viernes, 30 de noviembre de 2007

Democracia Technicolor


Diez de la mañana. Un periodista del suplemento Negocios del diario El País espera a que el director de la división de grandes patrimonios de un banco alemán se digne a atenderlo. Yo, ejecutiva de cuentas de la agencia de relaciones públicas del banco, estoy allí para entretener al periodista de El País. Bueno, a ése y a los que vengan.


El periodista no quiere beber café, tampoco leer la prensa. El dossier corporativo ya lo leyó, no tiene ninguna duda y tampoco quiere el comunicado con los resultados trimestrales. Al comienzo quiso un poco de agua, ahora quiere irse. Mientras tanto yo, diligente, ejecutiva e invencible, hago mi trabajo: entretenerlo. Eso incluye que no se marche.


Estoy cansada, él también. Mejor dicho: estamos cansados el uno del otro. Él, de los miles de otros ejecutivos de cuenta locos por publicar el nombre de su cliente en prensa; yo, cansada de los miles de otros periodistas a los que hay que agradar, siempre, en nombre del cliente y del fee. Nos detestamos. En el fondo ambos sabemos que esto es por dinero.


Exhaustos de tanta excusa, que si la llamada, las subprime, la sacarina y el café con leche, el periodista del diario El País me pregunta por mi acento. En una sala de espera de un banco alemán en el número 18 del Paseo La Castellana, en Madrid, se abre ese boquete personal que no me gusta tocar cuando trabajo. Sí, soy venezolana. La afirmación no me da ganas de reír, pero sonrío por acto reflejo: para defenderme del Rey, de Chávez, de los Roques, del petróleo y Canaima. Es parte del entretenimiento. Que no se vaya el periodista, que no se vaya, que no se vaya. Pero él no me habla de nada de eso. Sólo me mira. De pronto algo se desordena. Él ha dejado de tratarme como si…; yo he dejado de sonreír como si…

El periodista del diario El País tiene cerca de sesenta años. Lleva libreta y un lápiz cualquiera. Lo miro, pensando en voz baja cuánto desearía su trabajo en lugar del mío. El periodista me devuelve la mirada y me pregunta qué es lo que más extraño de mi país. Si pudiera responderle fácilmente, sin ese nudo que comienza a formarse en mi garganta. Ya lo sé. Ya lo sé. En horas de trabajo ni se bebe ni se llora.

Paseo los ojos por la sala, aguanto, aguanto y aguanto. Luego respondo. ¿Qué extraño?, pues los colores. El verde del Ávila, el azul del cielo en la autopista, el amarillo de la tarde y el rojo de las cayenas en el jardín. Extraño el sucio, el desorden, el guacal de patillas cortadas a la mitad. Extraño lo que aborrezco, lo que ahora está lejos. Y aunque sólo me limito a decir colores –los colores-, algo estalla en mi mente, un mango maduro, una parchita estropeada. Algo estalla. Bang, bang, bang.

“A mí me pasó lo mismo que a ti –dice-. Cuando vino la democracia, me pareció que todo había cambiado de color. Antes, en la dictadura, todo era gris: los edificios, las calles, los uniformes de los guardias, los coches… Hasta los botones de los ascensores eran grises”. Y mientras me imaginaba un enorme y redondo botón de ascensor, le pregunté desde hace cuánto tiempo trabajaba como reportero para El País. “Desde hace 31 años”, respondió. Democracia Technicolor. Ahora que todo es minimal y lustroso. Ahora que existe el acetato y el fucsia y que la tortilla de patatas del bar de la esquina se sirve en platos modernos, me quedo en blanco, sin sonrisa, sin excusas; blanda de dolor, torpe de remate.

Desconozco si él sabe. Al menos parece que lo intuye. No me pregunta a qué he venido ni porqué. Sólo le interesa saber qué hacía en Venezuela. “Escribía reseñas y entrevistas para un suplemento literario”, respondo de nuevo, sin sonrisas, sin nada entre las manos, sin hablar de más. Entonces me habla de Chávez. Más que hablarme de él, lo diagnostica. “La calle todavía lo apoya, excepto los estudiantes”, dice. No lo culpo. No tiene porqué saberlo. Con que lea la prensa y se entere es suficiente; creo. No voy a decir una palabra. Estoy trabajando, y mientras eso ocurra, no desprenderé de mí ni una escama, no explicaré el 11 de abril ni todos sus muertos; no hablaré de Chávez ni de sus asesinatos. Voy a quedarme quieta, sin sonrisa pero quieta. A ver si con algo de silencio se me pasa.


“Pero bueno –dice el periodista-, como tú dices… los colores. En la época de Franco no había colores”. En la de Chávez tampoco, quisiera decir. Entonces me quedo callada, pensando, como ahora, en ese olor que dejan los botones de los ascensores viejos después de tocarlos. Repaso la mirada. Miro la alfombra de fibra y mis uñas sin pintar. Espero a que el director de grandes patrimonios de un banco alemán deje de hablar por teléfono. Me resigno y sonrío. Otra vez, sonrío. Ahora sí. Sonrío. El señor Ojeda ya puede atenderle. Sonrío un poquito más. Maldita sea. Y sonrío otro poquito. Maldita sea.

viernes, 23 de noviembre de 2007

Donde quiera que tus cabellos vayan



Yo soy aquella en la fotografía,
de pie,
entre el miedo y el deslumbramiento
.
Yolanda Pantin. País


Mi madre ocupa el centro de una foto blanco y negro. Sentada en el suelo, sobre una leyenda del periódico local de Turmero, parece venida de un lugar anterior. Tiene cuatro años y el cabello largo, peinado con una raya en el medio y dos ganchos del que caen bucles, y bucles, y bucles. Su niñez me toma por sorpresa y revuelve mis pestañas.


Sostiene un balón que se desinfla de ternura y una fecha manuscrita identifica el año en que se publicó la noticia. La miro allí, angelito entre adolescentes buenasmozas listas para envejecer, con esa cara de pajecillo extraviado.
Corría algún mes de 1948, Rómulo Gallegos gobernaba el país el mismo año en que el “batallador conjunto Revenga”, del que mi madre era mascota, “cayó en el partido inaugural del torneo Pre Estudiantil organizado por la dirección de Educación física del Estado Aragua”. Así glosa la derrota del combinado aquella leyenda de la foto.

Todas en la foto parecen mirar a otro lugar. Mi madre también. Luce una cabellera profunda, demasiado negra para la edad de sus ojos. Los rastros de un peine perfecto separan sus rizos. Mi madre tiene cuatro años y la cara lavada, blanca, blanquísima, como la niña de la edición ilustrada de Margarita está linda la mar que teníamos en la biblioteca de casa y que yo buscaba para ver cómo la blanca princesilla viajaba para devolver la estrella que había cortado sin permiso de su padre.

Mirándola, estudiando su trajecito, imagino la casa detrás de los botones; tanteo en el ruedo de la falda algo que me habla de aquel panal de mujeres que pudo ser su infancia: señoritas viejas, mujeres roble de modales solitarios. Miro el hilo blanco de la camisa pequeñita, y la imagino tendida al sol en el patio.

Voy recorriendo la foto con el cursor del teclado y algo parecido a un país se me viene encima: mi abuela sosteniendo alfileres en la boca, mi madre sin moverse para no arrugar la falda y la máquina Singer al fin quieta después de las noches de costura.

De sus hermanos, mi madre era la única que no se montaba en las matas de mamón, ni llenaba de tierra su overol de esperar a mi abuelo los domingos, cuando, al fin, después de toda la semana, llegaba de la empresa Aeropostal con la mesa puesta y la familia en orden.

Si la infancia es esa colección de patrias abolidas, me pregunto qué idioma hablaría mi madre esos feriados. Ella misma me contó una vez que tuvo una época en que le dio por tocar las cosas, como si sólo así pudiese comprobar su existencia. ¿Temía acaso que el suelo se sacudiera, que la noche durara más de la cuenta?
Sé, por sus propias palabras, el peregrinaje a las camas de mis tías en la noche. No sé si por temor a la oscuridad, o por el frío de haber mojado la cama. Da lo mismo, el miedo, como el frío, forman parte de la misma intemperie.

Pequeña reina silenciosa de las tijeras punta roma, mi madre se sentaba en la esquina a recortar figurillas, vestidos y muñecas de papel, confeccionándose quién sabe qué ajuar imaginario. La miro, la imagino. La tengo cerca con desventaja, con esa idea fija de que viene de un lugar anterior.

Quizás si le pregunto ahora porqué no miraba de frente a la cámara, se ría y me diga que en Turmero las primas Borgo habían sido un acontecimiento en la prensa local, y no lo dudo, porque alguien muy prolijamente ha guardado esa foto, alisada como un mantel en una fecha patria.

La foto, agrietada como se ve en la pantalla del ordenador, rezuma algo que no conozco. Y quizás lo que más me sorprenda no es que la foto exista, sino que yo pueda verla para contar los bucles borrosos en su pelo.
Algo viaja en el tiempo hasta ella. ¿Acaso alguna brisa que desconozco? Algo golpea la calle y me trae un olor transeúnte. Si la infancia es una patria abolida, si los panales perdieron su sitio y alguien bordó manteles con canutillos, prefiero quedarme mirando la foto de mi madre hasta quedarme dormida. Hasta que el viento golpee y me lleve de vuelta al lugar donde sus cabellos vayan, de una vez, lejos de la intemperie.

martes, 20 de noviembre de 2007

Pásate, macho, el Marca

Estadio de fútbol Santiago Bernabéu, diez de la noche. La selección española juega contra Suecia en el pase a la Eurocopa 2008. La convocatoria, como todo lo que ocurre en este condominio nacional, es izquierda y derecha a la vez. Oxímoron dentro oxímoron. Cuál selección, mejor dicho, cuál España, si hay como trescientas: con bandera o sin bandera; con Cataluña y sin Cataluña; con País Vasco y sin País Vasco; derechista o socialista; franquista o no franquista; atrasada o modernísima. Como si lo colectivo se tratara de un apéndice: ciudadanos con o sin mostaza.

Las banderas españolas están por todas partes, suena el pasodoble y desfilan las huestes de siempre. A por ellooos, oé. A veces pienso que si pudieran acordar un símbolo nacional dirían todos sin chistar: Que viva España…, con ese golpe de sainete y matadero que tiene todo cuanto hacen. Hoy el bar de la esquina está por todas partes, imponiéndose con su sonido de cotilla, tragaperras y lotería, aunque esta vez –como siempre- vengan a gritar gol.

Aquí ocurre lo que en el congreso, el barrio, la prensa y la calle: una fanaticada que odia al entrenador, critica al héroe y se detesta amorosamente entre sí. ¿Se puede vivir así? Por supuesto. He aquí la muestra. Desde las gradas se distingue un perolero cívico, una colección de aparatos que nadie entiende: Galizia con España, Catalunya con la selección, dicen las pancartas guindadas en las gradas –en gallego y catalán, claro está-.

Un país atomizado toma asiento y se detiene en el bocadillo del medio tiempo. Envuelto en papel de plata, semejante tentempié subraya una costumbre doméstica, campesina, casi obrera, a mitad de camino entre el ascetismo y lo provinciano. Doy vueltas a mi alrededor, ¿dónde estoy?; ¿dónde carajo estoy? Entonces salta Sergio Ramos con un gol de pantorrillas perfectas y me uno, feliz y troglodita, a la escuadra ibérica. Yo también canto sainete y me proveo de un mordisco pródigo –tengo DNI, ¿no?- y con sabor a mortadela.

El partido alcanza su ritmo más alto. Tres a cero. Iker Casillas está aburrido y tiene frío. Calienta, alza las piernas, aprovecha los pelotazos. Está dicho: casi nadie visita su portería. Los niños gritan su nombre para que voltee. De grande quiero ser superestrella. Ganar pasta –acepción coloquial de dinero-. Ser un personaje público. Gran hermano y sus derivados. No los culpo, si yo fuera niño también quisiera el fútbol, y la Fórmula 1, y el polígrafo, y la exclusiva, y la operación de sexo, y el válgame Dios cómo es posible de las vecinas.

En su última columna, al menos la última que se publicó antes de su muerte, escribió Paco Umbral : “En aquel tiempo, por Madrid, los escritores iban de escritores por la calle, porque había una cultura general y viandante como había una pintura visible y catalogable. Ahora, si quieres conocer una verdadera cultura tienes que irte al fútbol. En el fútbol en seguida se aprende algo y los más eruditos recurren al Marca. Es cuando en los tranvías se oye decir al obreraje: «Pásate, macho, el Marca con las alineaciones».

Sentada en las gradas del Bernabéu, entendí a qué se refería Umbral. Entendí cómo podía ser posible que el país incapaz de dirimirse encontrara acuerdo en aquel campo de 107 metros de largo por 72 de ancho, gritándole a once jugadores que viven su propia patria millonaria, aunque eso último, de momento, es lo de menos. Lo importante es la malla, la pelota, las conchas de pipas, el humo espeso de ducados, el sainete, el monarca, el cura, el militar de antes, ¿acaso ahora el portero, el delantero, el piloto de Mclaren, el héroe y el polígrafo? No lo sé. Ellos tampoco. Viajantes, viandantes. No soy de aquí, pero viendo el fútbol lo olvido por unos instantes.

martes, 13 de noviembre de 2007

Devuélveme mis platos rotos


Existe un impuesto a la memoria. Yo pensé que se trataba de un derecho de libre uso, pero resultó ser todo lo contrario. Es un gravamen que determina de cuánta autoridad moral dispone un individuo para hacer uso de sus propios recuerdos.

Ahora que no se sabe qué está más de moda, si el recuerdo o el olvido, el impuesto a la memoria se ha convertido en uno de los mecanismos principales de recaudación. Lo usa el Gobierno; las personas jurídicas; los particulares; las víctimas y los victimarios; los escritores y los periodistas –que viva la novela histórica-. Si quieres recordar, tienes que pagar.

No me hubiese enterado de nada de esto de no ser por una buena amiga que se encargó de sacarme de mi error. Y no fue porque me recomendara a Primo Levi, a Arendt, Derrida, Agamben, ni a Walter Benjamin y compañía; tampoco porque yo le contara lo agresiva que podría ser Almudena Grandes en un foro sobre la guerra civil. Fue algo mucho más folclórico y local.

Unas noches atrás, yo había soñado con Rómulo Gallegos. Fue un sueño largo y doloroso que se esfumó no más abrir los ojos. Pero al igual que ocurre con las frutas cuando se pudren, el sueño esparció un tufo angustioso y agresivo entre mis cosas.

Me descubrí de pronto buscando fotos viejas, haciendo pesquisas. Comencé a apilar carpetas de imágenes bajadas de Internet y archivos a medio escribir. Activé una correspondencia agresiva con mi propio más allá.

Satisfactorios o no, comenzaron a salir textos longanizos que hice llegar a mi tan buena amiga, generacionalmente algo más cercana a Gallegos –bastante más, ella tenía 16 años cuando le derrocaron- . Obtuve por respuesta el más desconcertante de todos los correos.

Chiquilla, dos puntos. Y así comenzó la andanada. Mi amiga la cronista me censuró. Yo no tenía derecho a recordar a Gallegos, por el simple hecho de no haberlo vivido directamente. Me incriminó por mi condición de lector, me apartó de la historia y me acusó de plagiar el argumento de su última novela.

No pensé que fuera para tanto, de no ser por una cosa: ella me había vetado, me prohibía el recuerdo y se hacía con una historia para sí y su generación. Para hacerse con el derecho había que pagar el peaje moral, el mismo que se imponen los sobrevivientes entre sí; el que usan los testigos para que nadie los juzgue por haber mirado en lugar de actuar.

Entendí que el mecanismo inicial comenzaba a enmarañarse. Que el que se va de la villa pierde su silla. Que en este momento si no eres testigo eres culpable. Si estás lejos es porque así lo quisiste y así lo habrás de aceptar. Y pagarás doble tributación: la que te autoriza a recordar y la que desautoriza la calidad de tus recuerdos. Aún así el resultado suele ser el mismo: uno queda mirándose al espejo, como si eso fuera a cambiar las cosas.
Y como a los presos, me queda mucho tiempo para pensar en estas cosas. Nadie me pide, tampoco me interesa hacerlo, que participe de los titulares locales. El periódico me da igual. Es inofensivo. No me afecta, no me importa, no me lastima.

Desde ese día, cada mañana, pienso lo mismo, en un lugar en el que nada me importa y en el a veces parece que sólo me acompaña lo que escribo. Hasta que un día me dé por mirar una portada increíble; una imagen más potente y onírica que mi Gallegos technicolor; una foto que me sacuda y me quite el habla, de pie, en un quiosco de Goya, mirando una portada del diario El País en el que dos jóvenes disparan detrás de una puerta mientras otros dos, desarmados e igual de jóvenes, empujan para evitar las balas.

Entonces el tufo y la furia me sobrecoge. Y miro a mi alrededor para que alguien reconozca que no es Beirut, tampoco Marruecos. Es mi país, desangrándose poco a poco. Supongo que así me quedo, largo rato. Sé que tarde o temprano, alguien vendrá a hacerme pagar arancel por mis propios platos rotos.

martes, 6 de noviembre de 2007

Tripticol, dígame


Samantha pega las palabras. Hay jalea en su fraseo. Todo en ella suena más de lo normal. Llega impartiendo taconazos, deshaciendo su bufanda, doblando el paraguas lluvioso. De su hombro derecho cuelga un bolso imposible: caramelos, pastillas para el dolor de cabeza, bolígrafos, gotas para los ojos, paqueticos de Clinex, libretas minuciosas con teléfonos y presupuestos, ganchos para el moño imperfecto de su buena presencia y un ejemplar de ADN, el periódico del metro. Antes del máster, cursó un título de experto. Desde entonces trabaja como teleoperadora. Ella, su autosuficiencia y sus 22 años desautorizan cualquier pesimismo.

“Yo contesto las llamadas de una España deprimida”, dice con esa forma perfecta de convertirlo todo en una joda. La imagino apretando botones, cosiendo los segundos con un fino hilo musical para la espera de los usuarios. Todos los días entra a trabajar a las ocho y sale a las cinco. “Hoy entraron 300 llamadas”. Sacude su bolsa de caramelos de colores. La escasez de Tripticol, un antidepresivo recetado para bulímicas y personas con trastornos de sueño, puso a toda España en vilo por una mañana. Imagino a Samantha, sentada con la espalda erguida, recibiéndolas y transfiriéndolas con sus dedos veloces. “Espere, le comunico con ventas”; “Un momento, le comunico con ventas”. “Le comunico con ventas, espere”. “Pero chiquita, ¿qué culpa tengo yo de que el bendito medicamento se haya agotado?”, luego anota otra tarea pendiente en su agenda, da vueltas en la silla; organiza; dispone, cierra y abre cajitas, polveras, lápices labiales.
Hace poco, Samantha me dijo que no sabía cuál era su sitio. Nunca pensé que una mujer huracán se detuviese a hacerse esas preguntas. Samantha parecía necesitar una definición convincente para la palabra hogar. Si su rutina estaba en Madrid, ¿porqué echaba de menos la isla? Y si la isla era su casa, ¿por qué cuando iba quería volver a Madrid? Y de pronto, como si la hubiese sacado de su bolsa de avellanas, Samatha dejó escapar una frase cuyo único lugar común era el pasaporte: “¡Qué lejos estamos de nosotros mismos!”. Se quedó mirando hacia la pizarra blanca sin anotaciones. Dio un sorbo a su Coca-Cola Light. Yo comí un chicle. Y en esa nada rumiante, no supe qué decir. Ni ella quería una respuesta ni yo podía dársela. Samantha sacó su estuche de maquillaje, aprisionó una almohadilla contra sus mejillas y anotó dos tareas en su agenda. Yo seguí masticando en silencio, como una vaca afónica que no sabe qué hacer con su cola. Abrí el ejemplar de Pedro Páramo que saqué de la biblioteca de la Complutense. Me tumbé en la silla, sin decir palabra.