jueves, 22 de enero de 2009

01.00 AM


John Reed ha dejado todo atrás: su país, su mujer, incluso el periodismo. Ha escrito Diez días que estremecieron al mundo, donde narra su experiencia como testigo de la Revolución Bolchevique que le eclipsó a él y al resto de su generación. Dirigida y protagonizada por Warren Beatty una década antes de la caída del Muro, Rojos (1981) se recrea en la vida de John Reed, y su libro, para mostrar un amarga, ¿e inocentona?, estampa biográfica.

Metido de lleno en el Comité de Propaganda del Partido Comunista Ruso, en Petrogrado, John Reed, lejos de su mujer , la periodista Louise Bryant, y de sí mismo, se ha convertido en un hombre al servicio a la revolución, o su propia versión de ella. Reed se ha ido, echando portazos de ego como delegado del Partido Comunista Obrero de América, que se disputa la pureza ideológica con el propio partido Comunista y el Partido Comunista de América, otra esguince política.

Una escena, la más amarga, da sentido a toda la película: Emma Goldman, fervorosa activista comunista, discute con Reed. La revolución bolchevique, dice ella, no es más que una vulgar y autoritaria escaramuza. Reed, le responde: “¿Y cómo creías que iba a ser? Todo proceso de transformación es cruento. No está ocurriendo como nosotros pensábamos, pero está ocurriendo y si abandonamos ahora, ¿qué sentido tendrán nuestras vidas?”. En esa frase algo se hace añicos.
Prevalece en Rojos el retrato prolijo de Revolución Bolchevique como el crisol que significó once upon a time para determinadas clases progresistas: un prisma de sueño, fracaso e ideología; el límite, siempre opuesto, entre acción y razón o incluso, el desbordamiento de la una sobre la otra. Ese frágil artefacto, al que Reed y Bryant se entregan, es el argumento más claro de la película, incluso por encima del componente biográfico.
En Rojos, lo ideológico es también el más cursi, común y bienintencionado de todos los tópicos. Lo es, claro que lo es. Y sin embargo me da por pensarlo. ¿Y a qué viene tanta familiaridad? Lo sospechoso, quizás, esté en el presente, en la familiaridad y ligereza de la palabra. Revolución, revolucionarios, revolucionarias… Reed, una vida, sentimental e intelectual, aparcada a favor, otra vez la palabra, de la Revolución: algo, ¡oh, gran detalle!, que no ocurrió como ellos pensaron. Reed no fue el primero ni el último, lamentablemente. Y sin embargo, me da por pensarlo.

De revolucionarios y otros pantanos. La revolución y su franquicia: algo en cuyo nombre se agrian los días y enmohecen las alfombras. Algo que ya está viejo, de tanto volver a empezar. Acaba la cinta. Apago las luces. Me voy a la cama. Es tarde. Siempre es demasiado tarde.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Es que la Historia tiende a repetirse y repetirse, y lo peor es que no aprendemos y no aprendemos.