domingo, 2 de julio de 2017

Laura y el hombre de plata



Las Ventas. Dos de abril del año 2017. Un hombre de plata y Laura ocupan el centro de la escena. Todo cuanto los rodea centrifuga la sepultura que los recorre a ambos: un chico que mira su móvil; ese hombre de gafas policiales y corbata rosa;  las varas de un picador fuera del encuadre. Una coreografía impresa en un cubo de hielo (siempre a punto de ocurrir). El centro lo ocupan, insisto, Laura y el hombre de plata. Sin mirarse. Él, torerísimo; acaso derritiéndose por dentro. Ella, despojada de su habitual entusiasmo y envuelta en ese fular rojo. Hace frío. Queda un mes para la Goyesca.

Seguro hubo bendición, ¡cómo no! La gracia de asomarse al patio de cuadrillas es mirar a Laura. Sean figuras o debutantes, ella siempre está ahí. Me gusta espiarla mientras administra el milagro de la compasión: verla transferir parabienes sin puntería a aquellos que podrían no salir vivos del ruedo. Y hoy –claro-,  siendo novillada, la ruleta carga dos veces, porque nadie tiene nada qué perder, excepto lo que ya posee. La derrota, o su contrario,  es el resultado de una ración ya de por sí escasa.

Sigo a Laura desde hace dos años. Comparto tendido con esta mujer: el tres. Ella en el bajo; yo en el alto. La veo, la mayoría de las tardes, justo al lado de la bocana de la puerta de los picadores que guardan. La escucho arrojar ‘oles’ como bulas, incluso en las faenas más soporíferas. Pero en este instante, justo en este momento en el que llego pronto a la plaza para olisquear asuntos ajenos, mi mirada se detiene en otro lugar de su nombre. La congelo. La aíslo. Se revela ante mí prendida por el alfiler de la cámara de un teléfono que ve lo que yo no sería capaz.

Ahí están, juntos, el hombre de plata y Laura. Pegaditos a la muerte. A ella, porque la vida se le acaba y al peón porque, ya se sabe, va hacia la muerte y regresa de ella sin tocar pelo. El parpadeo de toros que siempre serán de alguien más. Como a Laura, al hombre de plata no le pertenecen ni los trapos ni la espada, pero ahí está: bailando. Puliendo la hebilla, que dicen en mi ciudad. Desventrarse contra los pitones del astado que nunca será suyo o las agujas de un reloj, el de la plaza, que van a su aire. Yo, mirándolos, recito mi Gil de Biedma. Que la vida iba en serio

Han transcurrido meses desde esta instantánea. Ambos, Laura y el hombre de plata, se mantienen firmes en su gesto, presiden ese mundo que ellos centrifugan. Le hacen  un desplante al tiempo. Pero ésta, claro, es una fotografía. Nada vale. Nada puede. Es, sólo, el breve milagro del que mira… tuerto de entrañas.

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