jueves, 4 de febrero de 2010

El pastillero de Bonsai


Bonsái era esa amiga con la que intercambié besos la última vez que nos tropezamos. No es que me gusten las mujeres con el rostro pálido y el corazón impregnado a tabaco, pero lo suyo era distinto. Solía ser compulsivo y esporádico, algo dulce y olvidadizo. Casi nunca vengo a verla, creo. Bonsái lucía linda y gastada, como ese exagerado pastillero verde sobre su bandeja de objetos de plata al sol. A las diez de una mañana sin prisa, la miré pensando si hacerme presente con cualquier excusa. Dos crucifijos de jade, un pintalabios de resina y tres broches oxidados por un total de cinco euros con cincuenta centavos. Podría comprar todo eso. El resto, el mechero y la gargantilla de perlas, las rociaría con aceite y les prendería fuego como a un collar de hormigas de cera escrito por Banville para un día de tormenta. Probablemente la llama no agarraría mucha altura. ¿Para qué otro incendio? Si con el de los ojos de Bonsái ya era suficiente.

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