viernes, 5 de octubre de 2007

El Aperitivo



No es un bar, es una cafetería. Quizás por eso no tiene televisión.Sus papeleras rebosan con colillas de ducados y restos de gambas. Es moderadamente cutre y con un aire tierno y estropeado, como una moqueta que dijese “hogar, grasiento hogar”. En esta barra se refugian desde abuelitas hasta mendigos; se mezclan jubilados y esquizofrénicos; comparten banqueta toscos obreros y oficinistas de perfume aburrido, todos en Santa Paz, como si en lugar del latín, el idioma universal fuese el Vermouth del aperitivo. Un hombre termina su pincho de tortilla. Habla como si tuviese un gargajo perenne en su garganta. Se voltea y dice, dirigiéndose a una mujer que bebe un descafeinado: “Lo que soy yo, no compro más el periódico”.

La mujer ríe y responde algo indescifrable. Habla como una gallina búlgara o una perdiz gallega. Es imposible entenderle. Idéntica a una paloma de plaza, se sienta con las manos entrelazadas sobre el estómago, como un obispo que se adormece en una mecedora. Habla rápido, con seseos y lleva su pena lingüística a cuestas: “Yo la dije”. Esta mujer pertenece a la especie acera reginae. Se les conoce por el tono exacerbado de su plática. Andan en grupo y si se les ve solas, es porque pasean a su perro. Caminan de dos en dos, sostienen la bolsa de la compra y su enlacada cabellera, que debe pesar otro tanto. Por lo general dirimen la vida de un tercero, oficio que las absorbe hasta hacerlas olvidar que su volumen obstruye el paso en la calzada. Sus gestos enternecen y repugnan por igual. Sus conductas, aunque no manifiestamente políticas, hablan de algo que no ha transcurrido, como si sus intromisiones y prejuicios en la suerte de la vecina o la enfermedad de Mary Loli fueran estropicios de una España rural y franquista en la que el tiempo chapotea, mejor dicho, se empoza.

Aunque un tanto más joven, la mujer de la barra encaja con esta tipología. Es una acera reginae que bebe su descafeinado de sobre mientras un hombre insiste en contarle porqué ya no se entretiene con los titulares de la prensa. “¿Para qué coño voy a comprar el periódico?”, vuelve a decir dirigiéndose ella; también a nosotros. Su voz rebota contra todo e incluso parece que reventará un vidrio. Comienzo a impacientarme, quiero saber en efecto porqué ese hombre ya no compra el periódico. Me acerco e intento distinguir sus palabras. Me distrae el espesor de sus zetas escupidas. Miro a mi alrededor. Todo cuanto me rodea se separa de su fondo: el pequeño perro pequinés amarrado en la puerta; la niña que pasea el bocata de un lado a otro de su boca abierta mientras su padre ordena un Cola-Cao ; el metódico mesonero de cejas gruesas y barba azulada; el mostrador y su decrépita caja registradora; las tortillas de patatas que juegan a las bellas durmientes y esos servilleteros llenos de pequeños papeles en los cuales se fija por igual la tinta y la grasa.

Mi mirada va y viene. Recorre la barra. Mis ojos se apoltronan, se entretienen. Aún no sé porqué bebo mi religioso café en este lugar. No lo hago sólo por el cortado en vaso, sino por formar parte de una costumbre que se acumula: el bar de la esquina, algo así como la síntesis de un cierto tipo de ciudadanía. Su naturaleza es variada: existe dentro y fuera de sus límites. No importa cuál, ni dónde, tendrán siempre sus bandejas opacas con fiambres y patatas, habrá mayonesa y quejas; habrá caña y hora de la siesta; habrá papelera y periódicos sobados, también Real Madrid y sus nunca bien ponderados afectos.

A diferencia de mi anterior domicilio -Rosales-, mi nuevo hogar es casi una aldea. Como todo territorio insular es encantador, exuberante e ideológicamente puro. En los mostradores de los bares abundan ejemplares del ABC y La Razón, se sintoniza Telemadrid y me atrevería a decir que hay quienes piden a diario la resurrección del Caudillo. Las personas comparten el tono esmaltado de sus objetos y creencias. Incluso en los jóvenes ese barniz persiste, se fija a sus ideas como el tabaco a la yema de sus dedos. En un momento donde ser de izquierda es políticamente correcto, su conservadurismo es admirable, incluso enternecedor, de no ser por un tufo barbárico que se desprende de sus prácticas.

El hombre que manifiesta a viva voz no comprar más el periódico, la acera reginae que revuelve su descafeinado, el perro pekinés amarrado en la entrada, la obsoleta máquina registradora, las bandejas de bonito y jamón de lomo; todo está recubierto de un amarillento esmalte político. Y en el bar de cualquier esquina, se sienta a tomar el aperitivo un país demasiado parecido a sí mismo como para ser europeo.

Remuevo estas ideas mientras empujo la capa de nata de mi cortado. La mujer del descafeinado se levanta de la silla. La niña del bocata finalmente se atraganta. El pekinés intenta quitarse su mini abrigo. La decrépita máquina registradora marca cinco euros con treinta. A mis espaldas, el hombre del gargajo perenne ya no tiene con quién hablar. Se pone de pie, compra tabaco en la máquina y remata, de cara a la peña: “Pero dime, dime… Si Zapatero es un cabrón y el Real Madrid es una mierda, ¿para qué coño voy a comprar el periódico?”.

2 comentarios:

Sinar Alvarado dijo...

está usté buscando, señorita sáinz, y creo que si sigue así va a encontrar. bien.

Francisco Pereira dijo...

Agradezco a Roberto haberme enviado la receta de tus barbitúricos, ya me tomé una pastilla y me ha hecho excelente efecto... no lo se..., pero esto puede ser adictivo.