Aún es navidad, pero sólo quedan algunos vendedores de pólvora. El resto ha ganado lo suficiente como para desmontar sus puestos hasta enero. La plaza está limpia, casi vacía –si se compara con un día normal. La catedral sigue tan joven como siempre: blanca, blanquísima, como un mediodía impreciso, como un barco puesto en boca de alguien más. Mi padre y yo no estamos apurados. Vinimos a esto. Justo a esto.
En medio de la plaza sigue El Libertador, anclado en su isla de cemento. Le miro con el mismo aburrimiento de hace unos años. Sólo que ahora, por alguna razón, siento odio al ver las patas de su caballo. Lo miro, lo desgajo, lo trituro como a un hueso. A mi alrededor la gente esquiva su islote. Ahí está el padre de una patria absurda que le endilga palomas, cagarrutas y dictadores.
Camino con ganas. Ansiosa de mirarlo todo, otra vez. Vuelvo a la edad de los zapatos pequeños y los paseos de los sábados. Mi padre y yo avanzamos por el corredor de velas viejas, banquetas vencidas y santos con ropas viejas, ese pasadizo que nos lleva al estómago frío y pobre de la catedral. Las capillas, los confesionarios, éste y aquel ventanal; la madre y la hermana de El Libertador cinco metros de mármol bajo tierra. Todo igual; mejor dicho, casi igual. El párroco celebra una misa despistada para unos pocos feligreses. En unos días será año nuevo. Pero eso no cambia nada. No cambia nada.
Me detengo alrededor de las cosas como si fueran nuevas. Vuelvo de visita a una enorme casa vieja, que cruje como una grieta conocida. Mi padre va por un lado, yo por el otro. Justo al final, detengo el paso ante La Última Cena de Michelena: la tela incompleta y perfecta; mitad trazo, mitad óleo; mitad esto y aquello; tan afrancesada como pueblerina; tan peregrina como inacabada. Me quedo el tiempo necesario para mirarla, para detallar el tiempo que se come las cosas y al Judas traidor que secretea frente a un plato de pan duro.
Miro lo que pasa, también lo que ha dejado de pasar. Atravieso esta relojería cívica sin cuerda en la que todo existe de otra forma. Afuera, en la plaza, ya no hay locos, tampoco ardillas ni predicadores. Abundan las pancartas, los saludos patrios y los rufianes; también los funcionarios, los policías. “Si hubiesen campesinos en los puestos clave, la revolución avanzaría”. Yo sólo me pregunto cuándo hubo campesinos, si con el general Gómez, en 1930, ya habían dejado de existir.
La falsa fachada de La Catedral enternece a cualquiera. Es un propósito, una pared de yeso con campanario. Estar aquí es como caminar entre fantasmas. Todo lo que la rodea ha cambiado de nombre o desaparece de a poco: el Congreso, abandonado a su propia suerte de animal muerto; el Palacio de las Academias –pienso en Joaquín Crespo dormitando durante los discursos de Guzmán Blanco-; Capitolio y su enjambre de buhoneros; más abajo, mucho más, la avenida Baralt, sus esquinas impunes y sus fechas patrias con francotiradores. Camino entre fantasmas, pero los fantasmas, a diferencia de la historia, ajustan cuentas a su manera.
Hoy las catacumbas no están abiertas al público. El museo Sacro tampoco. En unos días será año nuevo. Afuera, mi padre regatea unos lentes de plástico a una buhonera. Yo busco una réplica del santo Ismael y la Corte Malandra para llevarla conmigo de vuelta. Hay colas para conseguir leche. Todo se agolpa alrededor de una lata, de un kilo, de un paquete: uno, máximo dos por persona. Y mientras tanto a mí me da por buscar la talla de yeso que adoran los matones para que no les falle el tiro.
La calle es esa guerra escasa, cotidiana y familiar. Los edificios públicos, las nubes de fritanga, las alcabalas alrededor del Palacio de Gobierno, la propaganda, el insulto, la náusea, el dinero que se infla. Atravieso las calles de un país que intenta todos los días lo mismo: sobrevivir. En la avenida Bolívar el gobierno ha creado un paseo para los héroes: Pancho Villa, el Ché Guevara, Evita Perón.
En unos días será año nuevo. Declararán una ley de Amnistía. El Gobierno será compasivo con los fantasmas que ha creado. Hará una fiesta del perdón. Invitará y repartirá numeritos de suerte. Mi padre aún regatea unos lentes de plástico a una buhonera. Yo busco una réplica del santo Ismael y la Corte Malandra, como una turista que compra souvenirs en un cementerio.
Esta plaza, aquellos muertos. Todos ajustan cuentas con el silencio. Miro alrededor, barro los lugares con mis ojos miopes. Me hago una maleta imaginaria. Me deshago del frío. He vuelto a casa por vacaciones. Todo cruje como una grieta conocida en el estómago de una catedral pobre. He vuelto a casa. He vuelto a casa por vacaciones, pero eso no cambia nada. No cambia nada.
2 comentarios:
La melancolía es lugareña,
los barbitúricos blanquecinos,
la maleta siempre está ansiosa,
volver,volver,volver...
La melancolía es lugareña,
los barbitúricos blanquecinos,
la maleta siempre está ansiosa,
volver,volver,volver...
Publicar un comentario