domingo, 26 de febrero de 2012

Ah, ese catálogo... ¿de IKEA, verdad?




Mañana, y mañana y mañana/ Se desliza en este mezquino paso de día a día/A la última sílaba del tiempo testimoniado/ Y todos nuestros ayeres han testimoniado a los tontos/El camino a la muerte polvorienta (...)Relatado por un idiota, lleno de Ruido y Furia, Sin ningún significado”.
William Shakespeare. Macbet

 
La ráfaga de disparos hace deducir que las presas no deben de estar muy lejos. Pero al  barrer el pasillo con la mirada es imposible distinguir nada.  Hay demasiados fotógrafos, unos a pie de alfombra, otros alzados sobre taburetes o pequeñas escaleras de metal.
Rodear el pabellón y escoger la ruta contraria parece lo sensato. Unos diez pasos por detrás, cerca de la galería catalana ADN, una multitud de aficionados hacen fotos con sus smartphones. El objeto de su atención lo absorbe una mujer de vestido fucsia y tobillos enclenques sostenidos sobre unas plataformas de charol. 
Una pelirroja mayor vestida con un apolillado Balenciaga blanco dobla con gracia una rodilla y hace una reverencia a la mujer de las plataformas, la misma que hasta hace unos años presentaba los Telediarios de la Uno y ahora, tras sus nupcias con el Príncipe de Asturias, con el tratamiento de alteza ha perdido el habla.
La del Balenciaga deja prendidas sus manos en las también delgadísimas muñecas de la Princesa, que sonríe. No es una sonrisa como tal, sino un gesto permanente. No importa si le hablan de un Ai Wei Wei, de un Antonio López o del cultivo de arroz en Asia, ella tendrá esa rara media sonrisa en la boca.
Y no es que sea tonta la Princesa. Es que está trabajando. Es su obligación, parece, maquillarse y sacar a pasear sus vestidos y los efectos secundarios de los antidepresivos, que borran toda expresión propia y le hacen más fácil, más sencillo, no tener opinión ni preferencias, sólo tobillos, delgados tobillos.
En los pasillos que forman las galerías, los Príncipes ejecutan su paseíllo oficial entre el fuego de dos bandos: el de los fotógrafos profesionales con sus ráfagas de flashes y el de los aficionados, con sus silenciosos perdigones de teléfonos inteligentes.
En el medio, los costaleros de una estrafalaria hermandad sostienen el paso de los Monarcas: una Alcaldesa aburrida, un Ministro de Cultura incómodo; los funcionarios abochornados por semejante papelón -Borja Villel incluido-; aduladores; yonkis del posado rosa y reporteros camuflados que deben cazar un dato, un movimiento, un gesto publicable, que no hablar de arte, ¿eh?.
Seis Tàpies –el artista catalán ha muerto hace una semana- llevan una etiqueta roja  en señal de que han sido vendidos y seis más la verde de reservados, incluso antes de abrir la feria de arte contemporáneo. Los reporteros escogen un cuadro de Francis Bacon valorado en 25 millones de euros, en la galería Marlborough, para hacer sus falsos-directos y decir ante la cámara encendida cosas sobre la crisis.
El Príncipe Felipe, que  sustituye a su padre el Rey en estos actos desde hace casi dos años, parece genuinamente feliz con lo que le cuenta la galerista sevillana Juana de Aizpuru. La delgada silueta vestida de negro de la histórica Soledad Lorenzo,  por cuyo stand pasa ahora la comitiva real, luce bastante aburrida para ser su último ARCO –anunció el cierre de su galería a finales de verano-.
La anciana pelirroja del blanco Balenciaga es la costalera incansable del paso real.  Esta vez saluda a la baronesa. Sí, la baronesa, así le llaman todos, aunque no lo sea, al menos no una auténtica. Se convirtió en una luego de casarse con el II Barón Thyssen Bornemisza.
Para ese entonces, ya se había casado con el actor de cine Lex Barker, el productor y playboy Espartaco Santoni. También había sido Miss Cataluña, participado en el Miss Universo y también había viajado a Hollywood, donde una maternal Marilyn Monroe la había protegido de los chistes verdes que en su presencia contaron Frank Sinatra y Dean Martin: «Frank, no digas esas cosas a la chica, que es muy ingenua».
Ahora a la baronesa todo el mundo le llama baronesa. Ella lleva las riendas de su viudedad y su colección. También pinta sus propios cuadros, cargados de colores pasteles y poderosas alucinaciones marbellíes, e incluso ha llegado a montar un museo bautizado con su propio nombre. Bueno, mitad suyo y mitad del Barón.
Esta mañana con oleada de frío polar de febrero incluida, la baronesa viste sandalias, pendiente esmeraldas, abrigo color camel y un inmejorable buen humor –no del todo común-, tanto que hasta su asistente personal parece asombrada de que acceda a responder preguntas de un periodista.
La baronesa sonríe con sus labios hinchados y dice que sí, que probablemente renueve la cesión de su colección al Estado este año, pero que éste no es el momento para hablar de eso, ¿no?, porque está mirando la feria y  todo el mundo sabe que para ella el arte es lo primero y ella no querría robar el protagonismo al arte, ¿verdad?.Dicho esto, la baronesa ríe y estira su blanco y maquillado cuello un poco más y cual Venus, o Maja sobrevestida, se marcha.
Justo al lado de la estampa al estilo El discreto encanto de la burguesía, el artista más solicitado de la feria, Eugenio Merino, declara a un grupo de periodistas. El chico no cabe dentro de sí de la alegría. Esta mañana, el vicepresidente ejecutivo de la Fundación Francisco Franco, Jaime Alonso, ha acudido al stand de la galería catalana que le representa (ADN) para fotografiar una obra suya (Always Franco) como prueba para abrir una denuncia.
 La pieza de Merino es una instalación que ronda los 30.000 euros y  representa a una versión enana del Caudillo encerrada dentro de una nevera de refrescos. Para la Fundación que preserva la memoria del ex dictador, la pieza es una “zafiedad”, para Merino es una metáfora. En medio de ambas lecturas cabe el equivalente a una larga fila de parados o de analfabetas que comen chocolatinas.
La del Balenciaga todavía da vueltas por los alrededores de Ivory Press y mira con algo de escepticismo las piezas del artista disidente chino  Ai Wei Wei, un poco más adelante, en el stand de El País, su director, Javier Moreno, sonríe junto alos grafiteros que este año ha escogido el periódico que él representa para la mise en scène cultural que de tan progre termina por molestar o aburrir. 
Y cuando se podría pensar que el hecho de que la selección de galerías de los Países Bajos fuera mucho más pequeño que el gigantesco del espacio de IKEA era suficiente como para anunciar el Apocalipsis, algo mucho más siniestro brota de la moqueta para demostrar lo contrario.
Mientras un grupo de afanados mozos sirve copas de cava y prodiga servilletas a los asistentes, una mujer de un metro y 29 centímetros se hincha a canapés en una de las meses del catering de bienvenida. En una mano lleva un micrófono con el logotipo de Telecinco, en la otra un móvil por el que da voces. Chiqui, o Almudena Martínez, uno de los personajes estrella de las ediciones pasadas de Gran Hermano, parece hablar con un productor.
“Que aquí lo que hay es arte, tronco… Que no, que no he visto Cayetano Rivera ni a la novia. Que no hay famosos  por ningún lado. Vete a tomar culo, ¿quieres? Que no… Que te estoy diciendo que no. Que sólo los príncipes y la Tita. Que no… no vino el hijo con la Cuesta. Pero qué me estás contando”. La mujer introduce otro canapé de salmón en su boca mientras hojea un catálogo de IKEA que acaba de coger de una inmensa torre. Alrededor, riadas de gente, que pretende parecer mejor vestida, o más instruida, proyectos ciudadanos de superación y saber estar,  da vueltas, presta atención, o intenta hacerlo.
Intenta. Lo intenta.
Y seguirán intentándolo, probablemente, el año próximo también.  

sábado, 18 de febrero de 2012

Daniel Titinger y lo peor de todo



Tengo 30 años y la manía de hacerme llamar por las iniciales que forman juntos  mi primer nombre y mis dos apellidos.  Ansío tener un elefante tanto como  los superpoderes  narrativos de Mario Vargas Llosa en La Guerra del fin del mundo, los de Coetzee en Desgracia y los de Fante en Mi perro Idiota. A veces como mandarinas, porque son dulces y me quitan la ansiedad.
Esta mañana, en el bar de mi barrio, he leído en el Babelia un trabajo firmado por Leila Guerreiro. Iba sobre la crónica en América Latina. En tres páginas  me encontré con mi abecedario sentimental entero. Y aunque ahora me parece no haber leído el nombre de Monsiváis en el reportaje,  en el momento, el creciente y bienintencionado texto me pareció un motivo para recuperar la Fe.
Sí, la fe. Esa cosa que aparece en la Facultad de Periodismo, o antes,  y a veces se extravía junto  a la toalla exhausta del desaliento. En su texto, hablaba la Guerreiro de cosas que todos -machacones croniqueros- sabemos: de nombres de libros perfectos que hoy suenan a mal de amores –Al pie de un volcán…-, de cosas que parecen ciertas, de no ser porque  en la vida real ocurren de otra forma.
Cuando creo que ya nada puede removerse todavía más dentro mí, al llegar a la séptima página, a la penúltima línea del reportaje, siento la potente e incontenible necesidad de dar un salto, salir a la plaza Tirso de Molina y darle tres vueltas a toda carrera cuando leo lo que dice alguien llamado Daniel Titinger.
Ignoraba por completo quién era este sujeto que nació un año después que mi hermana y que, ahora sé,  afirma que Dios es peruano, se dedica a la crónica y al periodismo deportivo. Dice este sujeto, así, sin anestesia ni analgésicos: "Y no escribes por dinero ni por fama. Escribes para no estar triste".
Sentada en el taburete cojo de un bar de mala muerte,  leí, en palabras de otro,  la explicación a este blog –los barbitúricos, ehem… ehem… un atajo a la no tristeza- que desde hace cinco años mantengo sin una convicción firme, excepto la de no morir en ningún intento, aunque ya no recuerde cuál.
 Ahora lo tengo claro, como el primer día. Y lo peor de todo es que no sé qué hacer ahora con todo eso que parece una verdad y que me pilla aquí, tan pero tan lejos, junto a mi toalla exhausta del desaliento. 
Quizás debería abandonar las mandarinas y sentarme, otra vez, a escribir.  Si los hombres del Gabo eran capaces de rasurarse con jugo de durazno en una Caracas sin agua, quizás pueda entenderme yo a navajazos con el almíbar que a Guerreiro se le escapó.

domingo, 12 de febrero de 2012

El puddle de Lucía Etxebarría



La Fugitiva, calle Santa Isabel, número siete, lunes, nueve y media  de la mañana.

He quedado con un buen amigo para hablar de cosas que se hablan en sitios como estos. Me permito toser, como quien justifica el chiste,  o directamente declararme habitante de un universo de personas que problematizan sobre la fenomenología del peluche, entiéndase por tal, esa disciplina que versa sobre conversaciones, razonablemente civilizadas,  basadas en la especulación  y fundamentalmente pretenciosas.

Justo antes de entrar, mi amigo -que ha publicado un magnífico ensayo en The Nation motivo de este encuentro- y yo, hablamos sobre el nivel del lector. También sobre traducciones, periodismo y demás inquietudes de los 'story tellers' -cabe destacar que el story teller es él-. Yo sólo escribo para vivir.

Nada más atravesar el umbral de la puerta, me sentí incómoda. Había pasado antes frente a esa especie de librería café, pero jamás había entrado. Y mis primeros pasos en el interior del local no hicieron más que empeorar la primera sensación de aquella mañana.

 Y no fue desagradable porque el lugar fuese feo; al contrario, tenía hermosos pisos de madera; columnas antiguas; altos techos, también de madera; mesas envejecidas, con coquetos maceteros; ediciones de bolsillo, cuidadas tapa dura, curiosas traducciones...

Pero todas aquellas estanterías llenas de libros me produjeron una especie de malestar físico. Como si en verdad fueran palabrotas, excentricidades o imposturas ante las que es mejor hacerse la vista gorda.

-Un café con leche y un cortado, por favor.

Cuando retomamos la conversación, ya sentados en una mesa, volvimos sobre el ensayo que mi amigo había escrito. Buscaba en la versión PDF almacenado en mi Ipad el párrafo donde creí que mi amigo mejor retrataba la figura de uno de los editores españoles clave para explicar el auge y caída de un cierto tipo de periodismo de los últimos 30 años. Mientras hacía esfuerzos por conseguirlo, sentía a mi alrededor el peso de presencias. Libros, libros, libros.

Novedades. Unas tras otras. Diario de un invierno, de Paul Auster. Delicadas y coquetas traducciones de Salamandra. Todo ahí, muy junto, con un poder orgiástico y acumulativo. Una energía superior a la de todos los bosques tropicales del Amazonas rociados con toneladas de cloro.

Tantos libros, tanto papel. Pensé con mi tableta a cuestas. No soy una entusiasta de los e-books, Ni mucho menos. Líbreme Dios de promover el progreso o militar en las filas del futuro.

Recientemente, en su comparecencia ante la Comisión de Cultura del Congreso de los Diputados, José Ignacio Wert habló de bajar el tipo de IVA del libro electrónico al mismo nivel que el gravamen del libro en papel.

Al momento no podía dar crédito. Primero, por la falta de detalles sobre el anuncio, y segundo por la poca curiosidad que generó entre los parlamentarios, quienes se entretuvieron largamente en el origami electoral de la tauromaquia sí/tauromaquia no; o catalán sí, catalán tal vez.

Tan sólo en enero de 2012, la Agencia del ISBN registró un total de 7.634 títulos de los cuales 1.050 (19%) eran sólo de ficción y 'temas afines'. A eso se suma otro dato, tan curioso como alarmante, en el año 2011, las editoriales  españolas publicaron más de 103.000 libros  en todos los formatos (papel, digital, y otros) y en todas las lenguas.

¿Hay lectores para tantos libros? ¿Qué se edita y qué se lee? Según las cifras aportadas por la Federación de Gremios de Editores de España(FGEE) , más de tres mil editoriales españolas publicaron al menos un libro.

Si las cifras aportadas por la FGEE  son exactas, el sector libro aporta 3.000 millones de euros, un 0,7% del PIB,  y da trabajo a 30.000 personas. El libro es una de las industrias más protegidas empresarialmente hablando, goza de un precio fijo en un mercado en el que los libreros y distribuidores además de determinadas editoriales- gozan de subvenciones y protecciones oficiales, además de compras de bibliotecas. Ajá. ¿Será por eso el recelo de las asociaciones de libreros al e-book y cualquier cosa que se le parezca?

Pero ahora veamos el otro lado. Según el barómetro de lectura de este año, cada español compró una media de 9 libros en 2011. No es una cifra despreciable y sin embargo, existen autores como Lucía Etxebarría, muy dada ella al espectáculo desde el del canalillo al de la escritura vaginal- que han decidido que rasgarse las vestiduras puede incrementar las ventas en el mecanismo de trituradora editorial.

Hace poco menos de dos meses, en los días de navidad, unas semanas antes de lanzar a la venta su nueva novela, Lucía Etxebarría anunció que dejaría de escribir a causa de la piratería. Causó revuelo con una tormenta de tonterías de las que los medios nos hicimos eco.

Al día siguiente del anuncio de Etxebarría, el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte aprobó el reglamento de la Ley Sinde y la puesta en marcha de una comisión de Propiedad Intelectual. Etxebarría vio la luz y recobró la vocación. Con medidas como ésa podía volver a escribir. Santo Wert o menuda burla.

Son casi las once y media cuando mi amigo y yo estimamos oportuno levantarnos y seguir con nuestras labores. Estamos levantándonos de la mesa cuando una mujer con actitud ansiosa  -y un perro puddle atado a una cadena- hala para sí una de las sillas en la que todavía está posado uno de nuestros abrigos. 

 “¿Os vais ya?, preguntó la mujer. Si me deja terminar de coger mis cosas, tal vez, pensé en responderle.

Al fijarme bien de quién se trataba, noté que era Lucía Etxebarría, la tosca autora a la que referí en párrafos anteriores, quien ahora se acomodaba, muy histérica ella, en la silla, frente a un portátil mastodóntico. El puddle, que seguía atado,  daba vueltas alrededor de la mesa con la vehemencia insana con la que dueña dirigía sobre todo una mirada maniática y aprehensiva quizás ambos, el perro y ella, tomen la misma medicación-. 

Alrededor, libros... libros y más libros. Volví a mirarla. 
Sentí una mezcla de agotamiento y horror.
Hay cosas sobrevaloradas.

Cogí mis cosas y salí de ahí.