
Un viaje a Sarajevo le sirvió para tener tema, al fin, uno bueno. “Me di cuenta que una guerra no sólo mata los cuerpos, sino todo lo que hay de civilizado en nosotros”, dice como si la frase acabara de ocurrírsele -¡qué genialidad!-. Le gusta escucharse, creo. Sobre Sarajevo escribió un libro de reportajes, que editó en una edición pequeña. Así que para sentirse completo, escribió una novela, con ENE mayúscula, de esas en las que se pone cara de escritor.
Que le debe todo al periodismo, dice. Y venga a hablar de mujeres hambrientas, catedrales de huesos y demás infiernos que sus ojitos misericordiosos devolverían a los lectores en verdaderas sagas de amor y más amor. No creo una palabra de lo que dice, así como no creo una palabra de lo que leo. La fe se me escurre como una colonia lo hace de su frasco.
Trato de concentrarme, escucho al Norman Mailer, el Chatwin ibérico, y me callo. Que por eso se dedica a vivir de los libros de viaje, dice, porque en ellos puede “ser periodista y escritor”. Y yo me pregunto, en mi sillita de oficina, ¿no es acaso lo mismo? Igual podría decir que tiene la fortuna de ser hombre y varón. Y por más que intenta ser democrático, algo en sus distinciones pone a uno, el escritor, por encima del otro, el periodista, pero siempre –ambos- por encima del bien y el mal.
Que es feliz, dice este Truman Capote a lo chulapo. Es escritor, repite (¿cuarta vez que lo dice?). No sé si lo menciona para que nos lo creamos nosotros o él. Cada cosa que dice astilla, taladra, me cansa y nos cansa. Vuelve atrás, se cuenta a sí mismo cual joven Hem en su fiesta parisina. Ahí está, encantado, repitiendo la sintomatología del trastorno literario. YO, héroe, escribo para salvar al mundo de no saber lo que pasó en Bosnia, pareced decir en cada frase.
Y no les creo, me digo. No les creo. Aunque a veces preferiría volver a hacerlo.