“Se ve que estas montañas son los hombros de América.
Aquí sucede algo, nace o se ha muerto algo...”
Rafael Alberti. “Costas de Venezuela”
Rafael Alberti. “Costas de Venezuela”
En la esquina de Goya con Velázquez, unas diez o doce personas reparten volantes y llaveros con el anagrama de partido popular y la foto del candidato conservador Mariano Rajoy. A todo el que pasa le dan algo: una gorra, un bolígrafo, una pegatina, una chapa... Desde un carro azul suena una cumbia impostora y exagerada, una cumbia demasiado interesada en sonar a cumbia. El sonsonete de la canción dice lo mismo. Rajoy es el hombre. Rajoy presidente.
Tres días atrás, durante el segundo y definitivo debate de televisión previo a las elecciones generales del 9 de marzo, el candidato conservador sacudió el guante de la inmigración contra el candidato socialista y presidente de Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero. Después de vincular el aumento de la población extranjera con el índice de criminalidad, Rajoy prometió mano dura en su política de inmigración.
Los extranjeros –decía Rajoy- deben acogerse a un contrato de integración y respetar las costumbres españolas. Por ejemplo, “no practicar la ablación y la poligamia”. En los últimos cuatro años, 700.000 extranjeros recibieron permiso legal de trabajo y residencia. Y aunque toda regularización podría ser un acierto, las condiciones de legalidad suponían -para Rajoy y sus votantes- una merma de los derechos de los españoles.
Sesenta años atrás, en 1947, a Venezuela habían llegado cerca de cinco mil europeos, entre ellos mi padre. Mi abuelo, un oficial de máquinas nacido en Santander, partió junto a mi a abuela y sus hijos desde el Puerto de Le Havre en un trasatlántico que desembarcó veinte días después en el Puerto de la Guaira, en el litoral venezolano.
Cuando llegó, mi padre tenía nueve años y un castellano inexperto, por no decir torpe y falto de práctica. Su nacimiento había sorprendido a mis abuelos en Barcelona, mientras huían para refugiarse en al Sur de Francia. La derrota del bando republicano en la guerra civil los obligó a emprender la ruta hasta Pessac, un pueblo de la zona Burdeos, al que llegaron tras permanecer un tiempo en un campo de concentración.
Buena parte de su infancia –la de mi padre- transcurrió en otro idioma. Y ahora que me cuenta su sorpresa al bajar del barco y escuchar a los demás hablar castellano –una lengua repentina para él-, me pregunto si por alguna razón mis abuelos habrían limitado el español en casa; si es él quien ha fabricado ese asombro, o si soy yo la que se lo inventa.
Ellos no fueron los únicos en cruzar el atlántico. Otros treinta mil españoles partieron hacia América en la misma fecha. Según estadísticas españolas, de los treinta mil españoles que partieron en los años cuarenta, 52% se dirigió a Venezuela. Incluso afirma la Oficina Arquidiocesana de Caracas que para la década habían entrado al país 200 mil españoles, en su gran mayoría gallegos y canarios. En pleno trienio adeco, cerca de dos mil españoles, entre ellos mi abuelo, su mujer y sus tres hijos llegaron al centro de recepción de inmigrantes El Trompillo, en Güigüe, un pueblo del estado Carabobo, a unos 150 kilómetros de una Caracas sin autopistas ni carreteras.
Mi abuelo comenzó a trabajar como albañil en la construcción del hospital de Güigüe y mi abuela, en las ocasiones y de la manera que podía, como enfermera. Corría el año de la primera asamblea constituyente en la historia de Venezuela. Por ley, el Estado se haría cargo de la salud pública, las tierras, la protección social, la construcción, la infraestructura y la educación. El voto universal llegó como novedad a una democracia inexperta. Un Rómulo Betancourt aún demasiado socialista se embarcaba entonces al frente de su propio Falke, en el que cabían por igual exilados políticos e inmigrantes sin nada; criollos y extranjeros.
Luego de la muerte de Juan Vicente Gómez y la desaparición del gomecismo póstumo de López Contrera y Medina Angarita, todo estaba por construirse, desde las carreteras hasta la democracia. Y fue precisamente en las vías de ese país donde mi abuelo consiguió empleo como jefe de talleres de ferrocarril de Aroa, en el estado Yaracuy, muy cerca de las minas de cobre que comenzaban a ser explotadas. Tres años más tarde, luego del golpe de Estado contra el gobierno de Rómulo Gallegos, una Junta Militar de Gobierno derogó la constitución del 47. El voto y los partidos habían desaparecido. Pero el país ya estaba montado en la rueda del progreso, sólo hacía falta brazos para hacerla girar.
La política de puertas abiertas con la que llegaron al país canarios, gallegos, italianos y portugueses trajo consigo al resto de la familia mi padre, a la manera de un trasplante definitivo. Sobre esos años, las estadísticas de hacienda venezolana reflejan un paso de la tasa de ahorro de 25% en 1947 a 59% en 1955. Más del doble en menos de diez años, un espanto moderno para un país entonces palúdico. La rueda del progreso seguía girando. Todo estaba por hacerse, empezando por lo más simple: la confección de una nueva vida. El país entero se construyó con manos venidas de otro lugar, se hizo a pulso, de otra forma, en otro tiempo: un tiempo venido del otro lado del mar.
El archipiélago canario y gallego de La Candelaria; La Floresta y Los Ilustres, sus italianos, portugueses y españoles. Caracas entera se transformó en un Atlántico reposado que olvidaba la vuelta mientras hacía llegar dinero a los que se habían quedado en Europa. Remesas invertidas en tiempos de cemento, lugares de paso que terminaron en patria. ¿Patria? Sí, eso: patria, aunque ahora suene a enfermedad erradicada.
Sesenta años, con todas sus muertes y nacimientos. Sesenta años hace ya de todo aquello cuanto ignoro; del país abolido; de los viajes en barco; de las guerras remotas y los abuelos difuntos. Que yo sea parte de ello me sorprende ahora, justo ahora, que rechazo una pegatina con el rostro de Mariano Rajoy, de la misma forma que rechazo su cumbia y su contrato y su progreso para los españoles. Porque yo, sin saber muy bien porqué, también vengo de otro sitio. Yo, al igual que otros, he venido de un tiempo al otro lado del mar.
(*) Con el perdón de Vicente Gerbasi; y el de Fausto Verdial, por un epígrafe que él encontró primero.
7 comentarios:
Brillante!!
Tu relato es el de muchos de nosotros. Mi familia pasó por algo parecido. De hecho mi padre, siendo un niño como el tuyo, tambien salió del puerto de Le Havre.
Rajoy parece olvidar que los españoles (claro, del bando contrario, el republicano), fueron recibidos en otros paises con los brazos abiertos.
Yo ya voté.
Hola, Karina. Soy Gabriel compañero tuyo del master de la ECH. Ayer no finalizamos nuestra conversacion acerca de lo que habias escrito sobre la inmigracion. Bueno, he escrito yo algo en referencia en mi blog. si quieres, leelo.
http://lavidaenelvalle.blogspot.com/
buenos dias!!
Gabriel
Bueno reencontrarme con tus letras. Ahora, gracias al ave, estamos a una hora de distancia. A ver si nos tomamos un cortado en abril, que estaré por madrid.
Saludos
Buenos dias, primero me gustaria felicitarte por tu blog en el cual no habia ingresado antes, he leido la historia de tu padre el inmigrante y me causa cierta emocion debido a que el abuelo de mi novia tambien llego a venezuela en el año 1947 de francia huyendo de franco !
Resulta que ahora mi novia esta pidiendo la nacionalidad por memoria historica y le piden que demuestre algun listado o documento donde aparezca que partio desde francia en ese barco, no se si tu o cualqiuera de las personas que han escrito en tu blog podria indicarme en donde podria ella conseguir eso ! de verdad te lo agradeceria muchisimo.....
Mi correo es agustin37@hotmail.com y de nuevo te agradeceria muchisimo si me pudieras ayudar !
Saludos !
HOla! tengo un problema, mi abuelo vino a Venezuela desde Burdeos en el 47 y no tengo manera de demostrarlo. Quisiera pedir la nacionalidad por la Ley de Memoria Histórica, pero en el Consulado me piden que demuestre con un documento de la época el exilio de mi abuelo. ¿Sabes en donde podría buscar información?
Muchas gracias.
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