martes, 6 de noviembre de 2007

Tripticol, dígame


Samantha pega las palabras. Hay jalea en su fraseo. Todo en ella suena más de lo normal. Llega impartiendo taconazos, deshaciendo su bufanda, doblando el paraguas lluvioso. De su hombro derecho cuelga un bolso imposible: caramelos, pastillas para el dolor de cabeza, bolígrafos, gotas para los ojos, paqueticos de Clinex, libretas minuciosas con teléfonos y presupuestos, ganchos para el moño imperfecto de su buena presencia y un ejemplar de ADN, el periódico del metro. Antes del máster, cursó un título de experto. Desde entonces trabaja como teleoperadora. Ella, su autosuficiencia y sus 22 años desautorizan cualquier pesimismo.

“Yo contesto las llamadas de una España deprimida”, dice con esa forma perfecta de convertirlo todo en una joda. La imagino apretando botones, cosiendo los segundos con un fino hilo musical para la espera de los usuarios. Todos los días entra a trabajar a las ocho y sale a las cinco. “Hoy entraron 300 llamadas”. Sacude su bolsa de caramelos de colores. La escasez de Tripticol, un antidepresivo recetado para bulímicas y personas con trastornos de sueño, puso a toda España en vilo por una mañana. Imagino a Samantha, sentada con la espalda erguida, recibiéndolas y transfiriéndolas con sus dedos veloces. “Espere, le comunico con ventas”; “Un momento, le comunico con ventas”. “Le comunico con ventas, espere”. “Pero chiquita, ¿qué culpa tengo yo de que el bendito medicamento se haya agotado?”, luego anota otra tarea pendiente en su agenda, da vueltas en la silla; organiza; dispone, cierra y abre cajitas, polveras, lápices labiales.
Hace poco, Samantha me dijo que no sabía cuál era su sitio. Nunca pensé que una mujer huracán se detuviese a hacerse esas preguntas. Samantha parecía necesitar una definición convincente para la palabra hogar. Si su rutina estaba en Madrid, ¿porqué echaba de menos la isla? Y si la isla era su casa, ¿por qué cuando iba quería volver a Madrid? Y de pronto, como si la hubiese sacado de su bolsa de avellanas, Samatha dejó escapar una frase cuyo único lugar común era el pasaporte: “¡Qué lejos estamos de nosotros mismos!”. Se quedó mirando hacia la pizarra blanca sin anotaciones. Dio un sorbo a su Coca-Cola Light. Yo comí un chicle. Y en esa nada rumiante, no supe qué decir. Ni ella quería una respuesta ni yo podía dársela. Samantha sacó su estuche de maquillaje, aprisionó una almohadilla contra sus mejillas y anotó dos tareas en su agenda. Yo seguí masticando en silencio, como una vaca afónica que no sabe qué hacer con su cola. Abrí el ejemplar de Pedro Páramo que saqué de la biblioteca de la Complutense. Me tumbé en la silla, sin decir palabra.

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