Son las ocho de la tarde de un verano que llega a su fin. En el
número siete de la calle Alejandro González una paila de torreznos bulle. Huele
a cerdo. A grasa. En el bar, cinco
personas –incluyéndonos- miran una pantalla en la que el Sevilla gana a Las
Palmas en una remontada durante el tiempo descuento. Carlos ha querido entrar. Le apetecía un
botellín. Quería beberlo ahí, en ese bar donde hacen los torreznos que más le
gustan y tres cabezas de toros sin cuerpo brotan de las paredes como muñones.
Se han acabado los botellines, dice la encargada. Sólo
quedan cañas o tercios de Alhambra. Carlos pide la caña; yo la Alhambra. Él da
sorbitos a un vasito de cerveza, yo largos tragos a una botella verde que se
vacía por segundo. Al fondo, el Sevilla gana, los torreznos se fríen. Grasa y
vapor. Puro verano.
Entonces no sabía que los países también mueren ni que ése, Browning, era el nombre de aquel revólver.
Le cuento a Carlos que en estos días sostuve una Browning.
Era fría y oscura, muy parecida a la que examinaba de niña en la casa olvidada
de un país extinto. Entonces no sabía que los países también mueren ni que ése,
Browning, era el nombre de aquella pistola. Lo que sí recuerdo
es aquel peso frío de artefacto que mata. Un objeto que tenía prohibido tocar –rompí la
regla, varias veces- y que miraba con curiosidad, doblada por ese influjo que
ejercen las serpientes. Me gustaba aquella pistola; y mucho.
Por eso comenzamos a hablar de armas Carlos y yo. Sí, de
armas, de las muchas que él ha dejado atrás y que ya no puede sentarse a
limpiar con aquel bote de aerosol de aceite tres
en uno mientras miraba, por octava o décima vez, Harry el sucio, aquella que daban en TNT todos los domingos. Carlos está lejos de casa y ya no puede, ya no puede
limpiar sus armas.
Le pregunté cuál de todas echaba de menos. La mirada se encendió, de golpe. Me miró con esos ojos vidriosos que adquieren quienes se hacen mayores. Esos luceros antiguos que iluminan el rostro de hombre de 78 años. Como si hablara de mujeres hermosas, de amores perdidos, Carlos pasó revista a su guardarropa, a su arsenal; a su colección de hombría y sueños.
Por eso comenzamos a hablar de armas Carlos y yo. Sí, de armas, de las muchas que él ha dejado atrás y que ya no puede sentarse a limpiar con aceite tres en uno
Las enumeró, una a una; sin errar el tiro. Un Winchester
frontier original. La Luger de acero blanco. La bayoneta de la Wehrmacht –de tan
solo oírlo describirla, piensa quien escucha en un revoltillo de riñones-. La
cerveza de Carlos se calienta, parece haber olvidado que deseaba beber una bien
fría. Ahora, mientras enumera, parece
desear otra cosa. El revólver Smith & Wesson, calibre 32, de acero blanco y
cacha de nácar. Y claro, la suya: la Browning, de colección. Hace una pausa y
apostilla, casi con redoble de batería: de doble cañón, 7,65 y 9 milímetros.
Sentada en una banqueta del bar, el peso entero recostado en
un hombro como un comisario que nunca seré, le pregunté si recordaba cuál fue
su primera arma. Los ojos de Carlos se volvieron de pronto transparentes, puro
brillo de ventana recién lustrada y metal pulido. Una luz inexplicable y
ensordecedora.
-Sí, la recuerdo, como si fuera ayer. Fue en Pessac. Yo era
un muchacho –dice-. Recuerdo que era invierno. Estaba buscando lombrices en la
huerta, para pescar. Habían removido con una pala toda la tierra, por las
heladas. Así que aproveché y comencé a rebuscar, hasta que me encontré un
objeto de metal. Y me dije: ¿qué vaina esta? Era un revólver.
-¿Te lo quedaste?
-¡Claaaaaaro! –Carlos estira las vocales reclamando la
obviedad de la respuesta-. Me lo guardé en el bolsillo. Pesaba muchísimo. Al
llegar a casa lo metí en agua, para que soltara la tierra que tenía. Como yo
había visto a mi papá hacerlo
antes, le puse un poco de aceite. Era un
pedazo de arma. Un pistolón así –Carlos simula una escala con los dedos índice
de sus manos carniceras; esas manos enormes y manchadas con pecas pardas-. Era
un pedazo de arma: tenía seis tiros. No me acuerdo de la marca, pero sí de que
era un pistolón.
-¿La escondiste?
-Sí. Al día siguiente, cuando pasaron a buscarme para ir a
la escuela mis compañeros, cometí la
huevonada de contar lo que había conseguido. Como no me creían, fui a buscar el
revólver para que lo vieran y me lo llevé para
la escuela. Había un jalabola con
quien había tenido un peo. Porque,
¿sabes algo? –Carlos coge el vaso medio lleno de cerveza, hace amago de beber,
pero lo deja en la mesa nuevamente-. Había franceses a los que no le gustaban
los españoles que vivíamos ahí. Por eso, el huevón ese me dijo un insulto feo,
muy feo. Yo le respondí: como me vuelvas a llamar así, te mato.
-¿Qué insulto te dijo? ¿Lo recuerdas?
-¡Claaaaaro! –otra vez el largo túnel de vocales y
obviedad-. Me llamó sale race. Raza
sucia. Así nos llamaban a los españoles.
-¿Por qué?
-Porque éramos españoles recién llegados a Francia… y porque,
además, éramos republicanos. Sale race, lo
recuerdo perfectamente: sale race –repite-.
Raza sucia. Raza mala. Sale race.
-¿Qué edad tenías?
-Siete años, quizá ocho. Eso fue poco antes de marcharnos a
Venezuela.
-Pero… ¿le sacaste la pistola por eso?
-¡No! Ese incidente del insulto fue mucho antes de encontrar
la pistola. Por eso me sapeó. Porque nos caíamos mal. Pero calla y déjame
contarte. Ese día, cuando llevé el revólver a la escuela, mis compañeritos decían: Charles… Il y a a revolver!
Charles tiene un revólver, decían. Él, el muchacho del que te hablé, estaba
ahí. Habían pasado seis meses desde el incidente del insulto y, ni corto ni
perezoso, el jalabola ése corrió donde el maestro para contarle que yo tenía un
arma.
-¿Recuerdas el nombre del chico?
-Phillippe –respondió, de golpe, como si la memoria
descerrajara todo aquello-.
-¿Cómo era?
-Igual que nosotros, un niño ni gordo ni flaco, porque en
esa época nadie era gordo.
-¿Y qué pasó?
-El maestro me mandó a llamar. Me dijo, y me acuerdo como si
fuera hoy: Phillipe me ha dicho que tienes un revólver. Eso es peligroso: no
para ti, sino para tu familia. Deshazte de él.
Carlos ha olvidado por completo su cerveza. El vaso
parece más una muestra de orina que una caña. No tiene ni burbujas ya. Carlos se pierde. Habla de su padre y su madre. Recuerda el paso desde Barcelona hacia Francia. Habla de ellos con esa voz turbia, la voz que adquiere la tierra cuando la levanta una ventisca. Así habla Carlos de sus padres. No los llama inmigrantes. Los llama
exilados. Quiere que entienda, muy bien, quiénes y qué eran: exilados
republicanos.
Así habla Carlos de sus padres. No los llama inmigrantes. Los llama exilados. Quiere que entienda, muy bien, quiénes: exilados republicanos.
Un hombre mucho mayor que Carlos, el dueño del bar, se abre paso
con dificultad e intenta sentarse en un taburete. Hace lo posible por no perder
el equilibrio y en el intento, deja caer la muleta. Me levanto para ayudarlo. Y
así, el hombre se trepa a su banqueta y mira alrededor: como si vigilara a sus hijos, que despachan en la
barra cervezas frías y tapas de embutidos. A estas alturas, el local es un
horno crematorio de tocino, una sauna de sebo. El anciano de la muleta pide una
magdalena, un bollito esponjoso que come con mordisquitos de niño candela que en cualquier momento puede liarla.
Ahora que vuelvo a mi silla, Carlos retoma la historia. Al mirarlo, siento que
me habla desde otro lugar; uno muy lejano que no llego ni llegaré a comprender
del todo, aunque ambos hayamos perdido nuestro hogar. Yo, estrenándome en el
exilio. Él reincidiendo en el despojo.
-El maestro me preguntó dónde tenía el revólver. Yo me
levanté el guardapolvo y se lo enseñé. Me repitió: deshazte de eso. No me exigió que se lo diera, sólo me ordenó que lo dejara donde lo encontré. Salí del salón y volví a
jugar con mis amigos. Estaba con Jean, que era uno de los amigos de la
camarilla, con él yo silbaba la Marsellesa, que entonces estaba prohibida...
-Francia todavía estaba ocupada, ¿verdad?
-Claro, pero a nosotros nos gustaba hacer esas vainas… Jean –dice,
como si nombrándolo lo invitara a sentarse a la mesa de este bar-. Bueno, lo que te decía, estaba
jugando con Jean cuando el director de la escuela me mandó a llamar –Carlos se ríe,
hacia adentro. Mira al techo y ríe-. Entonces
pensé que Phillippe, no contento con irle con el cuento al maestro, había ido donde
el director. Pero, ¿sabes? Ahora creo que fue el maestro, y no con mala intención,
el que fue a avisar que yo tenía un arma. Cuando llegué a su oficina, el
director me dijo: tienes un revolver. Eso es un problema para la escuela y para
ti.
-¿Y qué hiciste?
-Saqué la pistola y la puse sobre la mesa. La dejé ahí y
me fui.
-¿Y ya?
-Sí, y ya.
-¿Tus padres nunca lo supieron?
-No. Si eso hubiese llegado a más, los habría metido en un
problema.
-Te habrían dado una buena paliza.
-Peor habría sido el problema que habría causado.
El hombre anciano de la muleta ha terminado su magdalena. Nos
mira, como una gárgola con zapatillas. Hace rato que he acabado mi cerveza.
Carlos mira sin interés cuatro croquetas desmayadas en un plato astillado. “¡Era un pistolón
–dice-, un pistolón impresionante!”, dice con la voz de quienes desean
recuperar algo. “Y sí, ese fue mi primer revólver, el primero”.
Carlos parece haber recordado, de golpe, que su cerveza se había convertido en un caldo. Apuró un sorbo calentorro y dijo, mirando el grasiento aperitivo: “Sale
race. Sale race”. En la tele, el Sevilla sale campeón de su duelo. Los torreznos llegan a
la barra, humeantes, en una bandeja de metal de esas que usan en los comedores
de los hospitales. Afuera, la noche cae y el calor tuesta los adoquines. En el
percutor de la memoria, Carlos da el tiro de gracia. “Sale race", repite. "Sale
race”, repite mirando hacia ninguna parte. "Sale race".
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