martes, 11 de noviembre de 2008

De la épica y otras pinacotecas futboleras


A la derecha, el siete blanco sostiene el balón como si de las llaves de Breda se tratara. La batalla aún no termina. Ha de ser el minuto 40 de algo que a veces parece un correcalle. Kameni, rodilla en tierra -cual vencido y un poco más moreno Nassau- no piensa entregar nada; no tan rápido.
Muy distinto del general de los holandeses (a la izquierda, a punto de la genuflexión), el arquero del Español forcejea con el balón que acaba de estropear el marcador –dos a favor de los merengues-. Raúl, el capitán del Madrid, no le concede siquiera el gesto que Spínola tuvo para con el derrotado. No intenta izarlo ni levantarlo en buena lid para mitigar su humillación. Spínola quiere ser un vencedor deferente. Raúl sólo quiere que el portero saque, y cuanto antes mejor.
Como en el lienzo de Velázquez, hay un campo -de fútbol o batalla- donde todo es simétrico, donde el vencido y el vencedor, repartidos a ambos lados de una línea, habitan un lugar continuo. Y si las gradas fueran puntas de lanza o humaredas de combate, sería exactamente igual. El centro es el mismo. La llave o el balón; da igual. Tú, espectador, sólo te queda la grada, una polis deferente que siempre verás, pagando entrada, al otro lado del lienzo. El fútbol, oh Dios, el fútbol; esa otra ciudadanía a control remoto.

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