domingo, 17 de octubre de 2010

Antología personal del paquidermo


"Viene desde el fondo de las edades y es el último modelo terrestre de maquinaria pesada,
envuelto en su funda de lona".
Juan José Arreola. El elefante

"Y un buen día pasé ante Establecimientos Millet, en donde rezaba la leyenda: Desde un alfiler a un elefante. En el escaparate, un precioso surtido de máquinas de afeitar. Vacilé, porque siempre vacilo. "
Manuel Vázquez Montalbán. Desde un alfiler a un elefante


A Chase, autora del violín-elefante, la ilustración que le dio sentido, y fecha, a esta crónica.


Los elefantes son contagiosos, escribió Paul Éluard en un cadáver exquisito. Y si algo sorprende, no es la chapuza surrealista, sino la casualidad, mejor dicho, la poética del accidente. Cuando algo extraordinario sucede, suele desbordar lo que le rodea. El síndrome del paquidermo en la cristalería. Dícese de aquello que ocurre a quienes, inocentes de su propia y sincera naturaleza, avanzan en modo demolición y convierten cualquier caricia en acto depredador.
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Hace unos 10.000 años, el elefante asiático habitaba desde el Medio Oriente hasta el sur de China, Indochina y algunas de las islas de Indonesia. La fantasía asiática llenó de brocados los sueños paquidermos, y los nuestros. Convirtió la acumulación de sus cuerpos grises en estampas imposibles, casi coreográficas. El lugar que pasaron a ocupar los elefantes en el mundo tenía el mismo tamaño que adquiría la tierra en la mente de quienes los soñaban.
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Escribe Borges en El libro de los seres imaginarios, que “la reina Maya, en el Nepal, soñó que un elefante blanco, que procedía de la Montaña de Oro, entraba en su cuerpo”. Aquel “animal onírico”, dice Borges, tenía seis colmillos, “que corresponden a las seis dimensiones del espacio indostánico: arriba, abajo, atrás, adelante, izquierda y derecha”. Por lo que los astrólogos del rey predijeron que Maya “daría a luz un niño, que sería emperador de la Tierra o redentor del género humano”. Ocurrió, según cuenta la leyenda, el nacimiento de Buddha. Y todo a raíz de la visita nocturna de un elefante blanco en medio de la noche.
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En una visión occidental, bien apretada por el cinto cristiano –lamentación de por medio-, Fray Luis de León, en su exposición de El libro de Job, se compadeció del paquidermo por su “desaforada grandeza, que siendo un animal vale por muchos”. Y probablemente ése sea un primer, o al menos bastante temprano documento, de la vejez heredada con que miramos a estos animales calvos y contagiosos.
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El elefante es, por qué no, el animal que se mueve en el territorio de la exageración, la vastedad, la ensoñación y sobre ellos se ha llegado a edificar, literalmente, un discurso de la fantasía. A finales del siglo XIX, en Coney Island, al Sur de Brooklyn, se creó una pequeña ciudad maravilla. Surgieron hipódromos, salas de juego, parques de entretenimiento como lo que sería el Tivoli, Luna Park o el Sea View. Ensoñación. Juego.

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De entre aquellos estrambóticos proyectos surgió el Hotel Elefante, una construcción de James V. Lafferty. Proyectada y levantada completamente con forma de paquidermo, el edificio -por llamarle de alguna manera- estaba hecho de madera y tenía 22 metros de altura. La cabeza del animal, que concentraba las mejores habitaciones, miraba hacia el océano. Con la decadencia de Coney Island tras la Segunda Guerra mundial, la zona perdió interés. El Hotel Elefante desapareció en un incendio. La imagen debió ser maravillosa. Sin embargo, otras versiones hablan de otro Hotel Elefante, también de Lafferty, construido en 1882 pero en New Jersey. Lo más probable es que haya hecho varios más, pues era suya la patente para poder construir edificios con perfiles de animales en Estados Unidos. Lucy, la elefante, debió ser uno de ellos.

Si fuera posible hacer una antología sentimental del paquidermo, habría que redactar un apartado para la injusticia occidental que hemos cometido con ellos. Los hicimos subir a un arca imposible. Aprendimos a verlos como una exagerada criatura, como si el exceso –por muy inocente que parezca en el balancín de su trompa- viniera contra nosotros en una loca carrerilla salvaje extinta, durante años, en zoológicos y circos, rodeados de domadores, borlas, plumas y música de pianola.

Animales melancólicos. Enormes estatuas que envejecen mientras se echan tierra seca en la cabeza con su trompa demorada. Elefantes. Asándose de aburrimiento en los calurosos patios de los zoológicos en las tardes de verano. No son los blancos mensajeros en los sueños de los hombres. Ni siquiera El hijo del elefante del que habló Kipling, que atravesó el bosque de la fiebre hasta llegar al río para descubrir qué cenaba el cocodrilo, ha logrado reparar la melancólica herida natural de estos seres. Siendo la soledad su mejor linterna, no podemos entender ni la suya ni la nuestra.
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Disney World se apropió de algunas imágenes suyas. Y nos las creímos de por vida. La rosa pandilla de fantasmagóricos y ebrios paquidermos; la enfurecida madre de Dumbo, encadenada y tras las rejas, amargándonos hasta atragantarnos la merienda en una culpa que –al menos a mí- solía durarme hasta la cena. Pero ésa es otra historia, la de galleta amarga y la de querer aprender a volar trabajando para Walt Disney, quiero decir.


Cuando uno se siente paquiderno, hay lugares mínimos, pasillos estrechos, personas de cristal, familias de cristal, casas de cristal, oficinas de cristal, ciudades de cristal, países de cristal. Y lo mejor sería no moverse. No poner en marcha los músculos, apenas el corazón, que ya bastante sacude la calma del vidrio con su peso de piedra. La carrerilla salvaje podría ser, cerca de estos seres, devastadora. Tal y como si un edificio decidiera salir a caminar cogido de la mano de un puente; muy pocos transeúntes sobrevivirían a ese hermoso –y casi lisérgico- paseo. Ninguna cristalería sobreviviría a los afectos paquidermos.

En El hombre elefante (1980), una fantástica película de David Lynch rodada en blanco y negro cuando yo aún ni siquiera había nacido, el contagio del paquidermo es tan cierto como terrible. Basada en una historia real de la Inglaterra del siglo XIX, la película narra la vida de Joseph Merrick, personaje que se hizo célebre en su época por las terribles deformidades que padecía.
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Los rasgos de Merrick eran los de un elefante. Vivía de ser la atracción de un espectáculo ambulante de criaturas deformes. Hasta que un día, un joven cirujano, el doctor Frederick Treves decide sacarle de ese circo para operarle. Ocurre, por supuesto, el clásico relato de la máscara detrás de la cual se esconde el hombre apacible, apartado y castigado por su aspecto.
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No hace falta pesar 7.500 kilos ni ser como Merrick para padecer el síndrome del paquidermo. Se puede ser un hombre cualquiera que pasa frente a un Bazar pensando en comprar una maquinilla de afeitar. Se puede ser el autor del personaje que compra esa maquinilla de afeitar en el Bazar Desde un alfiler hasta un elefante.
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Se puede ser alguien rodeado de cristales, alguien que jamás será consciente del volumen que ocupan sus palabras en el espacio, alguien que se la pasa destrozando vajillas con exagerado tamaño de sus sentimientos y que se retira, como los elefantes viejos , buscando el agua para morir, o mirar cómo planean Los pájaros de Bangkok.

5 comentarios:

Adriana dijo...

No puede haber nada mejor en mi día de hoy que este texto, KSB. Y que lo acompañes con mi dibujo me honra muchísimo.

Adoro como escribes, adoro las cosas que dices, adoro este texto!

GRACIAS y un gran abrazo :)

La KSB dijo...

¡Gracias a ti, Chase! De verdad, ¡tu dibujo le colocó fecha, de lo contrario... hubiese procrastinado y procrastinado...!
Es precioso además. Es mi elefante con pestañas.
Gracias a ti y otro abrazo enorme.

Maya dijo...

Precioso. Un texto que me ha maravillado, con tantos colores y formas y trompas y pasos gigantes. Cuando era niña, soñaba con un elefante como mascota. Aun hoy, despierto por la noche con la fantasía de ver un ojo gris y una gran trompa por mi ventana. ¡Gracias por un texto hermoso!

La KSB dijo...

Maya, gracias a ti por tomarte el tiempo para leerlo. Los elefantes estaban muy presente también en mi niñez... lo que pasa es que creo que o no crecí, o nunca los abandoné. Ja ja. Gracias Maya. Un abrazo

Noé dijo...

No tiene nada que ver, pero el eslógan del bazar me ha recordado este poema: http://youtu.be/7pxT6_iT7V0