
Número cuatro de la calle Oriente, una casa de ésas asegurada de incendios ¿en 1924? No lo sé, la culpa la tiene Marta Sanz con sus desquiciadas y entrañables asesinas de corrala. Enciendo, aspiro. Una bata de paño menea sus hilachas contra el viento y el Baila conmigo cantado por Kiara ablanda las pinzas en el tendedero del primero izquierdo. Toda altura –por muy escasa- otorga privilegios. Y en este caso, yo los tengo. Miro las cosas desde un cuarto piso.
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Hay un dulce olor a hierba y sol. Son las siete y hoy, como todos los días, he salido al balcón a fumar, también a espiar lo que esconde la ropa tendida de mis vecinos y las celosías de sus ventanas. La tele del segundo derecho del número seis de esta calle, siempre sintonizada en un torneo de tenis; la obsesión que tiene la chica del dúplex por regar sus plantas –a quién espera mientras vierte el agua y come frutos secos-, los brazos blandengues de la mujer que tiende la ropa de una legión de fantasmas –bebés, mujeres, hombres jóvenes, mayores, niños- que no parecen vivir en esa casa excepto por el rastro que dejan esas prendas en las cuerdas de su terraza.
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Aspiro, exhalo, como una gárgola que echa humo por la boca en pleno verano. La gente en esta calle ocupa gavetas, cajones a medio abrir a los que me asomo con glotón y solitario voyerismo. Desde mi balcón veo cosas, pocas, pero veo algunas. Bodegón uno. Maceta con fregona, abandono para una terraza por la que a veces se asoma un hombre pegado a un móvil. Viste siempre chanclas, bermudas y un complemento que suele variar: una mujer ocasional –a veces rubia, morena, castaña- que se prende de su cintura como una molesta prótesis matutina mientras él intenta seguir su conversación telefónica.
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Bodegón dos. Hombre canoso y vestido permanentemente en polo y bermudas, también pegado a un móvil, que da vueltas sobre su propio eje mientras habla. Él, como yo, es insomne. A las tres de la mañana está de pie. A las seis también. A las nueve también. Su bodegón trasnochado me resulta más familiar aunque ciertamente un tono más neurótico. Nadie puede soportar 24 horas escuchando el réquiem de Mozart y luego The Cure sin provocarse una crisis nerviosa de algún tipo.
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Bodegón tres. Mastico una manzana verde. Lo hago sin convicción. Me dejo aturdir por el sonido seco de sus trozos reventándose contra mis muelas. El azúcar invade mi lengua y mis ojos repasan los balcones cerrados. El viento sopla. Ya no huele a hierba. Un par de deportivas colgadas del cableado de la luz se balancean. Trazan el norte, a veces el Sur, hacia ninguna parte. Yo los miro, atontada, masticando mi manzana. Viendo cómo el sol deshace las cosas bajo la luz de las siete de la tarde.
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¿Qué hiciste, abusadora? ¿Qué hiciste, abusadora?, de la Billo's Caracas Boys se cuela de los altavoces del ordenador hasta las barandillas de esta tarde. En un rato saldré a fumar, de nuevo. Entonces habrá más golondrinas aturdidas, planeando en círculos sobre las buhardillas de La Latina. La ropa estará seca y los tendederos se morirán de frío la noche entera. Encenderé el cigarrillo y todo comenzará, otra vez.
Volveré a ser la gárgola, vigilante, de la Calle Oriente. Otra vez.
3 comentarios:
excelente Karina. Un beso grande
Ricardo. ¡Gracias! Un abrazo muy grande para ti.
jajaja, me devolviste a caracas con la Billo's
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