viernes, 13 de noviembre de 2015

Mi sobrino duerme con el himno de un país que no conoce




Mi sobrino solo duerme si le cantan al oído el Gloria al Bravo Pueblo, el himno de un país que él no conoce y yo ya no reconozco; uno que visito cada vez menos, acaso porque los países también se vacían, como los edificios en los incendios. Que a mi sobrino lo calma el Gloria alBravo Pueblo lo he descubierto en este viaje, uno relámpago que hemos convenido, al fin, para que pueda conocerlo.

Mi sobrino es un niño de ojos negros y un año y medio de vida que le recorre el cuerpo; uno que atraería a todas las avispas del mundo, de pura melaza que es; uno que pinta caramelo hasta en la piel y los cabellos y que huele a vainilla incluso cuando el pañal rebosa de mierda y enfado. Mi sobrino es un niño que mira como las ventanas en diciembre: limpio, transparente, inmenso.

No llora mi sobrino, casi nunca, pero cuando lo hace, usa el cuerpo entero. Se enrojece y se revuelve, como la vida que aprendió a retener para que no se le fuera por el desagüe de una incubadora; como los carbones cuando les pega la brisa. Es valiente mi sobrino, por eso cuando llora lo hace así, como quien declara una guerra o proclama nación donde antes sólo había conucos y hombres a caballo, ahí donde sólo reinaban los cables y las enfermeras. Ha de ser por eso que el himno lo arrulla; ha de ser por eso que sus acordes lo arrastran al lugar adonde va la ira a remojarse.


Así duerme mi sobrino, decía, con el Gloria al Bravo Pueblo: una canción de guerra que usaron los patriotas y ahora sirve de nana

Así duerme mi sobrino, decía, con el Gloria al Bravo Pueblo: una canción de guerra que usaron los patriotas y ahora sirve de nana. Una que pide seguir el ejemplo que Caracas dio y que en sus versos conmina a tomar posición a todos los blandos y cobardes, a todos los viles y egoístas. Los que pescueceaban entonces en el Cabildo de Caracas mientras se celebraba la Junta Patriótica convocada para desconocer un poder, uno que terminaría -igual o peor- apeándose en el despotismo que reprochaban a Emparan, el Capitán General. El Gloria al Bravo Pueblo interpela también a los que pescuecean hoy.  Y es que en aquel entonces –como ahora-, aquel poder afiebraba a los patriotas de un país palúdico y desdentado al que ya no le queda nada que llevarse a la boca.  

Hay quienes dicen que el Gloria al Bravo Pueblo, compuesto  por Vicente Salias y Juan José Landaeta como canción patriótica para enardecer la emancipación en 1810, fue en verdad una canción de cuna. La tesis la defendió José Antonio Calcaño en una conferencia en la Universidad Central de Venezuela. Era el año 1958, el mismo en que cayó el dictador Marcos Pérez Jiménez y que da nombre a una generación poética entera, la de mi amada Miyó, aquella mujer que se mató por no ir a una guerra. En aquella fecha que todo lo prometía, el historiador consideraba probable que el origen de la música del Gloria al Bravo Pueblo estuviera en una antigua canción de cuna que nanas y madres venezolanas entonaban popularmente en el siglo XIX para arrullar a sus hijos.

"Quizá por eso se pegó al paladar de los que querían emanciparse:  porque ya todos conocían su melodía desde la infancia"

Quizá por eso se pegó a la lengua y el alma de los que querían emanciparse: porque ya todos conocían su melodía desde la infancia. Ha de ser por eso que, cuando llora, mi sobrino se calma con el sonido de un país que está impreso en la niñez de todos cuantos habitaron esa tierra que él aun no conoce. Si todos pedían libertad cantándola, no sería de extrañar que la más absoluta de las insubordinaciones, el sueño, acuda a los que la entonan hoy. ¿Quién no consigue borrar las injusticias y romper cadenas al cerrar los ojos? Para los desgraciados y los insomnes, dormir es una conquista.

En la víspera de mi regreso, a las diez de la mañana, en el salón de estar de una casa fresca emplazada en una ciudad con volcanes, mi sobrino y yo compartimos soledad. Yo leo en el sofá, él trastea con su tableta sentado en su sillita de comer, ésa en la que nunca come. No nos miramos. Nos arranca al uno del otro la atención puesta en otras cosas. Pero estamos en paz. Estamos tranquilos. No lloraremos, ni él ni yo. No ahora.

En la planta de arriba, sus padres se beben -como si fueran tragos apurados y urgentes- los pocos minutos libres de los que ahora disponen. El sobrino mayor ha ido a la guardería y el menor está abajo, con su tía abracadabra, la que vino de muy lejos como un viento inesperado. Apura, apura, parecen decir sus espaldas, muy rectas ante las pantallas de los ordenadores. 

Teclean, teclean, teclean: trabajos por entregar, correos por responder, informes por revisar, un mundo por hacer que nada tiene que ver con este otro de sábanas limpias y comida caliente que han levantado puertas adentro. En el porche, envuelta en sus vapores de almidón pulverizado, Mercedes, la nana nicaragüense que se sabe de comienzo a fin la canción pacificadora,  se inclina con sus brazos robustos, haciendo presión con la plancha sobre una camisa que da demasiada guerra.

Todos tienen algo que hacer, por eso la paz se derrama lechosa, gustosa, dulcita. Yo soy la guardiana de esa Paz. De mí depende que el infante no revire. Que nada falte en su mesa de comer donde nunca come: ni la risa, ni las galletas; ni los carritos ni la calma. Por eso estamos callados. Porque nos sujeta ese mundo que huele a detergente y bienestar. A pesar de eso, levanto la vista cada dos o tres minutos, para montar mi guardia aficionada de mujer sin hijos. Pero de pronto, sin aviso ni motivo aparente, rompe una tubería de disgusto. El llanto se trepa a su silla y a mí me levanta del sofá.


"Y canto, canto en silencio, una canción olvidada. Una que nos da por entonar cuando nos matan como perros, una que emitían las televisoras, a las doce de la noche , para despedir las emisiones o para anunciar los golpes de Estado"

Cojo a mi sobrino en brazos, lo bato suavecito como a una Coca Cola, le pregunto, arrastrando las palabras de azúcar que no tengo: ¿Qué pasa mi sobri, qué pasa? Entonces Mercedes sale, cobriza e india como una roca. “Cántele, cántele Doña Karina”. Y empieza ella: “Gloria al bravo pueblo/ que el yugo lanzó/ la ley respetando, la virtud y honor”. Yo, que no quiero que las camisas queden sin planchar, le digo que no se preocupe. Que vuelva a sus labores. Yo me encargaré de hacer lo que no he podido: sembrar la paz ahí donde se revuelve la angustia, o el hambre, o el sueño.

Y canto. Canto una canción olvidada. Una que nos da por entonar cuando nos matan como perros, una que emitían las televisoras, a las doce de la noche , para despedir las emisiones o para anunciar los golpes de Estado. Canto como si tuviera ocho años e hiciera fila en el patio de un colegio que ya no me asusta y ya no odio. Canto para que él se duerma. Canto concentrada en arrancar el cansancio de su cuerpo oloroso a vainilla.

Una vez que el enfado remite, que se retira de a poco en los párpados que se cierran, subo a mi sobrino hasta la habitación. Entre indicaciones de sus padres –“Sigue cantando, sigue cantando. No pares, este momento es crucial”-  lo acomodo en su cuna. Él apenas llora. Vuelve la calma en el goteo de la siesta matutina.  Entonces aquella letra pomposa y epopéyica se infla, ahí, en ese lugar en el que van soldándose la infancia, la memoria y la nación.

Ya nadie llora y sin embargo sigo cantando, lo hago con el tono apagado y desigual de los que no saben. Y me avergüenzo de mis notas quebradas, de la poca voz que me sale de la garganta. Sueno mal. Sueno terrible. Ha de ser por eso. Porque yo no sé cantar o, acaso, porque las cicatrices siempre desafinan. Siempre.

sábado, 1 de agosto de 2015

El día que Arthur Miller envenenó a Marilyn

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Marilyn Monroe y Arthur Miller durante el rodaje. La fotografía fue realizada por Inge Morath para Magnum Photos.

Poquísimos directores la llamaron para papeles tan complejos como su personalidad merecía. Arthur Miller reescribió algunos de sus roles y confeccionó uno de los guiones más potentes que se haya pensado jamás; en sus frases, la vida se inmiscuye en parlamentos que resuenan como advertencias, con la ponzoña de un regalo que predice tragedias. Se trata de Vidas rebeldes (1961), una novela escrita por Arthur Miller –no es del todo guión, ni del todo novela dice él- y que Tusquets recupera con motivo del centenario del dramaturgo. Sí, ese libro, que ahora nos cae en las manos como la joya trágica que es.
Vidas rebeldes, ese libro que nos cae en las manos como la joya trágica que es.
  El texto fue originalmente publicado por Tusquets en Ya no te necesito, un volumen de nueve relatos que incluía Los inadaptados (The Misfits), que sería traducido después como Vidas rebeldes. Ese texto, ahora editado -también por Tusquets- en un solo volumen, será el que servirá a John Huston para rodar un western que reunió en el desierto de Nevada a tres estrellas que comenzaban a apagarse: Clark Gable, Marilyn Monroe y Montgomery Clift.

Gable rodó enfermo y murió tres días después de acabar la filmación; Monroe veía desmoronarse su matrimonio con Miller e incubaba una crisis que la llevaría a la clínica psiquiátrica Payne Whitney y Clift estaba completamente enganchado a las drogas. Se dice incluso que durante el rodaje un equipo médico debía hacer guardia permanente para vigilar a Montgomery Clift y a Monroe. Los productores de United Artists nunca estuvieron del todo convencidos y apuraron la filmación lo más que pudieron.

 La mujer divorciada a la que Marilyn dio vida, como si invocara a su propio fantasma.

Vidas rebeldes fue acaso, hay que insistir, un regalo envenenado de Miller a su mujer. La escribió –dicen algunos como Norman Mailer- para probar que ella podía ser una actriz dramática y sin embargo algo en su argumento deja al descubierto la turbia trastienda de la biografía. “¿Puede un hombre sonreír cuando contempla a la mujer más triste del mundo?”, le dice el vaquero interpretado por Clark Gable a Roslyn , la mujer divorciada a la que Marilyn dio vida como si invocara a su propio fantasma.

El texto de Vidas rebeldes está ambientado –y la película de Huston también- en los alrededores de Reno, la “capital mundial del divorcio”. Allí acude la bella Roslyn, una mujer que nunca ha amado ni se ha sentido amada jamás y que acude para romper su matrimonio. Allí conoce a tres hombres, tres vaqueros desarraigados que vagan por esas tierras secas subsistiendo con el poco dinero que obtienen por participar en rodeos o cazar caballos salvajes para vender a los mataderos.

Miller lo había diseñado y elegido todo: la historia, el guión adaptado, el reparto perfecto y el director idóneo que hiciera brillar a su mujer. Pero el asunto no hizo más que dar a Monroe empujoncitos hacia la muerte. Marilyn lo había hecho todo: abrirse paso a codazos desde la orfandad hasta las marquesinas. Inauguró las humedades de miles dejándose levantar la falda por la brisa de un respiradero del metro de Nueva York. Subió y bajó escaleras, cantando como quien se deja caer del cuello de un Martini, con aquel escote palabra de honor. Pero nadie llegó a considerarla jamás una actriz dramática. Ni siquiera una buena actriz. Y Vidas rebeldes era la manera de probar lo contrario. Pero con ella todo terminó de venirse abajo. Fue justamente en el rodaje de aquel film donde Miller conoció a la fotógrafa austríaca Inge Morath, pionera del fotoperiodismo, a la que habían enviado de la Agencia Magnum para registrar el rodaje. Esa fue la puntilla para que la relación con Monroe se fuera al traste. El dramaturgo y Morath se casaron al poco tiempo, en 1962.
Miller lo había diseñado y elegido todo: la historia, el guión adaptado, el reparto perfecto y el director idóneo que hiciera brillar a su mujer.
Al leer la novela que ahora reedita Tusquets es posible entender que aquella historia no podía hacer otra cosa que precipitar el colapso de Marilyn: era su fotocopia, la fotografía disimulada de su basurero. Una mujer que encadena divorcios, que se siente permanentemente abandonada y mal querida. ¿De quién hablamos? ¿De la actriz o de Roslyn, la chica que viaja a Reno para divorciarse y se consigue con estos vaqueros?

Compleja y contradictoria, Marilyn Monroe no fue la rubia tonta que hizo babear a miles de espectadores, tampoco la firme diosa que creímos. Cuando se trasladó a Nueva York y creó su productora, ella misma se encargó de matizar la imagen que había creado el cine de sí misma. Dejó de llevar el vestuario de Hollywood. Agarrada del brazo de Arthur Miller, cambió las plumas por los colores neutros, los pantalones capri y los jerséis. Y si entró al Actor’s Studio no fue encaramada en unos altísimos zapatos, sino con unas sencillas bailarinas con las que no logró despistar el rastro sabueso del miedo olisqueándole los tobillos.

La mujer más deseada e insatisfecha, y a la que Miller conocía muy bien, aparece en toda esta historia trepada en unos Ferragamo de 15 centímetros que habrían de reventarse como las copas finas de champán. El vértigo soplaba fuerte en la enorme azotea de su cuerpo –aquella foto que le hizo Bettman a Marilyn en la terraza del Ambassador lo prueba-. Y si acaso ella lo cubría con vestidos semitransparentes era porque no fueron sino mortajas. Nunca un fantasma nos pareció más hermoso. Y sobre ese tema, Vida rebeldes no hace más que dar claves y todas conducen al final del camino. Cursum perficio.

martes, 7 de julio de 2015

11.02.06 (Hace ya casi diez años)


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EL PAÍS VISUAL
Karina Sainz Borgo
ksainzborgo@cantv.net

Solución oftálmica

Tras un proceso de investigación, el Proyecto Armando Reverón editó y presentó a finales de 2005 su tercer título: Armando Reverón. Guía de Estudio.  Divido en seis partes y 521 entradas bibliográficas, el volumen reúne y contextualiza los ensayos incluidos en libros y catálogos  publicados luego de la muerte del artista, en 1954. Precedido del  texto  introductorio Armando Reverón y la crítica,  a cargo de María Elena  Huizi,  el compendio general actúa como un espejo: a través de la documentación reveroniana, nos planta frente al reflejo de nuestros propios accidentes interpretativos.  

El mayor aporte de la publicación no se restringe a la demolición de los lugares comunes construidos alrededor de Armando Reverón y su obra, sino en la extracción de sentido que puede hacerse de ellos. Lejos de cualquier afán escrutador, la guía ofrece a quien la recorre nuevos problemas de estudio: la mirada fundacional que hace, por ejemplo, Alfredo Boulton, o la lectura ideologizante de Marta Traba, robustecen nuevas preguntas sobre la forma en que nos hemos asomado no sólo a Armando Reverón, sino también al arte moderno venezolano y, por ende, a nuestras propias formas de representación.

Accidente 1. Neutralizar la periferia
El nombre de Armando Reverón inaugura una grieta visual. El siglo XX del arte venezolano se ha  debatido entre el paisaje como discurso fundacional  con la Escuela de Caracas y el Círculo de Bellas Artes –ambos en el interregno del país gomero-, versus la abstracción geométrica que surge en la frontera del perezjimenismo y atraviesa el nacimiento de la democracia.

En el centro de una disyuntiva teórica –el paisaje catártico y el paradigma geométrico cual síntoma de progreso- se ubica el nombre de Armando Reverón.   Para 1921, ya plenamente de regreso tras su formación española, el artista había tomado la decisión de pintar de espaldas al Ávila que Cabré o Monsanto acometían con fruición. Desde la periferia, instalado en La Guaira, Reverón clausuró un paisaje e inauguró otro. Abolía un discurso para poner en marcha  un universo complejo, salino y esencial, visible no sólo en el transcurso de la división periódica que hizo Alfredo Boulton de la época azul (1919-1924), blanca (1925-1937) y sepia (1937-1946), sino también en sus muñecas y objetos, cuya conexión de sentido con su obra bidimensional fue tardía.

Esa demora es descrita  por María Elena Huizi, quien apunta momentos esenciales de la literatura sobre el pintor, entre ellos los ensayos Armando Reverón o la voluptuosidad de la pintura, escrito por  Alfredo Boulton para la retrospectiva organizada por él y Miguel Arroyo en el Museo de Bellas Artes en 1955; Armando Reverón, texto en el cual Mariano Picón Salas despoja al pintor de la “fama de Robinson iluminado”, así como los análisis de Juan Calzadilla. Sin embargo, Huizi enumera y da cuenta de una literatura tangencial, demasiado ocupada en las “manías” del pintor e, incluso, una mucho más ideologizante restringida a la hiper-iconografía de lo anecdótico que rodea a Reverón.

Si bien Reverón había hecho de sí mismo una puesta en escena, la diseminación de su propia teatralidad hizo que la sociedad venezolana lo confinara, primero, al estricto diagnóstico de su locura para llevarlo luego, y sin intermedios reflexivos, a la encrucijada del genio encontrado. El resultado era exactamente el mismo: la neutralización. Una vez muerto, la sintomatología devino en inmortalidad. Sin duda, una rápida operación discursiva. Su muerte convirtió el concurrido espectáculo marginal en grandeza, una operación reflexiva sencilla, abreviada. He allí una parte de la paradoja, el primer y más poderoso naufragio de la mirada sobre lo propio.

Accidente 2.  Ser la periferia
Avanza Huizi en su recorrido bibliográfico hasta llegar a los hallazgos que se produjeron a partir de 1980 –Venezuela contaba ya con instituciones museísticas capaces de generar una mirada sistemática-, cuando  la obra de Reverón es, al fin, objeto de un estudio contextualizado. Cita Huizi la visión que arroja José Balza sobre los objetos reveronianos; el análisis del peso del autorretrato en su obra descrito por Rafael Romero y, más específicamente, el camino reflexivo que inaugura  Luis Enrique Pérez Oramas en 1989  con De los prodigios de la luz a los trabajos del arte, ensayo en el cual se propicia el diálogo de la obra de Reverón con la historia de Venezuela, el estudio de la imagen y la estética.  La historiografía de Reverón encontraría en la década de 1990 la mirada atenta de investigadores, entre ellos la de John Elderfield, curador jefe de pintura y escultura del Museo de Arte Moderno de Nueva York, el cual está próximo a exhibir  en febrero de 2007 una exposición antológica de Reverón en sus salas.

La deglución y el análisis de nuestro primer artista moderno consumió 50 años de retraso desde su muerte hasta nuestros días. Una importante obra bibliográfica y esta nueva recopilación de las fuentes de estudio reivindican la miopía. Sin embargo, la desaparición de El Castillete en 1999 arroja la constatación de una nueva periferia: la que nos separa, de forma literal y metafórica, de los lugares naturales de estudio. Coleccionistas y curiosos visitaron Macuto. También cineastas y fotógrafos, quienes reprodujeron su propia obturación reveroniana: Edgar Anzola en 1938; Roberto Lucca, en 1942 y Margot Benacerraf en 1948, también Alfredo Boulton, el coleccionista Jean de Menil y Victoriano de los Ríos. En 1953, un año antes de la muerte del artista y durante una de las crisis psíquicas que le harían regresar donde el doctor Báez Finol, el fotógrafo Ricardo Razetti capturó con su cámara una imagen de Reverón, quien permanecía, de pie, mirando su reflejo frente a un espejo roto. Transcurridos más de 50 años, Reverón resiente  el mirar fracturado como una constatación de nuestros accidentes.




sábado, 4 de julio de 2015

Mario Bros séptico

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Anoche soñé que iba al río Orinoco a lavar mi ropa. Pero no llegué andando. Viajé como las comas:  con una subordinada como único equipaje. Metí en la antigua lavadora de la casa, aquella en la que ya no vivo, todas las mudas sucias acumuladas durante días. Al poner en marcha la General Electric que a mí siempre me pareció moderna, aunque ya no lo fuera, me encontré de pronto cogida de la mano de una niña.
Avanzábamos bajo un agua terrosa en la que flotaban largas serpientes de excremento, endurecidas deposiciones. También caballos y jinetes muertos. Cadáveres rígidos como las expulsiones parduscas.  Los muertos tenían los ojos abiertos, blancos como la yema de huevo duro. La puritita muerte con sus cuencas vaciadas de vida a las que alguien había rebañado el purgatorio con miga de pan. Todos ellos, los muertos de mirada huevina, chocaban contra nosotras: contra la niña y contra mí. Cadáveres en aquella sopa tibia de sangre y mierda.
Incapaz de torcer el rumbo, de dar marcha atrás, avanzábamos sin voluntad en el agua de aquel vertedero. Mario Bros séptico -siempre hacia adelante-. El agua turbia comenzó a moverse , y con ella el tambor de la lavadora, encendida muy lejos de las cañerías donde vivos, muertos y calcetines nos ablandábamos, fétidos.
Aparecí de pronto, sola, en el interior del electrodoméstico. Sin niñas ni muertos. En los sueños, como en las novelas, todo ocurre de forma arbitraria. El agua seguía siendo terrosa. Manchaba para siempre -creí- mi ropa blanca y percudida.

Todo daba vueltas hacia el Orinoco y fuera de él. En un pestañazo, regresé al agua de un  río sin superficie, otra vez cogida de la mano de aquella niña muda. Una voz me hizo saber que quienes avanzaban cogidos de la mano, debían llevar a los muertos río adentro, hacia algún lugar donde nadie pudiese robar sus cuerpos.
Y aunque algunos debían de estar vivos, a mí todos me parecían occisos. Nos topamos con arrecifes de algas kilométricas, largas cabelleras de una mierda firme y endurecida. Alrededor, un cardumen de bestias y hombres muertos.
Aún queriéndolo, no podía mirar atrás. Algo superior me lo impedía. Me  pregunté si la niña vivía, si yo la llevaba a ella o ella a mí. Fue ahí cuando volví a  la lavadora, llena de aquel caldos de muertos y excrecencias  en el que nunca nada sería blanco.


martes, 23 de junio de 2015

Cuando todo esto acabe, me haré unos zapatos con la piel de mi corazón

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Es un lugar desconocido en el que ya he estado antes.  Podría ser la frontera de dos países en guerra o la línea punteada que separa cualquier cosa de otra. Da igual. He estado aquí otras noches, otras veces. Lo sé por el olor a tierra mojada, también por los árboles de mango que me fueron confiscados. Lo sé por ese vapor que producen la mierda y las naranjas cuando se pudren juntas bajo el sol.  No tengo miedo, tengo hambre; también llevo un bolso al hombro. En sueños siempre los cuido. Por ellos he perseguido yeguas furiosas a las que alguien arranca el pelo. Por ellos he cruzado pasillos de hospitales con gente que desconozco y se desangra. Para recuperarlos o conservarlos, he rebañado casquería con las páginas de mis poemas y también cruzado a nado un río lleno de muertos y mierda. La ultima vez que sostuve uno fue cuando me dieron un tiro en la frente. De aquello sólo recuerdo que buscaba a mi hermana y que mi sangre olía a guayaba.
El bolso del que me sujeto ahora es el de los lunes. Ese que tiene una elástica propiedad de engullir objetos sin que se note. En él caben un par de zapatos sin cuña, dos o tres libros, una botella de agua, los cigarrillos, y a veces mi corazón… que se pudre apretado entre desodorantes, cotonetes y una lata de cerveza tibia. Pero hoy llevo sólo cuatro cosas: un perro salchicha, un racimo de cambures, el estuche de maquillaje y una pitón albina. ¿Adónde he llegado? Por qué necesito semejante equipaje.
De pie sobre la hierba pelada, saco al chucho del bolso y lo deposito en el suelo. Está vivo. Se mueve dando tirones de la cadena, para olisquear la grama. No sé qué busca. Dentro del bolso, la pitón se mueve como un estómago. Y no pienso en nada. La siento moverse. Sigo al chucho, que pega el morro a la tierra, todavía más. Quizá busca oro o huesos. Siento en el costado a la kilométrica culebra desperezarse. Quiero comer un cambur y pintarme luego los labios. Por eso descorro la cremallera. La pitón parece un  intestino deslavado. Los plátanos están justo debajo de ella. Me siento débil. No puedo rebuscar. Desisto.
Cierro el bolso mientras el chucho aún camina y yo inspecciono las frutas podridas esparcidas sobre el campo. Así, revoloteando alrededor de lo que ya nadie podrá comerse, miro a las avispas. Parecen satélites de vuelo venenoso, algo que podría llevarme a la boca, si quisiera. Aun en el bolso, la pitón se sacude lentamente, como hace la gente en los polvos dulces. La pitón abre su boca y engulle un cambur, que avanza pesado y lento a través de su tráquea fría. Una demorada felación. Aunque no pueda verlo, sé que los come. Y no me importa. El chucho avanza y yo me muerdo los labios con mis dientes descascarillados.
Lo sé, como se sabe en estos casos, que la culebra se ha comido el racimo. Sin abrir el bolso, lo sé. Hemos avanzado ya cerca de un kilómetro en el que no veo nada excepto una llanura estropeada. Sólo queda algo en el bolso: mi labial. Descorro la cremallera, pero es tarde. La serpiente también se lo ha comido. Entonces el chucho se detiene y yo con él. Cojo mi culebra fría por la mandíbula, la olisqueo como a una golosina y abro mi boca para encajarla entre mis maxilares. Y la aspiro como un espagueti vivo, frío y escamoso. Se deja tragar entera, boba, dócil.
Lo que más cuesta es su cola endurecida y caprichosa, que se atasca como un chipirón fosilizado. El perro salchicha sigue en su sitio, supurando una espuma blanca en su hocico pequeño de animal fiel. La boa se mueve en uno de mis cuatro estómagos. Se sacude queriendo salir. Alzo la palma de mi mano, convertida ahora en espejito espejito de polvera. Mi boca brilla bajo el sol. Mi tripa se revuelve. Mi corazón se envenena y el perro se ahoga. Pero no importa. Esta vez, la que mata por constricción seré yo. Sólo yo. Y nadie más.
Cuando todo esto acabe, me haré unos zapatos con mi corazón. 
Y colorín colorado…

viernes, 15 de mayo de 2015


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Feliz, feliz no cumpleaños: a ti, te doy.

Yo no puedo enseñar historia del arte a una liebre muerta.
Ni decir que viviré más de los cuarenta.

Yo sólo puedo rebuscar,
rebañar la casquería.


 Así te encontrará la muerte:
fotografiándote los zapatos.

Feliz, feliz no cumpleaños: a ti, te doy.

Así te encontrará...

Si llega.
Dos peldaños para un octosílabo.

Y entonces, sólo entonces, dejarse caer en el borde de algún vaso sucio...

Amén

jueves, 30 de abril de 2015

Los objetos de mi hermano

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Hubo un tiempo en el que me gustaba fisgonear las cosas de los demás; y si pertenecían a mis padres o a mis hermanos, todavía más. Asomarme a las gavetas que no me pertenecían; abrirlas; inspeccionar e inventariar objetos que encontraba a mi paso: un reloj sin batería en el que siempre eran las dos y cuarto; monedas color cobre – a veces verdosas- apiladas en la tapa de un desodorante; broches estropeados; pendientes desparejados; libretas a medio usar; picaduras de pipa envueltas en bolsas parafinadas; pulseras de fantasía desdentadas. Un reino irrespetuoso sujeto a la gasolina que suponía ser descubierto.

Objetos dormidos que yo traía a la vida por el solo hecho de tocarlos. Me entretenía coger uno, cambiarlo de sitio y devolverlo luego a su posición original. Mi atrevimiento les confería una nueva existencia, espantaba las tardes de calor y me prodigaba el privilegio de ver sin ser visto, de poseer aquello que no era mío. Era como comer a escondidas: placer culposo sin rastro. Apropiarme y luego abandonar, como si nunca hubiese estado allí. Sólo después de dar buena cuenta de ellos, me marchaba, a hurtadillas, disimulando malamente… como quien sale airoso de la cocina, sacudiéndose de los labios las migajas de un bizcocho robado en mitad de una tarde aburrida.

Las gavetas en las que más solía demorarme eran las de mi madre y mi hermana. Ambas estaban llenas de objetos incomprensibles, en su mayoría estropeados o a medio usar. ¿Por qué guardaban cosas así? Tras invertir largas y repetidas incursiones, aprendí a diferenciar cómo gastaba cada una el labial: mi madre plano y redondeado, como la punta de mis tijeras puntarroma; el de mi hermana, plano también, pero con la hendidura de un labio insistente y pequeño... aunque los objetos de mi hermana me resultaban menos sorprendentes, porque conservaban ese raro estropicio del juguete -nos llevamos apenas cinco años, ambas tuvimos muñecos, a los que mutilé algun que otro miembro, de los suyos claro...-. Pero pasó el tiempo, abandoné -nominalmente- la infancia y me refugié en su biblioteca, la de mi hermana. Me hinché a robar libros de poesía -los de Humbolt y Darwin me parecían un coñazo. Yo quería poesía; eso que ella sigue siendo: poesía- y camisetas que a mí siempre me quedaban fatal.

El escritorio del despacho de mi padre no tenía nada qué envidiar al resto: pasaportes, fotos tamaño carnet redondeadas en las esquinas; retratos de abuelos muertos que llegaron de un puerto y a los que jamás conocí; mecheros de cigarrillos que jamás vi a mi padre encender –cuando yo nací él había dejado de fumar-. Mi hermano, el casi mayor (el segundo), tenía un botín –como los poemarios de mi hermana- que comencé a paladear con más placer a medida que avanzaba el tiempo: desde la pecera a la que arrojé una pluma Parker, ocasionando un genocidio, pasando por los espantosos cigarrillos mentolados que robé de tarde en tarde para prodigarme nicotina, hasta sus volúmenes de ensayo e historia, con los que aprendí cosas que olvidé o ya no comprendo. (Que uno va a peor es una certeza).

El reto más tentador, la zona límite de mi safari familiar, tenía su máximo umbral en la habitación de mi hermano mayor. Y la tentación era tal, justamente porque las suyas eran las gavetas que más me costaba comprender -y que mayor reprimenda tendría, en el caso de ser descubierta-. Los cassettes apilados por colores, inmensas y tambaleantes torres; los perfumes –en perfecto orden-, una orgía de olores del que recuerdo, no sé por qué, la Old Spice; las fotografías recortadas a conciencia, firmes  en una pared blanca, fijas con el celo envejecido por el ámbar que imprime sol con el paso del tiempo.

Me tomó mi tiempo reunir el valor para abrir sus cajones.  Todavía recuerdo el primero: una bolsa plástica llena de billetes rotos: desde la más baja hasta la más alta denominación.  Acaso sabia premonición de mi hermano: el bolívar –el país representado en aquella moneda- no valdría nada en unos años. Hagamos con él confeti. Nada más ver aquello, me quedé helada, plantada como un clavo en la palma de quien no cree. Cerré la gaveta y eché a correr. Me fui al jardín, a mordisquear un mango maduro de los que arrancaba de la pequeña mata de la cuestica. Y aunque zampé tres o cuatro, no entendí nada. Tampoco me tranquilicé. Ahí estaba aquella bolsa, llena de insistentes y minuciosos papelitos. Pensé en chivarme –porque delatar a los hermanos encierra un placer oculto- pero me callé.

Si empecé a escribir, alguna vez, fue para propiciar una tormenta, para gritar como se hace en las pesadillas, para levantar una casa de paredes blancas que echaríamos abajo con una arcada invisible –y yo, paquiderma, he demolido muchas, pero muchas casas-. Un deslave impecable… e implacable; imposible. Y hoy, con ese oleaje raro que tienen los sueños y los afectos, quince años después o puede que veinte, me he asomado a la habitación de mi hermano mayor.

Él tiene todavía la misma edad. Yo me he hecho mayor. He ganado cicatrices, y los galones absurdos que se conquistan en batallas inútiles; también me he vuelto más bruta y diminuta. En fin, que me asomé y entré. Mi hermano ya no colecciona  perfumes –o al menos los ordena ahora en el baño-, tampoco rompe billetes –ahora sólo pica papeles, cualquiera de ellos: telechino, telepizza, ofertas del Carrefour- y de los cassettes, ni rastro.

Y ahí, justo ahí, en su improvisaba habitación madrileña –esa vida de campamento que nos inventamos todos hoy-, me topé con cuatro objetos. Cuatro. Sólo eso bastó. Y como la niña imbécil que fui –y sigo siendo-, quise en ese momento huir bajo la mata de mango e hincharme de dulces certezas.  Pero aquí, en la ciudad donde vivo, de los árboles caen botellas rotas, no mangos.

El silencio glacial, y a la vez jugoso, de tres motitos Repsol  y una reproducción de Casillas, el portero del Madrid –su jugador favorito, siempre ha amado a los porteros- me dejaron enterrada en el piso de madera, cual colilla atornillada en un cenicero. Y no supe qué hacer, excepto sonreír. Espantar las preguntas con eso que se parece a la ternura, ese sentimiento poroso que nos empuja a proteger.

Puestos así, en perfecto orden, aquellos objetos hicieron lo que cualquier tormenta. Hablaron un idioma remoto con el que quise arroparme y arroparlo. Salí de su habitación porque un guasap presagiaba una tormenta sin importancia: Premios literarios, cabreos de jefe, erratas en el titular y esas cosas que en el fondo no valen nada... Luego, me asomé a la ventana. Busqué con el corazón un árbol de mangos, que no conseguí… y sigo sin hallar.

miércoles, 7 de enero de 2015

Los comedores de arsénico (Capítulo IX)



Adela, mi hermana, no está bien. Mejor dicho: está loca, pensó Borja Prado mientras  se cepillaba los dientes frente al espejo de un baño con doble lavamanos; un cuarto pensado para una vida que él ansía. Sabía que todo aquello sería suyo. Y no porque tuviese un plan, que lo tenía, sino porque no existía una opción distinta.Salió a correr a las siete y media de una mañana en la que su único combustible, lo que engrasaba las piezas de su alma estropeada, era no ser nada distinto de lo que esperaba de sí mismo: una victoria rotunda de la voluntad y la disciplina. Pero su hermana, sabía él, no era capaz. A ella sólo le importa su hambre. Ese espíritu con el que nació y que tanto le irrita. Su preparador físico le repite todos los días lo mismo: disciplina, disciplina, disciplina. Él obedece. Se obedece a sí mismo. Porque él es lo único que tiene. Piensa mientras mira su bolsa con palas de padel y examina un abdomen que será plano. A eso se aferrará, mientras llega su futuro. Y no es que no quiera a su hermana. Pero Adela le recuerda todo aquello cuando le repele. Porque  ella lo único que ansía es eso: matarse, matarse, matarse. Está rodeado: de perdedores, suicidas y cobardes; de porristas cojas que se entusiasman con el sonido que produce una pala al raspar la tierra y que se arrojan a la fosa dando saltitos alrededor del sepulturero. Pero él  no quiere morir. Él no morirá. Será el dueño de la colina más alta. El hombre que cincele diez mandamientos nuevos en las tablillas de su abdomen.