martes, 27 de marzo de 2012

Príncipe de Vergara con Don Ramón de la Cruz

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Su hermana menor y él, juntos, no llegan a los ocho años. Caminan el uno junto al otro y sostienen, cada uno, el trozo minúsculo de un bocadillo que alguien ha cortado a partes iguales. Ambos panecillos están rellenos de lo mismo. Un fiambre rosado atascado en el vientre de un pan tierno.
Son las cinco de una tarde a ratos nublada. Él camina un paso, como mucho dos, por delante de su hermana, como si tomara una delantera hipotética y protectora. Ella parece una cabeza más baja que él y avanza con tropiezos breves mientras intenta el equilibrio sobre unos botines blancos.
Vistos desde la altura de un viandante normal, la pareja produce la más potente de las ternuras. Parecen expedicionarios, templarios de la orden del babi o la guardia pretoriana de una madre que camina prendida de un cochecito vacío que avanza tirado por sus propios pensamientos.
No habla mucho él, porque no quiere. No habla nada ella, porque no sabe lo suficiente.  Mientras tanto,  la madre de ojos perdidos avanza porque algo la lleva al lugar al que por costumbre y de memoria los niños también van.
Mientras él apenas prueba su bocadillo, su hermana pelea, insistente, con su trozo de fiambre y miga. Tanto le importa su merienda que no mira a los lados ni repara en su hermano; él en cambio, da dos o tres pasos y voltea a mirar a su madre.
No es una mujer hermosa la madre, tampoco es joven. Es normal. Su piel parece verdosa y sus cabellos foscos.  Su figura no es esbelta, tampoco gruesa. No hay en ella nada destacable, excepto el tono borrado de su rostro empujado por ese cochecito vacío.
Su hijo ya ni siquiera inspecciona su bocadillo, sólo lo sostiene con cierto fastidio. Lo único que parece importarle ahora es su madre, su insistente y silenciosa madre, que esta tarde no habla nada.
Y me cruzo. Mejor dicho nos cruzamos. Acera de idea. Acera de vuelta. Dos críos y su madre en dirección quién sabe dónde se cruzan en mi camino cuando escucho al templario de la orden del babi preguntar, con su bocadillo en la mano, y en perfecto castellano, “Mamá, ¿por qué estás preocupada?”.
Cruzo, cruzamos. Nos cruzamos. No soy yo quien empuja el cochecito y ya lo siento caer cuesta abajo. Miro a la mujer abandonar su limbo, la veo volver, sin respuestas, a la acerca sobre la que camina. Veo a la pequeña morder su pan. Veo al joven templario del babi mantener la mirada al frente. 
Avanzo, los dejo atrás. Espero el verde del semáforo en un paso cebra. Me veo en el reflejo veloz de un autobús y encuentro algo, parecido a una risa o una lágrima, que se me queda pegado a la cara. Y me pregunto, yo también… “Mami, ¿por qué estás preocupada?”.

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