jueves, 25 de mayo de 2017

Sobre Talavante o cómo bailar sobre el pelo de una gamba



Un hombre de plata arroja papelillos en el aire. Hace tanto calor que hasta parece que estallarán como palomitas. El viento, cuando sopla, lo hace flojo y caldoso. La plaza entera se abanica, como si aplaudiera para llevarle la contraria al sol. Mis compañeros de tendido llegan algo más tarde que yo; minutos  antes del paseíllo de los alguacilillos. Nos saludamos, como si fuésemos parientes. A Javier, el que fuma y ha leído todo el policiaco publicado en español por Alfaguara, le gusta el libro que acabo de cerrar sobre mi regazo. ¡Hombre, Loriga!, exclama. Pero vamos justos de tiempo para compartir lecturas. Porque en la décimo cuarta de San Isidro el cartel enchufa corriente  en quienes hemos llegado justos de fuerzas para freír el corazón sobre la piedra.

Justo entonces aparece Talavante, el hombre que torea en endecasílabos.  Dos, tres, cuatro chicuelinas. Y esa cara de cuchillo.

Tobillita, un salinero de Núñez del Cuvillo, trota albino sobre la arena. Un toro claro, como boa desteñida recién salida de toriles. Veo a Juan Bautista, con esas piernas combadas que a mí me parecen a punto de quebrarse. El francés brilla como un canutillo en los medios. Algo me distrae, porque capote y picador sobrevienen como un parpadeo. El siete pitorrea, como siempre. Miro la cruceta del hombre a caballo. Presencio el castigo, sin dolerme. La sangre que mana del lomo de Tobillita  es más roja que la de un Ribera; es el pelo sin color del lomo, que todo lo amplifica. Justo entonces aparece Talavante, el hombre que torea en endecasílabos.  Dos, tres, cuatro chicuelinas. Y esa cara de cuchillo. La mucha mandíbula cortando la fruta de la tarde con el filo de una tela.  La faena del primero de Juan Bautista  viene a menos, como una pólvora despilfarrada. No la recuerdo. No me entero. No rima. No me habla en verso. Yo, claro, he venido por el extremeño.

Apunto en mi libreta cosas que no sirven de nada, pero que yo me empeño en comprender. El dogma del entusiasta; aunque en el fondo, yo me sienta siempre la más rubia del tendido

Mientras apuntillan a Tobillita, sigo a Talavante con la mirada. El diestro salta sobre un adoquín del callejón. Se retuerce como un tornillo vestido de seda. Apunto en mi libreta cosas que no sirven de nada, que explican asuntos que los que están a mi alrededor ya saben de sobra, pero que yo me empeño en comprender. El dogma del entusiasta; aunque en el fondo, yo me sienta siempre la más rubia del tendido. El segundo de la tarde sale de toriles. Pesa 518 kilos. Un jabonero abrochadito de cuernos, como dicen los que saben. ¡Ay!, palmas de tango. Que el toro no gusta. Y yo sin saber muy bien por qué. Pero apunto, como si eso me diera luces en esta tarde caldosa, que arde como un puchero de enero.

“Talavante: eres grande, grande, grande”, grita un hombre que sigue al matador allá adonde vaya. Bonita fe la de quienes gritan al viento verdades casi científicas.

El segundo astado  da un paseíllo inapetente por el ruedo. Talavante, hombre alambre, recibe  con un capote sin arrugas. Tantea, olisquea con telas lo que yo no acabo de entender sobre la piedra. Cambia al tercio. Entran los picadores y salen, otra vez, invisibles ante mis ojos. Pero llega la muleta y empieza la sustancia.  “Esto es como el paté y el foie-gras, los dos se untan pero no saben igual”, escucho a mi alrededor. Sin duda, entre el francés y el extremeño hay una zanja. “Talavante: eres grande, grande, grande”, grita un hombre que, según los murmullos, sigue al matador allá adonde vaya. Bonita fe la de quienes gritan al viento verdades casi científicas.

Miro el reloj; se me antoja que pudo haberse detenido de la misma forma en que los papeles estallan como palomitas bajo el calor de mayo

Tristón, el sabonero que le toca al extremeño, sangra hasta la pezuña. Está bien picado, dicen. Y aunque se duele de las banderillas, aguanta su destino de filete. En la suerte de muleta, Talavante torea al natural; algo que creo haber comprendido, no porque sea capaz de explicarlo sino por lo mucho que enciende en mí el vapor de una idea. Es su mano izquierda, enguantada de negro casi siempre, la que me hace entender una misma cosa con todos los sentidos: el oído –oleeeee, que recitan los tendidos-; la vista, esa bella curva del toreo cuando parece cierto; el tacto –la piel de gallina bajo un sol de 36 grados-; el olor a tierra que levantan estas tardes y el gusto ferroso de una boca ansiosa, seca de tanto mirar. Miro las tandas de los pases como si untara mantequilla sobre pan caliente. El extremeño tira la muleta hacia las tablas –no hacia la plaza-. Suerte contraria, me explica don Javier. Miro el reloj; se me antoja que pudo haberse detenido de la misma forma en que los papeles estallan como palomitas bajo el calor de mayo. Las mulillas arrastran al jabonero y mi corazón se enciende con un pasodoble. Cursilerías mías, que no nací en esta tierra pero me pueden sus travesías, por pintorescas que suenen.

Roca Rey recibe al tercero con su mucho arrojo de Principito limeño, mezcla de Saint-Exupery y Manongo Sterne de Bryce Echenique. El muchachito va a toda prisa, como los que hacen el olivo con 21 años. El toro entra al caballo empujando poco y en banderillas, Juan Bautista hace un quite de bostezo. EL peruano recibe en la faena de muleta con cuatro estatuarios y un desmayado que me retiene. Citando de lejos, Roca Rey se lleva a  Aguador –un toro siglo de oro cuyo nombre me recuerda al de Sevilla que pintó Velázquez- a los medios. Transcurre la faena hasta, ¡ay,! la espada. “Que aquí se abre el Cossío y ya está. Por como estaba colocado, cantaba el bajonazo”, dicen los que saben.

Mientras el cuarto de la tarde ocurre, el segundo del francés, se intercambian bocadillos. La alegría del pimentón frito en las comisuras de gente que apenas se conoce pero comparte merienda. Relatero, un colorado chorreado que a mí me parece más un tigre que una res, persigue a la cuadrilla del francés por todo el ruedo. El asunto da cierto pudor, por aquello de salir corriendo. Pero llegan las banderillas y el asunto quiebra. “Cuidado, que ahí viene Talavante”, dice don Javier, sacando su cigarrillo de la pitillera plateada. Tres delantales y una remolera se inventa el extremeño en esta tarde sin viento. EL francés se pica y pide réplica, pero es poco lo que hay que hacer cuando compartes cartel con la cuerda de un violín. Alguien que hace arpegio en cada lance.

“Entre Talavante y el toro no cabe el pelo de una gamba, y mira que son finos”, dicen al arrancar la muleta

Y llega el quinto, que nunca es malo –dicen-. Como lo han picado poco, el negro listón del Cuvillo llega crudo a la faena de Talavante. Es su segundo y su oreja, la segunda de San Isidro hasta hoy para él. Algo vibra en el aire, va a tocar pelo el matador. O al menos eso me repito, sobando mi escapulario del ignorante. “Entre Talavante y el toro no cabe el pelo de una gamba, y mira que son finos”, dicen al arrancar la muleta. La primera tanda de pases  con la izquierda –enguantada de negro, siempre-, resulta untuosa. En la segunda, el toro avisó que iba a por el matador. Ole, Ole, Ole. La plaza baila como la sopa al son de la cuchara.

Iba ya pálido el toreo cuando ejecutó la suerte de recibir. Cayó Nenito a la arena y entonces  arrancó a nevar en la plaza. 


Ya en la tercera tanda de pases, la plaza se deja hacer como un caldo, el agua en la que algo guisa a los corazones exhaustos. Fue ahí cuando el cuvillo prendió a Talavante y le hincó el pitón. Se negó el matador a ir a la enfermería. Y así como un Cristo que cumple su pasión vestido de canutillos, Talavante completó la faena como el mismísimo Gran Poder. La sangre le llegaba a la manoletina, tiñéndole la media roja de pura borgoña. Iba ya pálido el toreo cuando ejecutó la suerte de recibir. Cayó Nenito a la arena y entonces  arrancó a nevar en la plaza. Telas de mayo que se inventan blancos en el aire.  Salió la oreja para el extremeño, que se fue, por su propio pie, hasta la enfermería. Lo que siguió no lo recuerdo. Ni me importa. Me quedo con lo que cuelga del pelo de una gamba, esa hebra tensa cual arpegio entre un toro y un torero. Ese lugar en el que bailan los papelillos cuando arde el sol de la tarde.

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