martes, 23 de octubre de 2007

Los aeropuertos, aunque ¿mal? paguen


“Las ciudades, como los sueños, están llenas de deseos y miedos”
Italo Calvino

A quién, si no a ti


En un semáforo en rojo de Insurgentes Norte entendí que un océano furioso había brotado bajo mis pies. Esa tarde, Ciudad de México me enjuagó los ojos con una lluvia picante y me prometió que me haría añicos. Aún después de los detectores de metales, el pasaporte y el rugido del despegue, me asomé a la ventanilla para mirar la borrachera de postes y autopistas del DF, ese pantano invertido de luces en el que alguien conducía de vuelta hasta la calle Niágara de la colonia Cuauhtémoc. En ese momento, quizás mientras dabas vuelta a la llave o al Ángel porfirista de Reforma, la ciudad y mi corazón tronaron entre tus sábanas como una turbina que amenaza la distancia. Desde ese entonces no he dejado de nadar, tampoco de sentir miedo.

La gimnasia de los aviones transcurrió lentamente, endureciéndome los brazos y ablandándome los ojos. Cada boleto fue en ese entonces, como hoy, un oleaje diferente. No más acercarme al borde de tu sofá, me encontraba de vuelta en otra tienda libre de impuestos. Aquella carrera de pasaportes y ventanillas. Y ahora que lo pienso, si me dio por escuchar a Sinatra fue para seguir siendo, contigo, la mujer con el corazón más valiente que jamás hubieses conocido. Sí, ahora que lo pienso, fue, quizás, para que no me despertaran con una bandeja de fiambres o una cobija para el frío. Ya yo tenía bastante con mis propios huesos de clase turista en el que alguien, siempre, tiene que volver.

Y todo se convirtió en un viaje, incluso sin salir de casa: contar días, hacerse la idea, arrebatarle domingos a la semana. Y aunque pudieron, los aeropuertos no terminaron de hacerse costumbre, irrumpían siempre con su sonido de máquina de refresco y ese tono raro de muchedumbre que tienen sus pasillos a la media noche. La más barbitúrica de las bitácoras se escribía por sí sola, en el número 53 de la Calle Niágara, a 750 pasos del Ángel de Reforma. Ahora todo parece lo suficientemente lejano como un tacón de Almodóvar.

Ciudad de México no me rompió los huesos, Madrid tampoco. Al menos de este lado del océano, mi corazón ortopédico no ha dejado de nadar, tampoco de sentir miedo. Ha de ser ese sonido de turbina que se cuela en el cable del teléfono al final de la tarde, quizás la nueva biblioteca que ahora me construyes para que no extrañe la mía o esa manía que tienen tus ojos de llevarle la contraria al frío en el portal de mi casa. Por eso no me canso de inaugurar mis sueños en los tuyos. Por eso nado tanto como temo, para ahuyentar los aeropuertos, para que lleguen a la orilla el resto de mis tacones.

3 comentarios:

Victor Marin Viloria dijo...

Karina,

Lo poco que he leído de ti -que pronto será "mucho" ya que hoy es que me entero que tienes un blog-, me encanta. Sin embargo, este escrito sin duda ha sido el mejor. Es que sencillamente no sé como explicar, en palabras, lo que me ha hecho sentir este escrito. Mágico!

un abrazo,

P.D. También disfruté bastante lo que escribiste en Papel Literario con motivo de la muerte de Palenzuela.

Francisco Pereira dijo...

Nadando en medio de ese temor del exilio del corazón, sabemos que estamos vivos.

Clavel Rangel dijo...

Esta, me parece una buena isla a la cual acercarse.

Saludos