco, pero en aquel entonces lo hacía de manera asilvestrada, espontánea y demasiado insistente).

Cuando se refirió a el escritor a su padre pintor. Lo hizo de una manera especial. Sin énfasis pero con respeto. Con una distancia inversamente proporcional a la seriedad de su voz. Lo hizo de una forma que me generó empatía, como si algo muy importante y pesado estuviese detrás de su parentesco. Y así fue.

No había leído un solo libro suyo. A los pocos días de nuestro encuentro, me hice con las dos novelas suyas que hasta entonces había publicado. Las adoré, página por página. Años después, me lo conseguí, ya en Madrid, durante la entrega de un premio literario. Él formaba parte del jurado. Lo vi demacrado, inapetente o indigestado, de aquellos corrillos absurdos. Le pregunté cómo estaba. “Mal”, me respondió. Su padre había muerto unos meses atrás, después de una larguísima enfermedad durante la que él había hecho las veces de leal e incansable compañero.

No volví a saber más nada de él hasta el año pasado, cuando me tocó entrevistarle por su, aquel entonces, libro más reciente. En la tercera o cuarta línea de la primera página, todo se me echó encima, como una combustión. Y en efecto lo era. Un fogonazo de comprensión. Su padre pintor, tras una larga agonía y una aún más duradera historia de incomprensiones y silencios, había muerto. Y sería en esas página donde leería, en una cosa completamente distinta a la que conocía: el día a día de ese lento viacrucis. Terminé el libro con la firme convicción de cancelar la entrevista. No sabría cómo preguntar, acaso cómo acercarme. Lo haría, como en efecto ocurrió, con preguntas estúpidas, insuficientes, obvias. Y así fue.

Doce meses más tarde, volví a entrevistarle. Escuchándole hablar, entendí, justo en ese momento, de qué sirve la vida cuando es, a la vez, vivida y escrita. entendí para qué sirve la literatura, aunque ahora, de momento sea incapaz de explicarlo. Pocas veces me he topado con alguien demasiado ocupado en escribir como para jactarse de ser un escritor.

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Oscurece otra vez y las postales, entonces, vuelven a comenzar.

martes, 22 de noviembre de 2011

Treinta y seis años antes

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El domingo 20 de noviembre llovió todo el día. Temprano, en la mañana, pensé justo en esta fecha, en el 20 de noviembre, treinta y seis años antes. Mi madre, creo, estaba ya embarazada de mi hermana. Si no lo sabía, estaba por descubrirlo unos días después a causa de las náuseas que le provocó el consomé de una funeraria en Caracas.

No creo que fuese domingo el 20 de noviembre de aquel año. Podría haber sido un martes, o un jueves, quizás miércoles, esos días malos y secos para morirse. Ignoro casi todo sobre esa fecha. Pero sé por lo que me contaron de niña, que ese mismo día, 36 años antes, mi padre y mi abuelo brindaron.

En aquella clínica no sería mucho lo que podrían hacer. Alzarían el simulacro de una copa. Quizás hasta sería, seguramente, un vaso desechable. Mi padre, imagino, serviría lo mínimo, para unos sorbos. El cáncer de estómago de mi abuelo no daría para más que eso, para algo de vino con el cual mojarse los labios.

Sé, por lo que lo que guardo mala y confusamente, que fue mi abuelo el de la idea. Me cuesta imaginarme convertido en anciano al guapo y eternamente joven hombre que fue mi abuelo. Mi repertorio para recordar es, de todas formas, limitado. Lo recuerdo en la cubierta de un barco, vestido de oficial. Lo colecciono, en distintos tonos de sepia, con botas de caña y pantalones de militar. Incluso hasta guardo en mis recuerdos un retrato suyo con una soberbia gorra. Dispongo de muy poco para imaginarlo, ya viejo, en una cama de hospital.

Imagino la escena desde fuera. La clínica. Una hipotética y fría bata de tela. Incluso, pensándolo bien, supongo que el guapo y eternamente joven de los dos sería en ese entonces mi padre y no mi abuelo. Mi repertorio, en ese caso, es también limitado. Ni estuve ni me esperaban. Lo que sé, insisto, es porque me lo han contado.

Ese día, 20 de noviembre de 1975, el presidente de Gobierno Arias Navarro comunicó la noticia por radio y televisión. El Jefe del Estado español y Generalísimo de los Ejércitos, Francisco Franco Bahamonde, había fallecido esa madrugada a los 82 años de edad, en la ciudad Sanitaria “La Paz” de la Seguridad Social. En Caracas, Venezuela, no era de día todavía cuando ocurrió. La noticia llegó con seis horas de retraso.

Francisco Franco había muerto. A mi abuelo todavía le quedaba, creo, un día más de vida. 20 de noviembre de 1975, en una clínica de Caracas: el hombre eternamente guapo y joven sería ya un anciano a punto de morir cuando recibió la noticia. El brindis, supongo ahora, justificaría la espera. Verle morir pudo ser un plazo cumplido o una coincidencia. Y sin embargo, para él, habría valido la pena. Murió al día siguiente.

Pienso estas cosas mientras camino hacia la redacción bajo una llovizna boba. Pienso estas cosas después de votar en unas elecciones heredadas que llegaron a mí como una extensión, supongo, de todas aquellas en las que mi abuelo no pudo votar. Es otoño, más otoño que nunca. Hace frío y llueve.

De mi abuelo conservo cosas sueltas. Entre ellas, la rara costumbre de asombrarme por estas cosas que ya no sorprenden, que ya no significan nada a nadie. Y sin embargo me da por pensar, por reconstruir con datos blandos y malos, un brindis del que ni siquiera fui testigo pero que, de cuando en cuando, vuelve a mi mente como una ráfaga vieja y remota de fotos viejas y hombres jóvenes.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Polaroids desde la muerte (*)

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(* Lo siento Coupland)

La primera vez que Iznardo Bienvenido Bravo vio una comitiva oficial tenía siete años. Un jeep blanco se atravesó frente a sus ojos mientras se miraba las uñas, sentado en la puerta de su casa, bajo el achicharrante del mediodía. Luego pasó otro, y otro más. Iznardo Bienvenido se restregó los ojos y empezó a contarlos. Dentro iban hombres de uniforme militar y otros de traje claro con sombrero de camarita. Desde ese momento, y para siempre, Iznardo Bienvenido entendió muy claramente las cosas importantes de la vida. Lo único que no le quedó muy claro era porqué los candidatos vestían de safari para ir a su barrio.

Su padre, Alcides Trinidad Bravo, simpatizante de la izquierda moderada y bedel, miraba el asunto sin tomar partido, bebiendo su cerveza y componiendo el motor -siempre ahogado- de su Malibú modelo 86. Bernarda Amalia Chacón Chacón, su madre, trabajaba como cocinera. A veces, se ofrecía para guisar un caldo para las romerías, por eso Iznardo Bienvenido escuchó todos y cada uno de los discursos de candidatos, delfines políticos, chivos expiatorios y demás animales. Y así como Bernarda, su madre, escuchó los discursos del primer presidente democráticamente electo que logró terminar su período de gobierno, a su hijo Bernardo Eliseo le tocó lo propio, pero llevando encima una bandeja de empanadas de queso sobre la cabeza.

En más de una ocasión, el candidato a presidente del quinquenio se acercó al tarantín de Bernarda para tomarse un jugo de caña recién exprimido, entonces Iznardo Bienvenido soltaba la bandeja y corría para colarse entre la comitiva. Lo que más le gustaba no era sólo el refresco que le brindaban, sino la repentina familiaridad de aquellos hombres vestidos de safari.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Amateur

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Nada escapa a su control./Escondiéndose a pleno sol,/planeando disparar,/
castigando por mi propio bien.
The New Raemon

Cerró los puños. Apretó fuerte y furiosamente la mandíbula, y siguió golpeando, tanto como si hubiese podido seguir bebiendo. Hizo presión en sus molares traseros y golpeó, aún más fuerte. Golpeó como los que lloran, cobardemente. Cuando tuvo suficiente sangre en los nudillos, fue por un poco de papel y se limpió, con rabia, con derrota. Como los asesinos sin talento, que celebran bruta y secamente su falta de método, su puro odio, su rabia sola e insistente. Si hubiese podido golpearse así, como lo hacía ahora, no habría tenido piedad ni clemencia. Se habría aplicado un poco más, como los verdugos que olvidaron los motivos por los que matan. Reventarse reventando. Demoliendo como debían de hacerlo los héroes cuando creímos en ellos. De haber podido, lo hubiese hecho todo; y más. Pero siguió ahí, de pie, amasando a golpes la carne blanda, todavía tibia, con sus puños rojos y solitarios. Incapaz de darle forma a su ira, aprovechó que nadie le devolvería los golpes para descargar entero el veneno que llevaba dentro, consumiéndolo antes de que caduque. Sin mirar el reloj, siguió peleando contra un oponente muerto. Arremetió como los desertores, como los que juegan sucio, como los que se aprovechan de una almohada para descargar sobre ella lo que no harían contra alguien de verdad. Sin detenerse, actuando sobre el terreno limpio de quienes ya han matado, de los que limpian huesos y apartan pellejos; así castigó. Castigó odiándose, aliviando con sus manazas lo que su corazón sucio no habría sabido decir de otra manera. De cuando en cuando, se mordía la lengua, repitiéndose ese credo estropeado, la plegaria inversa de batallas que no estuvo a la altura de dar. Se miró las uñas sin esmalte, malcomidas y estropeadas, y entonces quiso más. Más rápido. Más fuerte y locamente. De haber podido inventar un alfabeto, lo habría hecho. A, B, C, D. Y a cada letra un martillazo. Deseaba triturar, a ciegas ya, el pedazo de carne que tenía entre sus manos. Algo sin ojos ni corazón. Algo lejano. Algo listo para morir otra vez. Hubo quienes dijeron preferir otra muerte, otro país, otra casa, otro final, otro comienzo, otra oportunidad. A fin de cuentas, hubo otros que prefirieron algo diferente. Y por ellos golpeaba, por ellos odiaba; por todos aquellos que no podían hacerlo mejor. Por los que se estaban perdiendo la gracia del chiste, por los que no levantaban la mirada de las aceras. Por los que estaban asolados. Por los que creían de más y por los que habían perdido la fe. Por los que habían crecido y por los que jamás pudieron hacerlo. Por ellos golpeaba. Por todos aquellos que no era capaz de ser: por los más delgados, los más listos, los mejores, también por los sucios, los derrotados, los estafados y los estafadores. Por ellos y nadie más. Por ellos rompía piernas y reventaba ligamentos. Por ellos se ensañaba. Por ellos intentaba partir los huesos de aquel tórax pequeño y estrecho. Y golpearía. Sí, lo haría hasta reventar por completo. Golpearía hasta matar. Y por ellos remataba, por ellos torcía a mano limpia, el músculo sordo de su oponente abatido. Con su rabia salvaba y se salvaba de algo peor. Cuanto más pensaba, más enterraba los nudillos. Clavaba las uñas y desgarraba con ellas la pulpa estropeada de un cuerpo sin corazón, deshaciendo las fibras breves y anónimas de alguien con el que podía meterse porque no era de su tamaño. Le haría añicos. Volvió a mirarse las uñas, demasiado feas, blandas e imperfectas. Uñas maltratadas del que muerde porque no habla. Uñas feas de quien no sabe poner en su sitio los dientes. Uñas sucias, de cobarde. Uñas… sucias. Y golpeó aún más. Con la fuerza de los cerditos en una historia inmobiliaria. Y golpearé, y golpearé y golpearé. Miró el cuchillo en el tope blanco de la cocina. Lo ignoró, prefería atizar por su propio mérito. Sin herramientas, sin intermediarios. Que no quedara nada que no hubiese sido completamente suyo, incluyendo aquella paliza de ojos cerrados y dientes amarillos. Olvidó todo: las ganas de fumar, la hora, el mal olor de los gallineros y las fiambreras, la suciedad de su vestido ahora pringado con las vísceras estropeadas por la paliza. Porque era eso lo que estaba oficiando: una carnicería de Galio venida a menos, una versión sin consecuencias de la furia que nos empuja en los vagones del metro y las alcantarillas. Alguien siempre se come el filete magro que otros desuellan en los sótanos, sí, pero aquello, Galio, ni era una república ni ella carnicero. El filete de sus muertos, Galio, no servían a nada ni a nadie. Cuando se detuvo eran la diez y cuarto. Se miró las manos hinchadas de golpear. Fue al lavamanos. Abrió el grifo y se miró al espejo. Enjuagó los puños. Se echó jabón, mucho jabón. Secándose, notó la toalla manchada de una brevísima y rosada mancha. Sangre boba. Cerró el grifo y volvió a la cocina. Miró a su oponente, repartido en tres bolsas de congelación.

Entonces sacó otro pollo y repitió, de nuevo, la misma operación.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

140 caracteres, otra vez

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He descubierto, con mucho retraso, el poder del gorgojeo. De ahí viene la palabra twitter, ¿no? Del sonido que emite esa esponjosa avecilla azul enmarcada en un cubo blanco. Consumo buena parte del día revisando la columna de mensajes que se apilan. Me conduzco por la aplicación como si caminara por una fiesta con una copa en la mano, migrando de grupo en grupo, picoteando las conversaciones y dándome por enterada de lo que mis contactos dicen, o a veces proclaman –curioso, las venganzas sentimentales no abundan-.

El síndrome de “estoy comiendo gazpacho” de Pérez Reverte parece menos común que antes. Incluso hasta podría decir que, para la estricta actualidad, he sustituido las bases de datos de EFE y Europa Press por la, insisto, avecilla azul que salta cada tanto de rama en rama. “Dimite Berlusconi”. “Se desploman las bolsas”. “Otoño en el Whitney”.

Bien, todo eso suena fantástico. Es lo que hemos leído en todas partes y que, a efectos de esta crónica, no supone novedad alguna y suena, para remate, una reflexión algo pastoril de mi parte.

Sin embargo, gracias al tuiteo, he contraído una gravísima enfermedad que empeora día a día. El límite de 140 caracteres le ha prendido fuego a la prosa –defectuosa o no- que antes usaba para referirme a algo y que solía volcar aquí. He comenzado a sustituir mi discurso mental por un pensamiento en verso del que, pensé, me había curado del todo.

Incluso, ¡lo que es peor! Ya no sólo pienso en verso –nunca podré hacer un endecasílabo- sino que me ha dado por redactar titulares imaginarios. Ahora pienso cosas como “Jesucristo viene y trae cestatickets” , “Guardiola comerá con Bartebly al amanecer”, “Manual para tomar el té con Ángela”. Y no es que eso haya mejorado mi capacidad de titular –que siempe ha sido mala-, mucho menos que me haya vuelto más aguda. Es que parezco una video-instalación averiada. Escupo frases de 140 caracteres.

Si no me cuido, voy a terminar como Elena Medel, pensando que por escribirle versos a la tele soy la ostia. He pensando en racionar el uso del programa, pero ya el mal está hecho. Ahora, cuando me siento a escribir un párrafo, me toca empujar las frases, arrastrar las letras de sus bracitos para no morir en la orilla de la página en blanco.

Entonces pasa lo que pasa, me da por poner cara de poeta y, ¡hala!, 140 caracteres, otra vez.