Quítamela, ¡quítamela de encima! Y aunque me sacuda los brazos, aunque estire mi cuello y me dé palmadas de asco y desesperación, va a seguir allí. Sí, aquí, allí, acá. Picándome los brazos, recorriéndome con su felpudo noséqué y sus patas de pelos y cutícula.
-¿Puedes ver algo?
-No
-¿Cómo sabes que está allí?
-Lo siento, en el cuerpo, en la piel.
-¿Acaso ves algo?
-Te digo que siento, a veces en los dedos, en las uñas. Que a veces muerde y todo.
-¿Pero yo te pregunto si logras ver algo?
-...
Un sonido de papel se arruga en el fondo de este sótano. Luego comienza el chasquido de mandíbulas, algo que suena como pinzas. Eso ¡pinzas! que trituran galletas, o cabezas de hormigas o vientres de escarabajos. Pero está oscuro y no logro distinguir nada. Traduzco en la piel lo que no aparece ante los ojos. Ocurre una cosquilla, un olisqueo de tenazas y cosa viva moviéndose cerca de mis manos.
Siento el cuello tenso como un roble, la espalda adolorida como si alguien hubiese aplanado tierra sobre mis vértebras. Algo sube por esta nada y amenaza con ocurrir. Soy alguien a solas en un lugar sin luz. Soy alguien que recibe lo mismo, a la misma hora, de la misma forma -aunque cada vez un poco más- todos los días.
Luzco ridículo, pequeño, solo, luchando contra esta angustia.
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