Querido Antonio:
Llevo quince días sin escribir, creo que tengo gripe y extraño las montañas. Leí tu último libro. Me pareció incomprensible. No puedo reprocharte nada, excepto la repetición; la colección de maravillas que se parecen a otras maravillas y esa manía de que todo lleve viento y rabia en las solapas. En verdad, Antonio, no puedo criticar ni pedirte nada, excepto que entiendas porqué escribo esto.
Me rebullí entre los brazos de Anselmo –mi sofá - y terminé como pude las doscientas páginas. Una infancia alucinada y excesivamente reflexiva; el papá con ganas de morirse; el campo, siempre el campo; los puños, los zapatos y los pantalones de pana; tu hermana de risa batiente y dientes de leche; el fuego en los ojos y el frío en tu corazón de niño. ¿Sabes que ocurre lo mismo cuando sueño? Como en tus cuentos, nada se fija. Todo anda por allí, borroso.
La infancia se cuela. Mi papá se va antes de que amanezca; a mi hermana le golpean el estómago y los caballos blancos desaparecen del patio de tierra. Se hace de día antes de tiempo y todos duermen cuando quiero hablar. Eso, Antonio, no está nada bien.
El otro día imaginé a otro tachándote palabras, pidiéndote que fueses claro, que explicaras de dónde viene el niño Tigre y qué hace sobre el árbol del jardín; de dónde sale la abuela malvada y la madre valiente. Me imaginaba cómo te pedía que fueses trabajador y consecuente con el lector. Que faltan acciones, Antonio, y ya sabes tú de sobra que la literatura son acciones… no palabras. Sí, como lo oyes.
Llevo quince días sin escribir, creo que tengo gripe y extraño las montañas. Se hace de día antes de tiempo y todos duermen cuando quiero hablar. Eso, Antonio, no está bien. Nada bien. Leí tu último libro. Desde entonces, no escribo.
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