viernes, 16 de julio de 2010

Sombrero y Mississippi



Desde que me enteré que Siruela publicaría Sombrero y Mississippi , me preparé como quien lo hace para entrevistar o combatir. Leí Las aventuras de Tom Sawyer y las de Huckleberry Finn. Necesitaba conocer el cauce de un río al que jamás me asomé de pequeña. También releí a Beckett y, por supuesto, a Ray Loriga, el escritor de cejas furiosas y brazos tatuados. Volví a él de a poco, entre marzo, abril y varias cajetillas de Marlboro.
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Lo compré al día siguiente de publicarse. Las primeras cien páginas comencé a leerlas con una cerveza y medio paquete de tabaco frente al pabellón Carmen Martín Gaite en la Feria del Libro de Madrid. Las otras cuarenta y tantas las devoré en el 26, esa misma tarde, de vuelta a casa. Esa semana lo leí de nuevo, en el metro, esta vez con un lápiz de Ikea. Desde entonces, el ejemplar reposa en la estantería. Cinco postips amarillos sobresalen de sus páginas como apagadas lenguas de serpiente.
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De vez en tanto, cuando paso hacia la habitación, cojo el ejemplar y lo abro al azar. Consigo una frase diáfana. Un balazo redondo y sincero.Hoy he vuelto a coger el libro, esta vez sin abrirlo, y he salido a la calle con él. En Sombrero y Mississipi. Impresiones sobre el oficio de la impresión el escritor de las cejas furiosas sigue confundiéndome con ensayos a veces elásticos, otras demasiado rígidos.
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Sombrero y Mississippi es un volumen fantástico, tan irregular como acicalado. Un libro de artefactos literarios diseñados por un sujeto que debe pasarse la mayoría del tiempo fumando, frunciendo el entrecejo y pensando en literatura, de lo contrario, ¿en qué otro lugar del mundo que no sea el limbo puede pensarse en la idea de cruzar la distancia que separa el Mississipi (de Mark Twain) del sombrero (de Samuel Beckett)?
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“Frente al río Mississippi un escritor escribe que lo es. Piensa, quien escribe, que Twain creció por aquí e imaginó este mismo río antes. ¿Qué hacer con un río prestado? ¿Robado?”. Hace pausa el autor de El hombre que inventó Manhattan y continúa: “Pero escribir es precisamente decir todo esto, repetir lo que se ha escuchado sin saber exactamente su función, hasta que se le encuentra un lugar, un acomodo, puede que un sentido. Se va formando un escritor entre la charca de lo leído y, como el juego que no merece ni pide más gloria que la que imagina, el escritor, de pronto, piensa que escribe”.
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No hay almíbar gratuito en la barca del madrileño. En Sombrero y Mississippi, Loriga separa aguas, disuelve mareas y en lugar de proclamar la libertad, clama por los méritos para ejercerla. El oficio de escribir para Loriga es una advertencia, a veces demasiado malhumorada y culta –chirría en ocasiones, ya o he dicho, la muleta excesiva de la cita a Kierkegaard, Wittgenstein, Chesterton, Vonnegut-, en otras, una ruta de navegación en la que nosotros, lectores, terminamos también, por zarpar:
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“Si fuese posible distinguir entre los que se debe escribir y lo que no, estaríamos ante el oficio más sencillo del mundo (…) Seríamos artistas sin siquiera haberlo intentado”, escribe el autor, para quien el río y el sombrero conviven dentro de una misma paradoja.
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Ambos son representaciones, el río de Mark Twain, con sus orillas llena de niños; el sombrero de Beckett, que pertenecía a su padre. Ambos objetos, tal y como los plantea remiten a una infancia, a una escala. Ambos se comprimen para estar donde están. Ambos, para Loriga, suponen una convención acordada según las necesidades de la narración.
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Y mientras transcurre el libro, sin aparente conflicto, al hablar del sombrero que flota en ese caudal, Loriga parece decirnos todo el tiempo, desde el comienzo, que la escritura siempre está por ocurrir. Que ésta, como quien la ejecuta, se encuentra en un constante proceso de escogencia, en un permanente acto de decisión.

1 comentario:

Doctor Letra dijo...

Andaba algo perplejo, un aturdimiento similar al producido por un piano que te cae encima desde un séptimo piso. Recuerdo esta misma sensación al terminar Waking Life o Mullholand Drive...El caso es que como iba diciendo, andaba yo buscando una especie de elicir capaz de aminorar mi estado de shock. La mejor manera es encontrar una crítica, un comentario. unas letras que te representen, que te ilustren que, efectivamente, lo que acabas de leer estaba ahí, que no ha sdo producto de tu imaginación.
Llegué aquí por azar, leí y releí tu crítica, y fue entonces cuando realmente fui consciente de que lo había hecho y de que no estaba solo. Había alguien que se lo había llevado de casa al trabajo, del trabajo a casa, alguien que había usado un lápiz de Ikea para crear lenguas de serpientes.
Tras dejar de sudar, mitigar el shock y decirme que sí, que sigo siendo humano, o eso creo, me he dedicado a vagabundear por tus crónicas, y cómo no, a añadirte a favoritos.
Gracias por el paseo.