sábado, 9 de noviembre de 2013

El hombre del piano, junto a los servicios

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El 26 avanza con lentos tirones por la calle Atocha, hoy más empinada que de costumbre. Leo una novela mala, pésima. Chasqueo los dientes y busco las llaves en el bolso. Con ellas en la mano pienso que no me apetece llegar a casa. Es pronto y sin embargo ya es  casi de noche. Si pudiera, hoy me moriría de frío,  ganas o cansancio. Quizás todas a la vez.
Llego a la parada de siempre y como todos los días me bajo entre empujones de abuelas que hacen uso de sus paraguas con la destreza de las viejas que, según Kundera, inundan las calles de Praga.
Me bebería una cerveza, pienso. Pero el cansancio y el tedio me hacen desistir de  la lenta alegría de las aceitunas. No necesito siquiera caminar. Justo al bajar del autobús me topo con el más entrañable de mi colección de bares cutres. Cafetería La Vera, un lugar en el que conviven las tragaperras renegridas y grasientas con fotografías de orquestas firmadas por sus directores o mejores solistas.
Avanzo, con desgana. Las primeras dos de las tres mesas del salón están ocupadas por abuelos que beben chocolate espeso con cucharitas. En la barra se agolpan hombres ruidosos. Me hago un espacio al final y me siento en un taburete. No necesito siquiera decir qué deseo beber. El camarero sirve lo de siempre: caña y aceitunas. Hoy, quizás más que otro día, le agradezco que conozca mis rutinas, que decida por mí.
Miro mi vaso corto de cerveza, mordisqueo una aceituna horrible, cuando escucho, de pronto, los primeros acordes de Rhapsody in blue, de Gershwin. Me doy la vuelta. Un hombre mayor toca un piano. En todo el tiempo que llevo viniendo a La Vera, no había reparado en el instrumento, colocado malamente en el estrecho pasillo que conduce a los servicios.
Me asombra todo: el anciano pianista, el instrumento que nunca había visto y la melodía de Gershwin. Todo junto y a la vez me parece un beso, uno de esos que te dan cuando deseas que alguien te proteja. Y hoy, quizás más que ningún otro día, quiero que alguien cuide de mí.  
Seamos sinceros, Gershwin suele ser  bastante común en los repertorios de sitios que no pertenecen a nadie: bares, restaurantes, hoteles. Es –injustamente- como las grandes canciones de Sinatra, una joya convertida en cáscara, en hojalata, concha de cacahuete mordido, banda sonora del no-lugar. No habría porqué asombrarse. 
El asunto es que llevo días escuchando Porgy and bess. Lo hago por melancolía, como siempre que escucho ópera; también porque intento empujar con música las páginas de un capítulo puñetero de una novelita que no se deja escribir.
Cojo mi caña, mi plato de aceitunas agrias, me levanto de la barra y ocupo la única mesa vacía: justo la que está frente al calvo pianista de cazadora gris y perfil de doble papada. No he dado todavía un sorbo a mi cerveza –creo que en el fondo no me apetece-.
Me siento a escucharle. Lo hago con las manos apoyadas en las mejillas. Creo que soy la única que le escucha. Por eso me permito  pensar  que sólo toca para mí, que el Telediario de la tele empotrada en la pared no interrumpe, que los ruidosos hombres de la barra no estropean el aire  con sus risotadas. Me lo permito. Sí.
En épocas más pretenciosas habría paladeado El hombre del piano de Bukowski con los tragos que doy a mi cerveza. “El hombre del piano/ toca una pieza/ que no compuso/ canta una canción/ que no es suya/ en un piano/ que no es de él./ mientras/ la gente en las mesas/ come, bebe y habla”.
Pero no. Yo, a diferencia del auditorio que depara el poeta a su músico, no quiero que el pianista se levante. No quiero que deje de tocar. Necesito que continúe, que me retenga, que me haga compañía con la fidelidad que tienen las cosas que se evaporan, esas que en un rato ya no serán lo que nos parecieron: ni ten hermosas, ni tan especiales, ni tan nuestras, pero que necesitamos quién sabe dios por qué.
El pianista encadena Rhapsody in blue con Summertime, una canción que no me canso de escuchar, aunque sea en los sitios más disímiles y absurdos. Y aunque la de este hombre calvo no es como las de Ella Fitztgerald y Amstrong, Mahalia Jackson o Miles Davis, me vale. Incluso estropeándola, me seguiría valiendo. En el fondo no es eso: una nana que alguien canta a un niño mientras espera la tormenta que habrá de caer sobre Catfish Row. Una nana. Porque ya son demasiadas las noches en las que no consigo dormir.
Una mujer abre la puerta y sale de los servicios, tropieza al hombre anciano que toca el piano y se abre paso, balanceándose sobre sus piernas sin tobillos. Él sigue tocando, yo sigo ecuchándolo hasta el final. El pianista termina. No hay aplausos, ni uno. 

Doy un largo trago a mi cerveza, renuncio por completo a las aceitunas y me pongo de pie. Voy a la barra, pago y me abro paso entre hombres ruidosos y ancianos que mordisquean churros. A mis espaldas suena ahora un pasodoble de Manolo Escobar.