Foto: KSB |
A las ocho de la mañana de todos los fines de semana y días feriados, un hombre recupera su silla en la cafetería del Dunking Donnuts de Antón Martín. Él hace suya -reconquista, sin saberlo- la mesa pegada al ventanal –sí, la que mira al monumento de los abogados asesinados-; la misma que yo ocupo el resto de la semana.
El hombre tiene, creo, la edad de mi padre; alrededor de ochenta. Su cabellera es blanca y escasa. Unos pocos vellos espolvorean su cráneo escarmentado. Los claros en el cogote delatan cómo la vieja costumbre de pensar -y cubrirse la cabeza de las ventiscas con un sombrero- ha pasado de moda -Azúa dixit-. Él y yo somos la intemperie. Ya no hay armarios tan grandes como para guardar aquellas prendas. Tampoco ventiscas que nos alboroten el alma.
Pienso en su mundo y en el mío, reunidos ante el milagro del reciclaje. Nada nos quema de verdad.
El hombre de la ventana -a sus casi 80- y yo -a mis 34-, nos hemos apuntado al bando de los bebedores de café en vasos de papel. Pienso en su mundo y en el mío, reunidos ante el milagro del reciclaje. Repartidos a ambos lados de la misma soga: nada nos quema de verdad. Y sin embargo, cruje en los dos unas ganas raras de incendio. Lo huelo. Hay algo pirómano en su forma de hojear los folios que lleva, apretados, en una cartera de piel. Ésa que abre con resentimiento y desdén, cada mañana. Esos que descabella con la punta roma de un bolígrafo Bic, el puñal que reserva la economía a escala a gente como él y como yo: hombres y mujeres que no quieren estar en casa.
Él exprime el corazón sobre la miga de un pan recalentado; yo lo llevo envuelto en una baratija que alguna vez inventó un Dios vegetariano
Él escribe en su papel áspero; yo tecleo en un portátil platinado. Él se escribe y se arranca; yo edito. Él exprime el corazón sobre la miga de un pan recalentado; yo lo llevo envuelto en una baratija que alguna vez inventó un Dios vegetariano. Ese hombre que recupera el lugar que yo le arrebato en días laborables, escribe. Es nuestro aire de familia. Cada palabra que apunta y poco después tacha se imprime sobre el papel como muelas arrancadas de a poco. Una a una, en orden. La filia india y solitaria de un corazón sin dientes que alguna vez retuvo una presa aun viva.
Él, el hombre de los feriados, completa un folio, acaso dos. Y entonces, solo entonces: tacha. Lo hace con una valentía que a mí se me antoja familiar. Ese gesto estropeado de quienes ganan a la ruleta rusa. Poco después, rasga el papel y arroja los trozos en el envase de cartón de 550 mililitros. El mismo que yo bebo todas las mañanas. Una pira blandorra para nuestros mejores fuegos.
El hombre de los feriados, completa un folio, acaso dos (...) Y entonces, solo entonces, rasga el papel
No conozco su nombre. Sus intercambios son escasos, ásperos. Pocos hablan esta cadena de bollos fritos en la que alguien quiso exhibir bajo focos de alógeno roscas de harina abrillantadas; cosas que sudan la enfermedad; cosas que caducan. Habitamos este lugar que no milita en la felicidad. Aquí nadie apunta tu nombre con rotulador sobre la pared de un vaso de papel. Aquí, los baristas no te rebautizan al llamarte por un nombre inventado que vocean cuando el tibio bebedizo está listo. Aquí no tenemos nombre. Somos café. Café barato.
Sé de este hombre lo que observo. Sé de este hombre lo que llevo puesto: mi insomnio y mis ganas de partirme la cara. Sólo eso. Sé de él lo que olisqueo y reconstruyo. ¿Y qué es mi vida si no eso…? Olisquear a extraños. Sacar de ellos lo que resuena en mí. ¿Y cuál es la suya? ¿De quién es esa vida rota en pedacitos en el fondo de un vaso de papel?
Sé de este hombre lo que llevo puesto: mi insomnio y mis ganas de partirme la cara
El hombre de los feriados viste siempre el mismo pantalón color tabaco y una camisa blanco hepatitis -a veces parda-, esas cosas con las que uno se cubre para salir del portal los domingos vacíos de deseo. Todo en él aúlla con la ira de las prendas que fueron mejores. Más que ropa, lleva un hábito; un sayo de misa, cartón y padrenuestro; una oración que en sus manos anticipa peineta y en las mías promete chupitos de espidifén.
Hoy es feriado. Atravieso las puertas automáticas como si bajara a por quinina, como si fuera hasta las bodegas de un barco de vela llamado Otago. El hombre del vaso de papel elige la mesa contraria a la mía, la misma que elijo día tras día. Él, a diferencia de mí, prefiere dar la espalda al monumento de los abogados, como si los despreciara, como si le diera igual cualquier carnicería distinta a la pergeña en sus hojas gruesas y asalmonadas. Él prefiere ver venir la mañana en lugar de avanzar hacia los números de la calle Atocha. Él da marcha atrás a una calle que va a degollarse primero a Benavente y luego a la Plaza Mayor. Yo apuro en cambio, aprieto el paso con la mirada. Esa esperanza estrecha de quienes jamás han sangrado en una batalla con muertos.
Su presencia existe en mis días por el solo hecho de quitarle a la mía el ventanal donde cada mañana leo y escribo
Nunca lo he visto llegar. Su presencia existe en mis días por el solo hecho de quitarle a la mía el ventanal donde cada mañana leo, escribo y me preparo para dejarme arrollar por la furgoneta que venga de paso. Él, como yo, pide un café de 550 mililitros. Él, como yo, no habla con nadie. Él, como yo, mira la calle Atocha con el mismo desdén de quienes, en secreto, quieren arder … Da igual lo que venga a matarnos, el cielo azul de los días de verano o los vencejos enloquecidos que buscan pelea en el aire. Ambos queremos estar ahí, plantados en el cielo mustio de una vidriera sin atributos. Ambos ardemos en el eco de un café recalentado. Ambos somos marinos sin batalla, flotando en la goma arábica a las ocho de la mañana de un día de fiesta.
1 comentario:
Apoderándose de una masa como esas, fue que la Roling escribió su celebrado HARRY POTTER
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