miércoles, 11 de noviembre de 2009

Irvine Welsh y el síndrome de la salsa de ostras


Un trío de amigos varados en un desierto, uno de ellos con una picadura de cascabel en el pene, y un tópico chicano de chingatumadre apuntándoles con un arma, con orden de felatio incluida. Un escocés de mediana edad y regusto soez en un bar de las Islas Canarias que espera a su hija, una regordeta adolescente malhablada. Kendra Cross y su grupo de amigas: cuarentonas neoyorquinas adictas al Sanax, los perros y el ejercicio. Pensé que hasta ahí era suficiente. Que pronto alguien tendría el decoro de escribir una línea relativamente decente. Pero no, había más, mucho más. Un actor ex actor porno, abstemio y regenerado, se enamora de la cuarta y última esposa de un difunto director de cine, Yolanda, una mujer que 30 años antes fue Miss Arizona.

Si te gustó la escuela, te encantará el trabajo, el libro de relatos de Irvine Welsh que la crítica literaria española reseñó histéricamente y con un entusiasmo que les hizo perder el control de esfínteres. Repetitivo, predecible y apagado. Así me resulta.

Irvine Welsh se comporta literariamente como un Peter Pan de la Generación X, demasiado instalado en su discurso working class, ex fármaco dependiente y decadente. Todo es tarantinesco y huele a comida caducada. Esa pátina a los James Ellroy o Bret Easton Ellis. Demasiada caspa, muy poca historia y una traducción lamentable. De hecho, comienzo a sospechar sobre la posibilidad seria de que ninguno de los periodistas encargados de reseñar el libro de Welsh se haya leído una página de este escuálido ladrillo.

Quizás porque mi generación era pastillera y no heroinómana. Quizás porque no estamos tan desencantados como ellos y si lo estamos, ya nos apañamos nosotros. Ya tuvimos suficientes geniales y atormentados mártires, de Kurt Cobain para arriba. La guerra no nos tomó por sorpresa, tampoco la pobreza, el sida, las drogas, el desempleo ni el subempleo, los suburbios y sus baladas. Los Simpsons se nos quedaron cortos y se nos hicieron inocentones. En lugar de grunges hay negros brillantes con los dedos llenos de anillos. Es una renta acabada, una factura vencida. Bostezo frente a este tatuado abuelo asiduo a los dinners, las peleas de hooligans y quién sabe qué otros figurines de la White trash o los beans con tocino.

Más de lo mismo. Una espesa y paliativa salsa, como ese brebaje artificial y viscoso con el que los chinos disimulan la carne de tercera y que supuestamente sabe a ostras. A eso me sabe Irvine Welsh, a cosa pegajosa, agria y descompuesta cuyo sabor, no importa cuánto tiempo haya transcurrido, seguirá quemándote la garganta y horadándote el estómago. Terminaré de leerlo, por principios y porque me ha costado 20 euros el libro. No mucho más. Últimamente me doy por vencida con demasiada rapidez. Creo que me estoy haciendo mayor, o cínica. Eso, o fueron los vampiros que me dejaron tonta.

6 comentarios:

Daniel D'Armas dijo...

amé tu post, completamente de acuerdo

La KSB dijo...

Daniel, menos mal, comencé a pensar que estaba volviéndome muy radical.

Roberto Echeto dijo...

Querida Sra. Sáinz, gracias por esta bella reseña. Yo también ando desencantado de tanta ironía repetida, de tanto cuento extremo y de tanto pepómano en interiores Ovejita.

Aquí en Venezuela abundan "los miniirvingüelchsensacional", los divorcistas, los tipos que hablan de bares, putas y gente divorciada. Qué ladilla.

Un beso, Sra. Sáinz. Esta oración es para la historia. Permítame usarla en su debida oportunidad: "Quizás porque mi generación era pastillera y no heroinómana"

La KSB dijo...

Roberto, ¿te acuerdas de tu hipótesis sobre la falta de héroes? Bueno, es eso. Estoy segura. E insisto. Yo, como tú, bostezo.

Ines dijo...

Completamente de acuerdo con el Sr. Echeto!!!!!!

La KSB dijo...

Roberto es una de las personas más lúcidas que conozco.