domingo, 9 de marzo de 2014

Va, pensiero

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Para ti, que me enseñaste a escucharla.
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Un Quijote convertido en guiñol pide que el ministro Wert sea llevado al Tribunal Internacional de La Haya. No sabe uno si el asunto da para tanto, pero casi. A su alrededor, un grupo de niños no muy convencidos miran al  octogenario titiritero con cara de terror. Son las once de una mañana con sol y algo parecido al buen tiempo. El Paseo Recoletos está lleno, a ratos. Más de 80 asociaciones ligadas al teatro, el cine o la música han convocado una manifestación por la“dignidad” de la cultura, uno de los muchos sectores afectados no sólo por los recortes sino también por el aumento de hasta 13 puntos -en el caso del cine y el teatro- en la reforma fiscal que el gobierno de Mariano Rajoy puso en marcha en 2012. Los peluqueros y las funerarias sufrieron el mismo revés. Pero ya se sabe, la gente puede elegir no asistir a un concierto, pero no detener el crecimiento del cabello o la llegada de la muerte.
Emparentada con las protestas que han hecho sectores como el educativo o médico en los últimos meses, y que se han bautizado como mareas, esta ha decidido llamarse Marea roja. Y no sabe uno si es porque lo cultural, de forma atávica y casi peyorativa, ha sido considerado en España un territorio de la izquierda, de progres y rojos, o porque el color algo dice de cualquier acto creativo. En tal caso, esta no ha sido ni marea, ni roja; y no por hacerle de menos a los artistas, sino porque la última cosa parecida a un oleaje de semejante color en el Paseo Recoletos ocurrió cuando España ganó la Eurocopa por segunda vez consecutiva, en 2012. Que no pasa nada. Que no hay por qué darse golpes de pecho ante el hecho de que el fútbol atraiga a más gente; así que de Marea Roja la cosa pasa más bien a poza pintona.
Subo y bajo por el Paseo Recoletos. Un grupo de alumnos de conservatorios ejecutan melodías amables, de esas que la gente escucha por absorción –Albinoni en su mayoría-. En otro escenario, algo más abajo, un hombre aporrea un cajón y una niña improvisa malabares. Un sonidito de organillo, acaso de paso doble y feria, hace que todo parezca confuso, casi folklórico. Camino sin convicción. Y no porque no crea en lo que dicen –vivo de esto, soy periodista cultural- sino porque un tufillo extraño tiñe el ambiente.
Escoltado por un hombre que le da vigorosas palmadas y le llama candidato, el diputado de Izquierda Unida, Cayo Lara, baja dando zancadas. Me acerco e interrumpo su paseo. Él piensa que deseo un abrazo. O una foto. Y en verdad no sé si lo que deseo es preguntarle cómo es posible que su partido acepte dinero del gobierno venezolano –lo más lejano al progresismo que existe en el mundo- o si preferiría pedirle de regalo para mi padre el pin que lleva puesto. Opto por la segunda opción, es menos complicada, más neutra . El pin en cuestión es una bandera republicana hecha con lápices, un guiño a mi padre -y su fascinación por lo que esos colores significaron alguna vez- y también al acto independiente que un objeto para escribir encierra. Le pido el pin a Cayo Lara, quien me sonríe con una dentadura inverosímil, como de hormigón. Lo siente, sólo tiene ese. El hombre de las palmadas sigue llamándole candidato y yo quiero fumar. Me alejo. Él se queda,  con su pin prendido en el ojal de la americana, y recibiendo el round de peloteo de su compañero de paseo.
Una vez en Cibeles, dudo. ¿Subo y me hago con un sitio para lo que realmente he venido a ver o me siento a leer en un parterre bajo el sol? Decido hacer ambas cosas: subo a escoger un buen lugar desde donde escuchar la versión de Va pensiero que interpretarán la Orquesta Sinfónica y el Coro de Ciudad Real y me siento en el borde de una acera. Abro entonces el libro de Félix Romeo que desde hace días leo y releo. El ejemplar es amarillo y muestra al escritor aragonés, vestido de negro, de pie y muy erguido, mientras tapa uno de sus ojos con una mano. Por qué escribo (Xordica), reza el título, es una recopilación de los textos que publicó en prensa Romeo antes de morir. Me detengo en uno, titulado El cielo no se desploma, en el que Romeo habla de cómo a la escritora húngara Agota Kristof la risa le permitió darse cuenta de que el mundo seguía girando tras la muerte de Stalin. A mi lado dos señoras intentan fotografiarse con un teléfono móvil. “Que está muy de moda, pero es demasiado difícil”, dice una de ellas tratando de hacer el selfie dominical. Tendrán ambas la edad de mi madre. Ayer hablé con ella. Me contó que llevaba ya 15 días sin salir de casa y que ahora, a diferencia de unos días, la Guardia Nacional estaba entrando a la fuerza a las casas y los edificios a llevarse presos a los estudiantes que han participado en lasprotestas caraqueñas de las últimas tres semanas, que ya acumulan 21 muertos. Sé que a ella le gustaría estar aquí. Ama el Nabucco y si a mí también me gusta es gracias a ella. Y sé que a ella, como a mí, el Va pensiero –el canto de los esclavos- que está por sonar significa cosas muy distintas de lo que para la gente aquí reunida.
Leo y espero bajo el sol. Transcurre media hora. Comienzan a llegar los músicos. El coro. Los manifestantes. Alcalá está, ahora sí, apretada y concurrida. Apenas y puedo moverme. El maestro de ceremonias sube al escenario. Y la gente aplaude, grita Sí se puede, Sí se puede, Sí se puede. Miguel Ríos lee un comunicado. Exige al Estado garantizar la cultura como derecho. Y sí, razón podrá tener, pero parpadea en mi cabeza la idea de que una cultura capaz de financiarse a sí misma es más independiente que esa otra que crece con dinero público. Pero yo no he venido a esto. Sólo a escuchar una melodía. He venido a hacer lo que siempre cuando quiero ver a mi madre: escuchar opera. Quienes arengan callan y un coro soleado emprende la que sigo pensando es una de las más hermosas composiciones que he escuchado jamás: “Va, pensiero, sull'alidorate” (Ve, pensamiento, con alas doradas…)
Y aunque el coro del tercer acto habla en verdad del pueblo judío y fue escrito por Verdi en la Italia de la unificación, hay en esas palabras una astilla propicia para arder en cualquier época. “Oh mia patria sìbella e perduta!/ O membranza sì cara e fatal!”. (¡Oh, patria mía, tan bella y tan perdida!/ ¡Oh recuerdo tan querido y tan fatal!). Que hable de las orillas del Jordán y las torres derruidas de Sión puede que sea lo de menos. Va, pensiero es la melodía de la pérdida. Los judíos añoran su tierra, como otros la suya. Ellos atraviesan el largo exilio cantando mientras les exhortan a tener fe: Dios destruirá Babilonia. Y quizás por eso, por la idea confusa que producen juntas la fe y la distancia, la pérdida y la persistencia, al escucharla, los pulmones se llenan de aire y las ganas de cantar se confunden con las de gritar. Pero hoy no grito. Me mantengo de pie. Con una mano  sostengo el móvil con el que grabo un vídeo para que mi madre lo escuche y con la otra me limpio dos potentes lágrimas que me bajan por la mejilla. “Va, pensiero, sull'ali dorate”. Las señoras que intentaban fotografiarse me miran. No entienden por qué lloro. Mejor así. Mejor.

2 comentarios:

ufa dijo...

Pues asi fue...http://www.youtube.com/watch?v=9VkcLSAD1DE

ufa dijo...

Pues asi fue...http://www.youtube.com/watch?v=9VkcLSAD1DE