sábado, 13 de octubre de 2012

Madrid, 13 de octubre. Seis años




Me daba a mí por imaginar cosas, por buscar palabras y anotarlas en libretas, por pensar que era posible contar historias como en verdad ocurrían. Me tomaban por sorpresa los ancianos con acordeones, las estaciones de metro de Argüelles y Moncloa , los autobuses bajo la lluvia, las calles inundadas por paraguas y las farolas sin sueño del paseo pintor Rosales a las dos de la mañana.  Entonces siempre llovía y yo siempre pensaba en volver.
Pensaba que las cosas eran rápidas y sencillas y que las historias se escribían solas. Que ellas nos escogían para contarlas y no que había que cogerlas, fuertemente, como se hace con las palabras cuando se desbocan. No entendía yo que lidiaba con caballos a dos patas. Ignoraba cuán fuerte había que tirar de las riendas para que cada párrafo no echara a correr cuesta abajo.  No sabía yo que esta vida era una doma.
 Cuando llegué aquí  tenía mucho menos claro el sonido de las multitudes y el valor que van cobrando los días cuando se juntan, unos junto a otros, año tras año, como un conjunto invisible de verdades que se revelan, amarillas, sobre las paredes. No entendía el valor de una habitación con ventanas, cuán importante es una noche continua de sueño o el abrazo recuperado de a quienes en verdad echas de menos.
Aprendí a perder. A darme cuenta de que perdía lo aprendería mucho después. Perdí la costumbre de las libretas y dejaron de sorprenderme losancianos con acordeones. Todavía me impresionan los aviones y los autobuses bajo la lluvia. He perdido la costumbre de salir a caminar bajo la noche y también la idea de que las historias se cuentan solas.
Cuando llegué aquí, hace seis años, no pensé que quien se marchaba de un lugar lo hacía de esta forma, tan como si no ocurriera. Porque comienzan a llegar los días en que los regresos se parecen cada vez más a las visitas. Y cuando menos lo esperas,  descubres que has estado marchándote demasiado tiempo.
Me bajé de un avión en la Terminal 4 de Barajas, hace seis años. Era un trece de octubre. Llevaba entonces, creo, dos maletas llenas de ropa que no abrigaba. Y entonces creía que iba a algún sitio. Pensaba cosas definitivas que debían cumplirse en plazos más o menos  perentorios. Pero los días, como los equipajes, se extravían. Y cambian los viajeros de sitio como los aeropuertos de año. En mi país siguen gobernando los mismos –ya no sé si les odio o si sólo les he dejado quedarse con todo-, en mis libretas ya no manda nadie.
Aún extraño a los mismos que eché de menos ese día, y el siguiente a ése, y a ése y a ése. Todavía lloro cuando llueve y, aunque creé estas crónicas –los barbitúricos ciudadanos las llamé, a los pocos días de llegar- aún no me queda claro cómo ni cuándo voy a encontrar valor para contar esta historia como en verdad ocurrió.