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Foto: KSB |
Alberto López Simón llega al patio de cuadrillas de la plaza de toros de San Sebastian de los Reyes a las siete menos cinco de la tarde. Es domingo. Y mientras en la vida real todos descansan, parece que sólo él se dispone a emprender un viaje que podría ser mayor que sus propias fuerzas: encerrarse con seis toros; matarlos sin morir y conseguir belleza en esa gesta. Es el único espada de esta tarde de guerra y travesía. El único.
Esta tarde será distinta de las 47 que ya suma López Simón. Hoy no luchará contra seis bestias, sino contra las muchas otras que viven en su interior.
Hay en el ambiente un eco de cohetes verbeneros, vapor de freidoras y una insistente aroma a expiación -acaso por los 37 grados que derriten los caireles de los trajes de luces-. La de hoy es la reaparición de Alberto López Simón tras el desvanecimiento que sufrió apenas dos tardes atrás, en la Feria de Bilbao, cuando una crisis de ansiedad le arrebató la respiración y el color de la piel. Ese día López Simón dio muerte a su tercer toro y de ahí se fue a la enfermería, de la que salió sobre una camilla, con un parte médico de Alcalosis y 5 miligramos de Midazolam. El reino de la farmacopea abriéndose paso en la sangre de alguien más. Por eso esta tarde es distinta de las 47 que ya suma López Simón en toda la temporada. Hoy no luchará contra seis bestias, sino contra las muchas otras que viven en su interior.
Un hombre que lee a Borges mientras cicatriza una herida de 12 centímetros lo puede todo, incluso reponerse de sí mismo; de las embestidas que pega el ánimo cuando tiñe la melancolía. Contar a López Simón es contar al Dante que va al infierno, al Ulises que vuelve a casa. Y no porque su larga figura y pálido perfil de hombre melancólico lo sugieran. No porque al ocurrir su sonrisa sea más sonrisa que las de otros, sino por algo más silencioso, una electricidad que le recorre el cuerpo y enchufa vida en los ojos de quienes lo miran torear. De luces, López Simón avanza acuchillado, brillante como las exclamaciones y los puñales con los que alguien rasga la uve del verano, esa palabra que rompe en su primera letra con la inclinación de una caída, ese precipicio de las cosas que acaban o resurgen.
"Un hombre que lee a Borges mientras cicatriza una herida de 12 centímetros lo puede todo, incluso reponerse de sí mismo; de las embestidas que pega el ánimo cuando tiñe la melancolía"
La faena del primero –un astado de Daniel Ruiz- ocurre con una espuma de oles en la arena de San Sebastián de los Reyes. Mirarlo es barrer el albero. Contar a López Simón es contar a alguien que completa el viaje de ida y vuelta. Sí, López Simón vuelve a casa esta tarde, se adentra al centro de sí mismo. Hay ganas de verlo resurgir, por eso cada pase levanta la cresta de un mar de tierra y edificios, los que rodean la plaza. El primer toro termina con el esbelto torero señalando con el dedo índice la muerte que está a punto de ocurrir. Hasta que la bestia se desploma y los pañuelos convierten en océano las gradas de una plaza de segunda.
El siguiente, un Vellosino prieto, lo lidió Alberto López Simón descalzo, con los pies bien pegados albero. Avanza la tarde y los pasos impresos en el ruedo escriben una guerra de arena y vida . “Vente bonitoooo, Vente bonitooooo”, vente, dice López Simón como si hablara a un peluche de felpa brava que ha intentado ensartarle los riñones. “Vente bonitoooo”, dice arrastrando la vocal del adjetivo como un raro túnel para un tren bronco.
Hemos venido a partirnos la cara, una que ya traíamos rota de casa. Estamos tan muertos, dando gritos en el aire
Hay desacuerdo y gresca con la oreja no concedida del segundo. Pitorreo y grito en los tendidos más altos de la plaza. ¡Fuera! ¡Fuera!, al presidente de la plaza. Miro alrededor. Todos somos chusma al sol, pienso. Apuramos, soeces, una vida que creemos para siempre y que López Simón se juega bajo el estruendo de un público al que a veces le falta los dientes y, porqué no, a veces también el corazón. Hemos venido a partirnos la cara, una que ya traíamos rota de casa. Estamos tan muertos, dando gritos al aire. Tan muertos, que nos caemos a trozos. Negada la oreja, López Simón acude a las tablas, lo espera su apoderado, que no dejará de merodear en toda la tarde. Un aliento en la nuca.
Las verónicas del tercero hacen vuelo en el aire. López Simón gira sobre sí mismo. Ese baile de besos y años. Ahí donde todos ven un trapo, yo veo una historia . Veo, como los destinos que las ciudades que cambian de hora en las pantallas de los aeropuertos, al niño del que aún no se desprendido y al hombre viejo que ya es. Apunto cosas en mi libreta. Escribo todo lo que no sé. El toro sin cara, el poco recorrido, los tirones, el poco trapío. La mala hechura. Escribo queriendo saber. Cuando levanto la mirada, siento que lo importante está en otra parte, que vive en ese lugar al que López Simón intenta volver. Llevo ya un tiempo siguiéndolo. Acudiendo a su guerra. Y a veces, como hoy, siento que veo torear a un hombre que ha entendido que la muerte no se posterga; que está ahí. Por eso no duda en caminar sin manoletinas hacia el centro de una vida que él entiende incompleta si no se la juega en los medios.
"A veces, como hoy, siento que veo torear a un hombre que ha entendido que la muerte no se posterga; que está ahí. Por eso no duda en caminar sin manoletinas hacia el centro de una vida que él entiende incompleta si no se la juega en los medios"
“Qué mal afeitado está ese toro”. “Es un toro de rejones”. “Pero si es un animalito”, remata un hombre que vierte un lingotazo de ron en un vaso de litrona. En el tendido de sol una banda interpreta una música estropeada para la faena que está por ocurrir. Tras brindar el tercero, López Simón se hinca, entierra las rodillas en la tierra parda. Cita de rodillas. Una parte del siete berrea, la otra pide silencio. Quien observa desde la grada, protegido del sol y la muerte, se pregunta a qué ha venido y con quiénes comparte asiento. Quien ve torear desde la grada siente ve a alguien que se desnuda mientras otros le arrancan el vestido a dentelladas.
López Simón avanza en este recital de sí mismo y aunque encuentra aspereza en el cuarto y el quinto, llega erguido –apretado como un alambre- al sexto toro, el último de la tarde. Hay alegría en su palidez, algo del niño que mostró hace unas semanas en Puerto de Santa María –alguien que se siente libre y desata tormentas en cada capotazo-. Descalzo, con los pies otra vez bien plantados en el ruedo, Alberto López Simón dio sus mejores pases de aquella tarde. Bailó a todo riñón y todo pulmón, pegadito el cuerpo al animal y olvidado por completo del suyo.
López Simón avanza en este recital de sí mismo y aunque encuentra aspereza en el cuarto y el quinto, llega erguido –apretado como un alambre- al sexto toro, el último de la tarde. Hay alegría en su palidez, algo del niño que mostró hace unas semanas en Puerto de Santa María –alguien que se siente libre y desata tormentas en cada capotazo-. Descalzo, con los pies otra vez bien plantados en el ruedo, Alberto López Simón dio sus mejores pases de aquella tarde. Bailó a todo riñón y todo pulmón, pegadito el cuerpo al animal y olvidado por completo del suyo.
"El sexto, del Vellosino, habría sido de platino de no fallar con la espada. Y sin embargo, el viaje ya está hecho. El cuerpo exhausto parece atracar en otro mar"
Ahí está el joven matador, pasándose la vida y la muerte por la taleguilla. “Viva la madre que te parió”, se oye medio del silencio anochecido de esta tarde de fritanga. . “Oleeeeeeee, viva”. Resuena la plaza entera. El sexto, del Vellosino, habría sido de platino de no fallar con la espada. Y sin embargo, el viaje ya está hecho. El cuerpo exhausto parece atracar en otro mar. Sonriendo, abraza un hogar que se levanta en el corazón. Ese lugar al que van los que, como Ulises, viajan hacia la muerte y de vuelta de ella.
El domingo, finaliza, con su tufo de pinchos e infierno. Vestido de luces, López Simón sale a hombros de la plaza. Luce su cuerpo magro y acuchillado, brillante como las exclamaciones y los puñales con los que alguien rasga la uve del verano, esa palabra que rompe en su primera letra, ese precipicio de las cosas que acaban o remontan. La rotura que llevan en el alma los que vuelven a casa en un carro tirado por seis toros.
Nota: Al día siguiente, en la Plaza de toros de La Corredera (Colmenar Viejo), el 29 de agosto de 2016, durante la tercera de la Feria de los Remedios, López Simón, de grana y oro cortó dos orejas. Salió por la Puerta Grande con Alejandro Talavante.
2 comentarios:
Muchas gracias por escribir
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