sábado, 25 de enero de 2014

Manuel Borrás: “La literatura venezolana es rica, poliédrica y viva”

-->


* * * 
Este año, la editorial española Pre-Textos publica la poesía completa de Yolanda Pantín y de Igor Barreto, un inédito de Pérez Oramas y un libro de relatos de Antonio López Ortega. En este entrevista, su editor Manuel Borrás habla de Venezuela y su literatura.

* * *  

Los Pre-Textos de Borrás…“Nadie va a extrañar a un desonocido”, eso dijo cuando le entregaron, hace unos años en Guadalajara, el premio que reconocía su labor como editor, una faena que –en su caso- es larga y fecunda. Hace casi cuatro décadas, este valenciano -con sus amigos Manuel Ramírez y Silvia Pratdesalba- fundó un sello que era puro riesgo: el de los viajes largos e imposibles; esos que alejan y acercan a quienes habitan dos orillas. Se trata de Pre-Textos, una de las editoriales independientes fundamentales al momento de hablar de una literatura hispanoeamericana y acaso también para esa otra –universal- que necesita descubrirse, alimentarse de traducciones eseciales, como las que él ha hecho de autores rusos, ingleses, franceses.

Rubén Darío fue su guía para conocer América, y para amarla. Y lo ha hecho como pocos. En su catálogo ha publicado a los escritores esenciales de la literatura venezolana. En las páginas de Pre-Textos autores como Eugenio Montejo o RafaelCadenas han cruzado varias veces el Atlántico. Ida y vuelta, así como viajan los héroes; esos que acuden a la muerte y regresan de ella sólo como pueden hacerlo las palabras. Este año, Manuel Borrás publicará la poesía completa de Yolanda Pantín y de Igor Barreto, un inédito de Pérez Oramas y un libro de relatos de Antonio López Ortega. Con Borrás hablamos de Venezuela, de su literatura, pero también del quehacer editorial, del papel que juegan los libros en ciertas afecciones –personales y colectivas-.


- Pre-textos nace en 1976, prácticamente con la democracia en España. Hay en ello algo de signo, también una pulsión. Ha dicho usted, muchas veces, que su intención –y la de sus socios- era recuperar las voces literarias del exilio español. Transcurridos más de 30 años, le pregunto, ¿puede la literatura realmente convertirse en un lugar de reconciliación? ¿Cuál es el papel del editor en ese proceso?
-Sin lugar a dudas. Creo que en el ámbito de la cultura, por el carácter ecuménico de ésta, es en el único marco donde se podrían dirimir muchos conflictos. Pruebas de ello las hemos tenido a lo largo de la historia. El problema radica en que la mayoría de las llamadas élites adolecen de una falta de cultura que espanta. Sólo hay que fijarse en nuestro país y en muchos de los países latinoamericanos, dentro del ámbito de nuestra lengua, y analizar un poco a su clase dirigente. Su falta de educación, pues un hombre educado nunca miente, y en consecuencia su falta de cultura de verdad, es moneda corriente entre esa gente (por no usar el término gentuza), a la que además no le duele prendas en que los otros la consideren élite. ¿Élite de qué, en qué? ¿En el fraude, en el dolo? Creo que antes se ponen de acuerdo dos personas educadas, es decir, cultas, que dos mal encaradas y empecinadas en sus respectivas verdades. El problema está en que la mayoría de las veces en ese enfrentamiento los que pagan los trastos rotos son los más inocentes, y entre ellos hay que contar, cómo no, a una inmensa minoría educada, equilibrada. No creo que el editor en ese proceso desempeñe un papel esencial. Considero que el que tendría que ocupar ese lugar protagonista debería ser el hombre verdaderamente culto y educado. Quizá los editores no respondamos a ese modelo, a menudo somos demasiado soberbios. Y la soberbia nunca ayuda a dirimir conflictos. Con todo, el editor, si es auténticamente culto, puede, aun con modestia, contribuir a esa labor benemérita. ¿Cómo? Muy fácil: tratando de compartir aquello que no pudo olvidar, es decir, aquello que le ha servido en su vida y que es susceptible de ser útil también a los demás.

-¿Una sociedad enferma (hablo de cualquiera que esté secuestrada por la polarización y el enfrentamiento) es realmente capaz de leerse? ¿Puede? ¿Obra la literatura ese milagro?
-A la sociedad, enferma o no, no le corresponde esa labor, pero sí a los individuos que la constituyen. Me explico: aquellos que en los momentos más críticos no olvidan a los más próximos, al prójimo, son los que pueden favorecer de verdad ese cambio en profundidad. Aunque también es cierto que para que eso se dé, se necesita hacer un esfuerzo mucho mayor que el que se lleva a cabo para educar a los ciudadanos. Al ciudadano habría de asumírsele como tal, no como un votante o como un cliente para después olvidarse de él.

-Ha dicho usted que, en aquellos años –finales de los 70 y comienzos de los 80- conseguir textos de los autores españoles –que estos los cediesen- resultaba complicado. Fue necesario recurrir a las traducciones, algo que la España de entonces necesitaba como el agua. Pre-textos tradujo en España autores fundamentales. ¿Puede la precariedad ser fértil para sembrar un lugar de reflexión?
-Sin duda. Para bien o para mal, la precariedad ayuda. Habría de recordarse que la necesidad precede siempre al invento. En tiempos conflictivos como en los que vivimos la literatura siempre actúa en nuestra ayuda. Y no tanto, como falsamente se piensa, porque nos abstraiga, nos enajene de la realidad, sino al contrario: porque la buena literatura, a pesar de sus detractores, que los tiene, nos vincula siempre con el mundo, con la vida.

-Pre-Textos comenzó con apenas cuatro colecciones, si no me equivoco. Hoy alcanza 23 y más de mil títulos. Su apuesta fueron y siguen siendo las voces nuevas.
-El editor literario que no apuesta por voces nuevas no tiene, a mi juicio, razón de ser. No puedo entender la tan cacareada edición "independiente" y "literaria" si uno se limita a seguir el canon, las modas o la información. Para editar hay que tener cierto espíritu aventurero y una buena dosis de generosidad; de lo contrario, más vale dedicarse a otras cosas, a aquellas que además resultarán más rentables y harán más felices a quienes ven la cultura simplemente como una operación financiera. 

- La vocación hispanoamericana de Pre-Textos queda más que retratada en su catálogo.¿Qué invisibilidad prevalece la de los españoles en América Latina o la de América Latina en España?
-Si no fuese por la demagogia nacionalista, populista, proteccionista del lado americano, que en el fondo lo que oculta es toda una operación anticultural, la visibilidad de la mejor literatura que se escribe en nuestra lengua desde las dos orillas sería mucho más evidente de lo que es. Si, asimismo, sumamos a ello cierto prurito neocolonialista cultural que anima a determinadas empresas de la Península, tenemos el dibujo perfecto de lo que está aconteciendo, con el triste resultado de que la foto nos llega a unos y a otros de todo punto incompleta.

- Usted ha editado a dos de las generaciones literarias venezolanas más compactas. Aquellas que, de alguna manera, hicieron bisagra ¿cómo percibe literariamente ese tránsito entre ambas?
-Creo que la cultura escrita venezolana es y ha sido una de las líneas de fuerza de la mejor literatura que se ha escrito en nuestra lengua. La evidencia la tenemos en que esa línea no se circunscribe a una generación, sino que la trasciende, y ojalá —no lo dudo ni un ápice— se perpetúe. Venezuela cuenta con uno de los mayores veneros de literatura española en la actualidad. Ojalá los peninsulares se aperciban de ello y algún día asuman la necesidad de distinguir a algún autor de esa república tan amada con el mayor galardón de nuestras letras. Es más, y voy a tener la osadía de decirlo: si no lo hacen pronto eso se va a convertir, tarde o temprano, en un baldón para España. Y ojalá los venezolanos, sean del color que sean, fueran conscientes de que antes que del petróleo gozan de un tesoro mucho más valioso: el de su literatura.

-¿Le dice algo la poesía o la escritura venezolana de los últimos 20 años?
-La poesía que se ha escrito en los últimos años en Venezuela me llega fundamentalmente por vía personal. Mantengo una red de contactos amplia, al margen de grupos, tendencias, etcétera. A mí siempre me interesó la buena poesía, no las, digamos, escuelas poéticas. Con todo, estaría encantado de establecer más lazos con lo mejor que allá se esté haciendo.

- ¿Percibe usted en al literatura venezolana una cierta “imposición” de la poesía como género? ¿No le parece que, en comparación a la poesía o la prosa poética, hay poca narrativa?
-Hasta donde conozco, la poesía venezolana ha dado muestras más que suficientes de su salud (aunque es posible que yo ignore la existencia de algunos excelentes narradores). Comoquiera que sea, no podemos olvidar nombres como los de Ednodio Quintero, Antonio López Ortega o Camilo Pino, entre otros, que nos indican que la narrativa que se escribe en ese país no es en absoluto desdeñable.

-No hace falta que le explique de qué forma la situación política  en Venezuela ha obligado a editores y autores a repensarse, casi reconstruirse.¿Percibe eso en la literatura venezolana actual de alguna forma?
-La literatura venezolana goza de tal salud que esas cuestiones puntuales —porque, aunque duren en el tiempo más de lo deseable, son temporales— no van a perturbarle lo más mínimo. La buena literatura se sobrepone a todos los obstáculos que se le crucen. Lo lamentable es comprobar que todavía hoy se valore antes la afinidad política que la calidad literaria y que en función de esa distinción espuria se repartan sinecuras. Comprobarlo resulta doloroso.

-¿En qué momento, como editor, comienza usted a mirar a Venezuela? Me gustaría incluso ser más precisa ¿Fue Montejo el primer autor venezolano que publicó?
-Empecé a mirar a la América Hispana, no a Venezuela en particular, desde el primer momento. La vocación americanista de la editorial siempre ha sido evidente y a nuestro catálogo remito a aquel que quiera comprobarlo. Eugenio para mí no sólo fue un gran poeta y autor de la casa, sino un gran amigo. Aquel que con su inmensa generosidad no únicamente me confío sus libros, sino que me abrió también a otros muchos de sus maestros y amigos. Sólo tengo que recordar a los añorados Sánchez Peláez, Gerbasi o a mis otros muy admirados y queridos Rafael Cadenas, Alejandro Oliveros, Yolanda Pantín, Igor Barreto, Luis Enrique Pérez Oramas, Gustavo Guerrero... Y confío en que la lista continúe. 

- ¿Qué nuevas ediciones y publicaciones venezolanas formaran parte de Pre-Textos próximamente? Entiendo que existe una antología en marcha.
-Existe, en efecto, una antología en marcha, también la edición de la poesía completa de Yolanda Pantín y de Igor Barreto, un inédito de Pérez Oramas, así como un libro excelente de relatos de Antonio López Ortega. Eso por el momento, e insisto, espero que no sea lo último.

-¿Cómo definiría, literariamente, a la Venezuela a la que usted se ha acercado como editor?
- Rica, poliédrica y viva.

miércoles, 15 de enero de 2014

Exile Hangouts: Cuatro escritores venezolanos sobre la diáspora

-->

Pittsburg, Estados Unidos, 4.30 de la tarde, cinco grados. Madrid, nueve y media de la noche, ocho grados. Israel, diez y media de la noche, 15 grados. En Venezuela, desde donde nadie habló, eran las tres y media de una tarde nublada con 27 grados. Todo ocurrió al mismo tiempo en cuatro países y, a la vez,  en ninguno. Lo que se dijo, se dijo en la red... ese lugar al que van los deseos, trasegados y confundidos con la omnipotencia de la que gozan los dioses y los fantasmas. El martes 14 de enero de 2014,  cuatro venezolanos -Israel Centeno, Juan Carlos Chirinos,  Juan Carlos Méndez Guédez y Liliana Lara-, todos ellos de edades distintas –uno de 55; dos de 47 y una de 43-, se sentaron frente a la pantalla de un ordenador. ¿Qué les unía además de una ciudadanía y una conexión a Internet? Tres cosas. Un oficio: los cuatro son escritores. Una condición: los cuatro viven fuera del país. Y un tema: el exilio, esa vida –acaso esa otra forma de escribir- que supone reinventarse lejos del lugar de origen.
Titulado como Exile Hangout, el conversatorio en línea fue convocado por la revista digital Sampsonia Way, editada por City of Asylum, una organización radicada en Pittsburgh que se dedica a dar apoyo a aquellos escritores amenazados por sus opiniones y textos. Esta no ha sido la primera entrega. Ya hubo una anterior, en 2013, con escritores y creadores cubanos –exilados, por supuesto- en ocasión de una antología literaria que recogía sus textos. El motivo de este segundo encuentro, aunque travestido en ocupación y preocupación literaria, se vio envuelto en el espíritu del anterior: el quehacer de quien decide –o es obligado a decidir- marcharse.  
Más de medio millón de venezolanos vive hoy fuera de Venezuela, la cifra más alta en la historia de un país que acumula apenas dos siglos de vida como república y que ha experimentado en los 15 años del proyecto político del chavismo un lento, progresivo y doble desangramiento: el que ocurre puertas adentro y el que se derrama en Maiquetía. De esa percha se sujeta esta reunión sin mesa ni territorio. De ese gancho cuelga esta crónica, acaso imposible, de lo dicho en cuatro ciudades distintas. Y aunque hay algo de paliativo, acaso ortopédico, en este debate en línea, -incluso en el propio gesto de reseñarlo- una necesidad más potente sutura la cicatriz que semejante simulacro supone: el país, idiota; que diría Miyó Vestrini. Sí, el país, eso que urge entender.
La conversación comenzó como los festines de pan duro: atragantándose. Las palabras, aunque podrían, no siempre son sinónimas y esconden, como la vida de quienes las usan,  matices. Ninguno de los convocados salió de Venezuela al mismo tiempo, tampoco por las mismas razones. Chirinos y Méndez Guédez partieron hace casi veinte años. Liliana Lara hace diez. Centeno apenas dos. Y son  esas diferencias –ignoradas, imperceptibles para quienes escuchan- las que se cuelan como una carraspera en el auditorio de la banda ancha.
El escritor Israel Centeno, moderador del Hang Out, fue el primero en hablar. Y lo hizo no con una sino con varias interrogantes. ¿Qué adjetivo escoger para dar nombre a quienes se marchan? ¿Exilados? ¿Extranjeros? ¿Migrantes? ¿Asilados? ¿Diáspora?, preguntó en voz alta recorriendo con los ojos un teclado invisible que le entierra la mirada en una esquina de la pantalla. Centeno, quien vive en Estados Unidos desde 2012 luego de haber sufrido agresiones físicas y amenazas contra él y su familia por motivos políticos, colocó esas palabras en el aire sin aludir ni en una ocasión a las razones que explican por qué está sentado, él también, frente a ese monitor que no mira de frente y en el que se reflejan en miniatura sus otros interlocutores. Liliana Lara, quien  vive en Israel desde el año 2002, respondió en un primer turno: “Yo no me considero una exilada política. Me fui mucho antes de que todo estallara, quizás por otras razones, aunque sí considero que la lectura de la diáspora es política”.
“Yo salí en 1997 como estudiante, no como exilado. Ahora, cuando regreso a Venezuela me siento como un exilado y en España me siento como un inmigrante”, responde Chirinos, desde Madrid, apretado en una pantalla de video. “En Venezuela –agrega, desde otra cajita, Méndez Guédez- existe un exilio real. Hay asilados, también presos políticos, porque los hay. Esas listas negras, también las del mundo cultural, existen. Yo estoy orgulloso de pertenecer a ellas, porque no canto alabanzas a una revolución llena de muerte. Existen también los exilios voluntarios, como aquellos en los que Mutis y Bryce escribieron sus obras. El problema es que la palabra exilio ha cambiado”. Un salto en la conexión crea un hueco. Chirinos toma la palabra para redondear un concepto que podría parecer blando o informe –desprovisto de su gravedad original- en un mundo donde ya no se envían cartas ni la gente cruza el mar en vapores, y que sin embargo muta en algo más complejo. “Morfológicamente, Venezuela parece una democracia, pero en verdad pone en marcha una serie de métodos que obligan a quienes viven en ella marcharse”, dice.
Y una idea brota entre los cuatro,  la misma: en Venezuela, los verdaderos exilados no están fuera sino dentro. Son los que viven en espacios reducidos, asfixiantes; sitios que ya no son tales; calles en las que ya no caben todos. “Antes de salir de Venezuela, ya yo sentía que no estaba en mi país. Los venezolanos que viven en Venezuela están, en realidad, más exilados que aquellos que están fuera”, dice Israel Centeno, que intenta empujar la conversación, sacarla de un callejón y conducirla a otro en el que quepa la idea de la literatura venezolana. Sin embargo, un tema más denso insiste, se fija, estalla en otras preguntas -en el fondo apretadas en la misma cuestión: la pertenencia-.
¿Estando fuera se puede opinar de lo que ocurre en el país? ¿Tuvo sentido, para algunos,  tender puentes –cuando era posible-? ¿Cómo se ejerce la ciudadanía en un país que invisibiliza a quienes disienten? La conversación se anega, se trepa, reproduce un cuarto imaginario en el que el agua llega al techo. Se superponen temas  –patria, país, pertenencia, derechos, distancia- o acaso uno solo, atravesado por aguijones que hacen todavía más difícil definir qué es esta diáspora que todo lo impregna –que vacía hogares y crea familias de Skype- y que recientemente ha reunido sus testimonios literarios en la antología Pasaje de ida (Alfa, 2013).
“Desde la radicalización de 2002, cuando se comenzó a hablar, como los maoístas, de Revolución Cultural, y después de los episodios de Llaguno, me di cuenta de que gobierno y Estado en Venezuela eran una misma cosa, así que decidí que nunca participaría en una evento realizado por el gobierno (…) Por eso creo en ese otro país de libreros, editores, estudiantes, profesores y ciudadanos que crean, que hacen otras cosas, que resisten (…) Y por eso no me gustan los discursos épicos ni truculentos sobre el exilio. Yo estoy fuera, pero desde fuera también se construye país, ese que todavía nos pertenece. Y mi actitud consiste en la celebración de esa Venezuela en la que se crean y se hacen cosas, esa Venezuela en la que hay plátanos fritos”, dice Méndez Guédez refiriéndose a la anécdota del texto con el que participó en Pasaje de ida y que se recrea en un sabor, una sensación, una dulzura tan potente como lo es, a veces, la melancolía.
Una larga lista de preguntas de internautas se acumula. ¿Es más complicado publicar fuera de Venezuela? ¿Existe una literatura venezolana visible en el exterior? ¿Interesa a los departamentos de estudios literarios lo que los venezolanos han escrito y escriben? Liliana Lara habla de una invisibilidad completa –idiomática, prácticamente- de las letras criollas en Israel. Chirinos y Méndez Guédez hablan, sí, de una literatura venezolana cada vez más apreciada en España a pesar de no gozar de canales ni espacios oficiales para darse a conocer –o incluso teniendo que sobrevivir a la invisibilización a la que la somete los que ya existen-. La noción del escritor exiliado como dueño de una obra a la vez que divulgador de una tradición literaria aparece, se perfila, se hace clara. Sin embargo, otra, acaso la más lúcida, estalla en la boca de Israel Centeno.
La precariedad que supone la distancia hace necesaria una tradición -acaso antes denostada por sus propios herederos- que hoy sirve de ropaje y escudo. Se trata de algo tan reñido con la pertenencia como con la visibilidad. Otros países –Argentina, México, Colombia, Perú- entienden y usan a los escritores que les precedieron -incluso a las generaciones anteriores pero todavía activas- como un árbol genealógico que los explica y los sitúa y cuya existencia grupal supone una forma de avanzar en lugar de una competencia entre iguales. Esa, insisten, es una realidad cada vez más obvia y necesaria producto de un aprendizaje forzado. Más claro no pudo decirlo Centeno: “Hemos dejado de ser parricidas, estamos aprendiendo a nombrarnos”. Acaso por necesidad -u orfandad- la distancia corrigió la miopía literaria patria.
En el reloj de la barra de herramientas marca el tiempo de una hora que no es la misma para quienes conversan, pero que avanza y se consume para todos por igual –los minutos, como el oxígeno, arden de la misma forma en todas partes-. En Pittsburg, son ya las seis. En Israel, las doce. En Venezuela, desde donde nadie habló, son las cinco  de una tarde, todavía nublada, con 27 grados. En Madrid son casi las doce y todavía hace frío. Los cuatro escritores han dado por cerrado el debate después de una despedida rápida y sin aspavientos.  En la pantalla del ordenador la caja de vídeo del youtube se queda oscura, apagada, ausente, bobalicona. El cursor tartamudea, necio, en el documento de Word. La página parece más blanca hoy que otras veces. El teclado ametralla una idea, sólo una, en el folio: diáspora. Nunca, como esta noche, una palabra fue tan confusa ni una madrugada tan fría.

lunes, 6 de enero de 2014

Una colección de puntos suspensivos

-->

Sí, eso: una colección de puntos suspensivos, un collar con el que apretar las palabras para que no salgan, necias, dispuestas a representar una opinión que nadie necesita. Las certezas padecen la mala educación, o mejor, de una doble mala educación: no sólo insisten en existir, además se creen susceptibles de interés. ¿Quién las necesita?, me pregunto ¿Para llegar antes al fin del mundo y exclamar te lo dije, como quien entierra una bandera en un monte lunar? Desde hace días me afano en componer una gargantilla, salgo a pasear con un collar al cuello; a veces doy bruscos tirones. Mantente a raya. Retrocede. Calla y observa, recito en mi misterio glorioso.

Mi amigo Bernard –aficionado a propinar certezas- me ha hecho ver mi confusión entre la vida y la literatura; una visión libresca de las cosas que distorsiona mis imágenes del mundo como las novelas de caballería con Alonso Quijano. Pienso en ello  mientras contemplo el frigorífico de una carnicería. Mastico sus palabras, las de Bernard, mientras repaso con la mirada unos pocos trozos de carne hinchada y oscura servidos en bandejas desiertas. Avanzo por los pasillos de un súper. Contemplo los anaqueles vacíos mientras sobo mi rosario de signos de puntuación y compruebo que algunos productos valen la mitad del sueldo de mi hermana.

Llegué a Caracas, desde Madrid, hace unos días. Aterricé en Maiquetía después de ocho horas de vuelo en las que sólo me dediqué, con rigor,  a dos cosas: a completar una modesta colección de latas vacías de cerveza y a dar cuenta de Liubliana, una novela de Eduardo Sánchez Rugeles de la que no pude zafarme hasta que un hombre selló mi pasaporte en la ventanilla de inmigración.  La de Rugeles es una historia terrible, hermosa como los truenos, escrita con el ritmo de las infancias caducadas, esas que hablan de países que fueron bellos y se dedican luego a aparecerse ante quienes lo habitaron como espantos, fotocopias sin tóner de recuerdos que fueron nítidos, pedazos escasos de carne caducada que alguien pone a la venta. En lugar de dedicársela a una madre o una esposa, Rugeles dedicó Liubliana a la urbanización Santa Mónica, un mal de amor del que entiendo tanto como de  decapitaciones. 

Confundida entre literatura y vida, a decir de Bernard, una de las primeras cosas que hice al llegar a casa fue recorrer las estanterías de una antigua biblioteca que nunca he conseguido llevarme completa a Madrid. Encontré cierta decrepitud en el repaso a aquellos volúmenes. Algo debo de hacer con ellos, pensé. Ocupan demasiado espacio. Atormentan a mi madre, como si su sola existencia agregara plomo a su deseo de abandonar, de una vez por todas, la ciudad.  Y aunque lo intento, no consigo una selección correcta. No logro separar a los condenados de los indultados. No consigo saber cuáles podrían salvarse y cuáles arderán de olvido, cerrados en la biblioteca del colegio de monjas en el que estudié y al que pretendía donar una parte importante. Como en el súper, descubro algo en ese gesto; elogio de la biblioteca incluido. Salvar y condenar.

Al hacer el equipaje, no fui previsiva. Acabé antes de tiempo la novela de Rugeles y El que apaga la luz, un libro del que pediré –mejor dicho exigiré- a Juan Bonilla la renuncia a un relato suyo que yo habría deseado como tema para una novela. El asunto es que despaché la ración libresca demasiado  pronto y necesitaba repostar. Del paseíllo ante las estanterías me quedé con dos títulos: El corazón de las tinieblas, que leí  hace ya algunos años sin entender una palabra y El Quijote,  cuyas páginas he picoteado  gracias a una ortopédica selección de capítulos, como quien, para poder tragarlo, esparce trocitos de un potente solomillo en un danonino.

Todos los días hago lo mismo. Muy temprano empiezo la lectura de Conrad y acabo el día con Cervantes. En el medio, en las horas de sol que separan un libro de otro, salgo a recorrer –malamente- la ciudad. Mi hermana me hace de lazarillo y uno que otro viejo conocido intenta explicarme lo que ocurre mientras mordisqueamos una lechosa pocha. Yo avanzo tirando de mi collar.  He visto cosas que no creerían: filas que anteceden a casi cualquier operación, desde sacar dinero de un cajero o salir –que no entrar- a una agencia bancaria hasta esperar ser atendido por los poquísimos dependientes que pueblan tiendas y expendios de estanterías sin productos. He visto también enormes carteles en los que el gobierno obliga a los comerciantes a rebajar sus precios; viviendas cuadriculadas que brotan como setas;  emisiones televisivas en las que un funcionario denuncia la usura de una juguetería la víspera de navidad  y un vicepresidente que  habla de algo parecido a una ofensiva económica y de una cosa llamada Plan Patria. La gente que encuentro en las calles luce distinto, habla distinto, se viste distinto, un no sé qué que recubre la vida con una película de estropicio.

Alrededor de la morgue de Bello Monte –donde van a parar todos los cadáveres de la ciudad- se aglomera ahora mucha más gente que espera entre contenedores de basura y nubes de moscas. El 2013 cerró en Caracas con una cifra de 39 homicidios por cada cien mil habitantes, aunque hay quienes hablan de 79. No es posible saberlo. Resulta difícil  aferrarse a la certeza de los números, porque no se publican estadísticas: ni de muertos a manos del hampa, tampoco de la inflación, mucho menos la tasa de emprobrecimiento y desquicio, ni nada que se la parezca.  Miro a los hombres y mujeres que pastorean en la morgue. Transpiran derrota. Algo de esa resignación la consigo también en otros lugares: en los ojos de quienes me hablan, en la gruesa capa de sucio que se cierne sobre casas y edificios, en el cielo hermoso de una ciudad que se licúa, se pierde, entre la devastación y la montaña, acaso como el mal de amor de Rugeles y su Santa Mónica.

Salgo a la calle como el Marlow de Conrad -busco al Kurtz del que todos hablan-. Al llegar a casa, me paseo por el jardín sobre el lomo de mi borrico imaginario. Me convierto en el trasunto caraqueño del grueso Sancho, ese hombre que afea la Mancha, incapaz de ver gigantes donde en verdad hay molinos. El tufillo libresco acorrala mis cigarrillos, que fumo con el pecho apretado, con dolor en cada calada. Atornillo mitades de pitillos, los apago enroscándolos en un cenicero mientras sobo el collar de puntos suspensivos que habrá de salvarme de las certezas. No has venido a cantar el Apocalipsis, me digo.

He visitado librerías, no muchas –todavía-. He descubierto entre las estanterías despeinadas libros que valen lo que un café junto a otros que triplican el precio de cualquier objeto de lujo. También entusiastas y acicaladas ediciones de sellos independientes que se afanan en darle forma a la literatura nacional que se escribe como quien se agarra, fuerte, a una soga. Desordenados, acaso estoicos o inexplicables, he conseguido burbujas, lugares construidos con una paciencia que yo no sería capaz de hallar en medio del vertedero en el que la ciudad está empeñada en convertirse. Son pocos, pero existen. Y reconozco en esos pequeñísimos espacios –un centro cultural o acaso una librería, una galería, un teatro-  un acto de rebeldía contra el abatimiento, una isla del espíritu –diría Ida Gramcko- que intenta resistir a los golpes de agua salada y caliente. 

Miro a las personas que caminan apretadas buscando productos. Colecciono fotografías de las nuevas prohibiciones –acaso demasiadas en número y temática-. Cuento el número de veces que ocurren cosas en un lugar en el que todo se apaga o se incendia -dependiendo de cómo se mire-; en medio de las llamas surgen otras, acaso brasas más esperanzadoras –la gente es el fuego que importa-. Cuento edificios enanos y me dejo observar por los ojos de un presidente muerto que el gobierno hace imprimir en muros y vallas. Visito la plaza Bolívar y me siento a observar cómo llueven iguanas desde los árboles. Mido la duración de los semáforos y compruebo que ahora los rompecabezas que venden en algunas jugueterías construyen -en lugar de la imagen un páramo merideño o una playa- una estampa de los cinturones de miseria de Petare –¿unir las ruinas es acaso un nuevo pasatiempo?-. Entonces vuelvo a casa -la de mis padres, en laque ya no vivo-, a veces como Marlow, sobando el rosario, tirando de la cuerda, acariciando mi collar de puntos suspensivos. Leo El Corazón de las tinieblas mientras completo otra  ruta, acaso más extraña. Y entonces ocurre, otra vez, lo que Bernard acusa como un mal: confundo trozos de carne negra con los rostros de la gente, mezclo las novelas con la vida,  me descubro dando vueltas al monte lunar con el asta de una bandera que en algún lado habré de clavar. Llevar apretado al cuello una gargantilla de cuentas silenciosas. Tararear la balada de la diáspora. Ser extranjero, también al volver a casa.