viernes, 9 de enero de 2009

Acerca de Marsé, los viajes y las musarañas


Faltando 15 minutos para aterrizar en el aeropuerto de Maiquetía, descubrí quién era el ahogado del Hospital Clínico. Tuve que llegar al último folio para encontrarle sentido a aquel cadáver con diente de oro; y por supuesto, al resto de la historia. Justo cuando daba marcha atrás a las páginas para comprobar qué tan tarde había dado con el asunto, la vista del puerto de la Guaira desde la ventanilla del avión me distrajo.

Marqué con una esquina la página 72 de Si te dicen que caí, dejé a Juan Marsé para más tarde y pegué la nariz sobre el cristal: cerros sobre más cerros; tierra roja encima de más tierra roja; los mismos claros de piedras y escombros; los vertederos de basura que bajan hacia la playa. Caribe puro y duro. Mierda sobre mierda, aunque entrañable después de todo.

Sobrevolé el país con la misma sensación de siempre, que no es nostálgica, mucho menos entusiasta. Se trata más bien de una resignación. “Es cuestión de tiempo, esto no puede durar mucho más”, es algo que se piensa estando lejos y que se repite al pasar por los mostradores de inmigración y aduana. Es algo que tranquiliza e inculpa. Una frase que se va desfigurando a medida que se toca el suelo firme de un país que pierde los dientes y los recuerdos. Un lugar al que nunca se vuelve de la misma forma.

Ya de salida, camino a recoger mi equipaje, envolví Si te dicen que caí en un suéter. Es un ejemplar colección Debolsillo de Random House, propenso a estropearse, de tapa blanda y con una nota que escribió Juan Marsé en 1988 para la nueva edición. No volví a tocarlo en todo el viaje, excepto al volver. Y ahora que hace menos dos grados, revuelvo las hojas marcadas. Busco sentido a esa historia que parece un pariente lejano.

Todo en esa novela sucede en medio de una bruma aparentemente inofensiva. Una nube que se las arregla para llegar al presente y darle al lector un par de buenas patadas en el estómago. Y ahora que lo pienso y la releo, Si te dicen que caí es eso: la paliza sentimental de los viajes que no acaban; de las esperas que no llegan a ningún lado.

La historia transcurre en un barrio de Barcelona durante la posguerra española y tiene su comienzo cuando, Ñito, el celador de una morgue, reconoce en un cadáver recién llegado a un amigo de la infancia. Convertido ahora en un adinerado y verdoso joyero ahogado en el mar luego de estrellarse contra un acantilado, el personaje se descompone al igual que su historia: lentamente. Y mientras el celador examina a la esposa e hijos -también muertos- del que fue un mugriento chiquillo del barrio El Carmelo, revive la infancia de ambos -la difunto y la de él-, 30 años después, en un país que continúa lleno de cadáveres.

Vienen al lector páginas de una Barcelona donde todos viven del miedo y esperan la delación para salvar el propio pellejo. La posguerra, la supervivencia y la pudrición, todo junto como un puñetazo. Porque esta historia es derribo; porque todos han caído: en la locura, la muerte o la infamia de saberse un cobarde.

Mientras el celador recuerda sus días de infancia frente a una bandeja con cadáveres, Marsé se las arregla para narrar la historia de una ciudad y un país ponzoñoso. En sus calles coinciden dos cauces de una misma corriente: una banda de pistoleros, en un comienzo muy entusiastas, que olvidan la razón de su lucha, la resistencia ciudadana contra Franco, para convertirse en matones y atracadores ; a ellos se suma, como historia paralela, un enjambre de niños kabileños, criados entre la miseria y el miedo, que se reúnen a contar aventis, sus propias versiones de los rumores y secretos que circulan por el barrio, alrededor de las cuales trazan sus propios círculos de poder. Entre ambos grupos se anega una historia sucia de España. Todo un breviario de delaciones, fusilados, desaparecidos y demás criaturas derrotadas.

Un personaje gira a su alrededor: Aurora Nin, una joven que pasó de criada a coordinadora de un convento arrasado durante la República, después a triste y flaca puta para soldados. Java , el líder de los niños kabileños , la busca por todos los rincones con el fin de extorsionar a la viuda de un militar que le ha pedido la encuentre. Tras la pista de Aurora, Java –y el lector- remueven las entrañas de una ciudad donde putas, militares y asesinos se confunden en un largo pasillo.

Será allí, en ese pasaje de mierda y miedo, donde Java aprenderá, cual Julián Sorel o Amory Blaine degradado, las tretas de una sociedad donde la propia supervivencia se asegura en la capacidad de trepar por encima de los otros, vivan o no. Y es él, Java, el niño kabileño, quien, convertido en ahogado y pudiente comerciante, vuelve de la muerte.

En la edición de bolsillo, la página 72 permanece aún doblada. Y aunque no me reconforta, releerla pone en orden los moretones de mi propia paliza, la que Marsé me ha dado, la que congela los aviones y se apodera de un viaje del que nunca regreso del todo. En la página 72, leo:

“Pensamos sí. Decimos no. Pensamos esto no durará, aguantemos, esperemos un poco más (…) Quien habla así es un muchacho del Carmelo. No hay mucho de verdad en sus historias mientras el tiempo no demuestre lo contrario, pues este chico cuenta aventis basándose no sólo en los sangrientos hechos pasados sino también en los terribles acontecimientos por venir. Habla de bombas agazapadas en la hierba que estallarán muchos años después, de venenosos escorpiones que sobrevivirán a estas ruinas y de imborrables tatuajes y cicatrices en la piel de la memoria”.


Mientras el tiempo no demuestre lo contrario, seguiré sobrevolando ruinas, los cerros y la tierra roja de un país que no sé si existe o si estallará de aquí a unos días. Miraré escorpiones en todos lados. Iré y regresaré de ninguna parte, coleccionando aventis, pensando en musarañas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Interesante la trama del libro. Sobre todo lo que tiene que ver con el celador que se identifica con el cadáver de la bandeja...¿Efecto espejo?...No preguntes por quién doblan las campanas...