lunes, 6 de agosto de 2018

Yeguada: noticia de un incendio en las sabanas y los viaductos




Esta historia ocurrió hace ya muchos años, en la vida de una mujer que durmió y despertó del otro lado del mar. La bestia de aquel episodio no era un ejemplar cualquiera. No era oscura como el caballo que hace unos días echó a galopar en una autovía barcelonesa, enloquecido y salvaje, dispuesto a estamparse de puro miedo contra un camión. Esta otra era una hembra furiosa de pelaje encendido que resaltaba en la yeguada. Las encontró en la autovía, cerca del jardín botánico de una ciudad que dejó de existir. En aquel país en trance de morir, toda pesadilla era un deseo oscuro. Algo que se abría paso a puñetazos, como alguien sepultado que golpea un ataúd.

Ocurrió, insisto, hace años. La manada corría a un lado del tráfico. El sonido de sus cascos sobre el asfalto zumbaba como el latido de corazones en estéreo. Azotes herrumbrosos sobre el atasco de mediodía. Nadie parecía haber reparado en ellas, sólo aquella mujer de edad abolida que ahora observa el televisor,con la quijada abierta de quienes se descubren soñados por la realidad. Aquel día, ella se llevó las manos a la boca, tocó sus dientes, rozó la sierra de sus incisivos con la yema de los dedos, justo como ahora yo toco mis dientes lisos de animal herbívoro... Ya no me queda nada para desgarrar a dentelladas las cosas, pienso.

La imagen de la que os hablo no es ésta que ahora se repite en los informativos. No. El pavimento parecía ablandarse bajo el galope de aquellas quince yeguas de pelaje rojo, esa manada veloz que atravesaba el horizonte trazando una línea de fuga e incendio. Atrapada en el tráfico de una capital funesta y hermosa, la mujer cogió su monedero, bajó del coche y comenzó a correr entre el atasco. Las yeguas galopaban, cada vez más rápido, unidas, como un enjambre de abejas locas que peina la ciudad. Ella iba detrás, muy por detrás, recuperando ira en su propio galope.

La mujer, aquella que vivía al otro lado del mar, se quitó los zapatos de tacón alto y los tiró. El tiempo que perdió deshaciéndose de ellos lo recuperó dando tirones de furia. A su paso, levantó una nube de asfalto. Dio coces en los viaductos. Fue, al fin, la bestia que siempre quiso ser. El calor del pavimento le hacía hervir los pies y abría ollares en su corazón. Supo que avanzaba, por el dolor de las quemaduras en la planta de sus pies. Llagas rojas abriéndose de zancada en zancada, una forma de llorar que exigía la entrega.

Tardó en alcanzarlas, pero allí estaba, esparciendo el incendio de las crines rojas en medio de la autovía. No era su intención trepar a sus lomos. Sólo quería estar entre ellas, seguirlas hasta que la llevasen a un lugar puro, abierto, desconocido. Porque todas, las yeguas, incluida ésa en la que ella se transformaba de a poco, huían en la misma dirección. Todas mostraban pelajes afeitados, como si quien las crió  hubiese querido arrancarles de cuajo el pelo fino para hacer cepillos con ellas, como si quitándoles el pelaje les asignara otra naturaleza.

Mientras corría, impotente, con sus piernas depiladas de animal doméstico, la mujer se preguntó  porqué huían las yeguas... y ella. A pesar de sus evidentes condiciones –patas gruesas, largas-, las yeguas no habían nacido para demostraciones hípicas. Sus ojos negros y los hocicos a punto de espuma no eran los de un animal de cría, sino signos de la furia de los encierros. Eran bestias durante años cautivas. Bestias renuentes a la clausura y la doma. Criaturas nacidas en sueños que arrancaron a correr como purasangres sin jinete en medio de un campo de batalla sembrado con los tallos de hombres muertos.

El tráfico estornudaba, padecía el embotellamiento de bebés que lloran y coches que no avanzan. Ella y las yeguas perdieron el hombrillo y los zapatos de tacón alto. Galoparon por encima del mundo que temblaba a su paso. Arrancaron la furia como quien tira de sus cabellos o desliza cuchillas sobre una piel tierna. Afeitadas de toda razón, la mujer y la yeguada se abrieron paso como un fuego, ése que en la pantalla del televisor empuja a un caballo sin jinete a buscar su propia muerte.

Esta historia, insisto, ocurrió hace años ya y sin embargo crepita ante mis ojos. Hace arder mis recuerdos. Ella y las yeguas, manada y mujer a solas, conquistando el terreno de quienes van descalzos sobre la tierra quemada o calzan las copas de champán de las que alguna vez habló Elisa Lerner.

Miro al caballo avanzar en dirección contraria en una atovía de Barcelona, la C17. Intuyo los muertos que trepan a su grupa. Imagino los mensajes que envían los sueños en el tiempo. Descifro la belleza de las pesadillas mientras me quedo, de pie, con la boca aún abierta. Pienso en la mujer que aún entendía la vida como una doma. Ese incendio que sólo prende en los campos lisos y las autovías. Algo hace ruido en mi corazón: acaso la yeguada, dando coces en el aire. Después de todo, ¿qué es una mujer sola que corre entre caballos? ¿qué ensaya? ¿qué busca? Lo que todas…  Formas de llorar parecidas  a las de  los incendios en las sabanas y los viaductos.

miércoles, 4 de abril de 2018

Sobre la pasión independentista y la sandalia de Brian de Nazareth



La detención de Puigdemont en una gasolinera en Alemania, la orden de captura a Marta Rovira y Anna Gabriel en Suiza, el procesamiento de Comín y Ponsatí, y la prisión para la plana mayor del secesionismo asoman el fin del ‘procés’. O así piensan algunos. ¿Comenzó la pasión independentista el domingo de Ramos? ¿Se adelantó el calvario ocho días con respecto a la liturgia? ¿Es ésta la primera estación de un viacrucis que acabará en Estremera…? Con el secesionismo nunca se sabe. Su naturaleza hiperbólica, tragicómica y auto paródica da para mucho, incluso para una pascua cristiana.
A toda esta larga monserga del procés la recorre un no sé qué a lo Terry Jones y Graham Chapman


No sería de extrañar que Puigdemont escapara de la prisión de Neumünster abriendo un túnel con un tenedor de plástico o que Roger Torrent propusiera un fuet para ser investido como presidente de la Generalitat. El bucle comenzaría de nuevo hasta centrifugar por completo la cordura ciudadana, ya exprimida hasta el pellejo. Le aseguro, lector, que a día de hoy usted no está del todo seguro de cuántos Jordis han optado a presidir el Parlament. Sánchez, Turull… ¿Le tocará acaso a Cuixart? Todos Jordis, aunque sin dragón, cual pelotón de John Malkovich en la película de Spike Jonze. Sea sincero, lector: ¿sería capaz usted de recordar al menos tres delitos de la larga lista de fugas, detenciones y capturas?

A toda esta larga monserga del procés la recorre un no sé qué a lo Terry Jones y Graham Chapman. Y si se concentra usted en los acontecimientos de los últimos días, llegará a pensar que esto de la independencia es un plagio de La vida de Brian, aquella película de los Monty Python. Hay algo del Frente Popular de Judea en todo cuanto rodea este largo asunto de opresores y oprimidos. Del Romanes eunt domus que los centuriones obligan a escribir correctamente cien veces a Brian hasta el crucero de Piolín fondeado en el puerto de Barcelona. El archipiélago crece en número y las aguas se revuelven: Esquerra, las Cups, PDeCAT, Comités de Defensa de la República... Un safari ideológico de gente enamorada de sí misma y que prefiere que continúe en marcha el 155 antes que investir al presidente de un gobierno catalán. No tiene lógica, pero ocurrió así: los más fervientes independentistas perpetúan el periodo más largo de intervención del Estado en Cataluña.

En su permanente huida hacia Bélgica, Puigdemont -como Brian de Nazareth- ha dejado caer una sandalia que su séquito ha recogido en el camino


A Brian Cohen y Carles Puigdemont los separa apenas una sandalia. Uno nació en el establo junto al de Jesucristo, el mismo día, y tras un cúmulo de desgraciados y tronchantes equívocos fue confundido con el mesías en una Galilea fanatizada. Al otro, alumbrado en Gerona, le pasará como al falso mártir de la película de los Monty Python. Dominado él también por una madre de pelo en pecho –el nacionalismo- y ansioso de emanciparse, Puigdemont ha terminado luchando por una independencia casi lisérgica. Una en la que importa una sola cosa: lanzar dobles y salir de la cárcel, preferiblemente sin pagar multa. Porque política, lo que se dice política, Puigdemont dejó de hacerla hace ya rato. A menos que moverse por toda Europa mientras sus compañeros de 'causa' permanecen en la cárcel sea considerada una nueva forma de lucha. Olvídese de las naves en llamas más allá de Orión, lector. Esto ni Tom Sharpe, que de Cataluña algo sabía por cierto.

En su permanente huida hacia Bélgica, Puigdemont -como Brian de Nazareth- ha dejado caer una sandalia que su séquito ha recogido en el camino y que blande cual signo divino de la tierra prometida catalana. Es una señal… ¿de qué? Da igual. Reconvertida en parodia de una parodia, esta versión que ofrece el procés del gag de La vida de Brian no sólo resume la historia completa de la religión en dos minutos y medio, como dijo John Cleese. Es algo bastante peor. Sintetiza la causa antiespañola con la brocha gorda e hilarante del remedo. “Tú eres el mesías, lo sé porque he seguido a varios”, dijo más de un secesionista el día de la declaración reversible de independencia del 10 de octubre. Porque, después de todo, aparte del acueducto, alcantarillado, la sanidad, la enseñanza, el vino, el orden público, la irrigación, las carreteras y los baños públicos, ¿qué han hecho los romanos por nosotros?... se preguntarán los dirigentes que han sustituido a la dinastía Pujol, incluyendo a los antisistema cuperos.

“Tú eres el mesías, lo sé porque he seguido a varios”, dijo más de un secesionista el día de la declaración reversible de independencia del 10 de octubre


Como el Frente de Judea -que odia al Frente Judaico Popular, aunque defienda lo mismo-, los secesionistas entonan compungidos el Segador, al mismo tiempo que miran hacia los lados buscando la salida de emergencia. En su simulacro de beatería, piensan una sola cosa: la forma más rápida de perderse, aunque eso implique dejar clavado en la cruz a Puigdemont -como ya lo hicieron con Oriol Junqueras-. “Porque es un muchacho excelente, porque es un muchacho excelente”, cantarán los que aún puedan evitar su propia prisión. Siempre se podrá alegar que la vía unilateral nunca existió, que era un invento patentado por el Estado, que dijo alguna vez Marta Rovira, la plañidera que puso pies en polvorosa. De momento, el guión del 'procés' se acelera y rueda cuesta abajo por el Monte del Calvario. “Cuando tu vida esté en ruinas, no te quejes y ponte a silbar” cantará, acaso, un coro de crucificados al final de esta película. Si es que tal cosa como un final llega a ocurrir.

Texto publicado en Vozpópuli

domingo, 3 de diciembre de 2017

Medellín, mon amour (cuando no existía Netflix)




"Porque los muertos no hablan. Porque los muertos están muertos, y no se ven"
Antonio Ungar. De ciertos animales tristes

Sesenta padres nuestros le costó a Patricia entrar a España. Por más que intento sacar la cuenta, no me da. A dos padrenuestro por minuto, el funcionario de inmigración se habría demorado 15 minutos sólo en ella. De ser lo suficientemente creyente y ágil, podría haber rezado tres padrenuestros por minuto, lo que haría bajar el tiempo. Pero ella insiste y se planta en sus sesenta. Sí, sesenta padrenuestros. “Lo que pasa, mami, es que eso fue hace doce años, cuando todas las que llegaban de Colombia venían a trabajar de putas”.

No sé si Patricia venía desde Medellín con la idea de trabajar como tal, o si era sólo una suposición del funcionario, lo cierto es que pasó el control. “Y lo peor es que el hij’ueputa ése de inmigración se asomaba por el mostrador, me veía y decía: pero es que con 25 años, y de Colombia, ¿me va a decir que no viene a trabajar como prostituta?... Hiju’eputa, ése”, refunfuña con su acento paisa y sus ojos delineados. Salir de Colombia, lo que se llama salir, no fue del todo fácil. Una prima, que se había venido a Málaga cuatro años antes, la convenció de cruzar el charco.

De asistente administrativo en una inmobiliaria “gringa” en Medellín, con 500.000 pesos de sueldo, Patricia había pasado a ganar 100.000 haciendo cualquier cosa. “Debía a todo el mundo: al lechero, al de la mazamorra, la hipoteca de mis papás. Así que dije, bueno, lo intento… Y lo peor es que Medellín estaba que brillaba en esos años, gracias a Pablo, mami”. El tan familiar Pablo al que se refiere como si de un primo se tratara, es Pablo Escobar Gaviria (1941-1993), el mismísimo jefe del cartel de Medellín (en los años de aquella conversación, el pujante 2007 español,  no existía Netflix y el patrón, el más sanguinario de los delincuentes travestidos en prohombres, no había conseguido enamorar todavía a los españoles como lo hizo  con su irrupción en las series de pago).

En palabras de Patricia, Pablo es prácticamente un prócer. “Le dio plata a la gente pa’ que acomodara la entrada de Medellín y le pusiera suelo de cemento a las casas; agarró a los pelaos que no trabajan y les dio trabajo… Eso sí, era narcotraficante, pero él ni mataba, ni le ponía los cuernos a su mujer ni le dejaba meterse nada a la gente que trabajaba con él. Él lo decía muy claro: yo produzco lo que los americanos quieren consumir, pero usté no se meta esa mierda”. Según Patricia, el entierro de Escobar -ella lo sigue llamando Pablo- fue apoteósico.

A Pablo –vamos, a Escobar-, ella lo vio más de una vez. Fue personalmente a conocerlo a una calle de Medellín en la que, a veces, cuando andaba de político, se ponía a saludar gente, repartir cochinos –cerdos–  y regalar casas. “Es que ese hombre era bueno, imagínese que hay quien dice que él sigue vivo, porque a mucha gente en Medellín le siguen llegando ayudas, que si cochinitos bebés pa’ los del campo, que si plata pa’ la familia del enfermo… Yo creo que debe ser su familia, que sigue ayudando a la gente que tanto lo quiere. Aunque hay gente que dice que está vivo”.

“Ya tengo doce años acá mi amor. Me casé, tengo una hija. ¡Y hasta soy española!”, dice Patricia con ínfulas de empresaria. Se remueve en su silla, se incorpora, busca un cuenco con agua tibia mientras camina dando golpes de avispa con la cintura. Está inquieta, le gusta escucharse. El alquiler del local, más el sueldo de las otras dos, le da una suma alta, pero ella compensa. “Como aquí, mi amor, en ningún lado”. "¿Volver? No mami", me dice. Ella a Colombia no regresa, excepto de vacaciones.

En tres años han matado a su hermano, su tío y su primo, todos por arma de fuego, en Medellín. “Esos hiju’eputas me mataron a mi hermano pa’ robarlo, a mi tío pa’ quitarle el camioncito… Y a mi primo, bueno, a ese sí, porque estaba metido en vainas de droga”. ¿Volver?, “¿pa’ qué mi amor? Con esa racha de muertos, ¿pa’ qué? Dígame reina, ¿volver, pa’ qué?”. Antes de terminar, se pone de pie, fantasea con Medellín y su bandeja paisa. Patricia titubea, mira a los lados y vuelve. “Pero sabe,¿mami? De verdá, que no le miento, ese Pablo sí que era buena gente m’hija. Ése sí m’hija, ése sí”.

Se cumple el aniversario de su muerte este diciembre. El tiempo ha pasado.

Sí. 


-->

domingo, 29 de octubre de 2017

El periodista que pedía días libres para torear


Foto de perfil de Facebook de Juan Diego Madueño. 



De las corridas le gusta todo, la vuelta al ruedo por encima del resto. Estudió Derecho, quiso ser torero y terminó por escribir al respecto. Y lo hace como dios. Uno que no almidona las comas ni petrifica a los matadores con la laca a veces exhausta del género. A Juan Diego Madueño le basta el punto y seguido para salir a hombros de la página en blanco. Hablo del cronista taurino de El Español, que este fin de semana se ha vestido de corto, por segunda vez. La primera fue en 2016, con trastos de Jose Mari Manzanares. La segunda, hace unos días, en La Carlota, la plaza de toros de Córdoba. Aunque, a juzgar por el vídeo que he podido mirar, Madueño tiene más soltura con el punto y coma que con la portagayola. Eso sí: hace falta valor para salir vivo de ambos.   

Comencé a tratar a Juan Diego Madueño esta temporada en Las Ventas. De él conocía sus crónicas en El Español (me parecieron a la tauromaquia lo que Netflix a la televisión). El retrato veloz del muchacho arroja una foto simpática. Los pelos ensortijados, las gafas vintage de montura redonda y el bigote de liberal decimonónico, repeinado en sus extremos. Y acaso porque en el Patio de Arrastre habla uno de lo que habla, desconocía por completo sus paseíllos por el albero.  Me enteré hace una semana, la víspera de su viaje, en una segunda ronda de Alhambras tras salir de la proyección de Oro, la nueva película de Agustín Díaz Yánez, Tano, que reunió en una sala de cine a los más taurinos de sus allegados. Este señor entre ellos.

Estaba aterrado, insistía. Y aunque tenía previsto afeitar el bigote para la ocasión, cualquiera podría pensar que aparecería al minuto, por aquello de que el miedo hace crecer la barba, como le dijo Belmonte a ManuelChaves Nogales. Pero no, el hombre salió rumbo a Córdoba, a lidiar sus erales. Cogería el primer autobús de la mañana. El más barato, apostilló. Madueño, que además de cronista taurino vive -como los de nuestra generación- picando piedra en la mina de la actualidad, tuvo que pedir días libres en el periódico para torear.

A sus 28 años, luce lejana ya su incursión como alumno de la Escuela Taurina de Córdoba. Tenía 16 años y ganas de vestir de luces, pero desertó por cobarde, dice él. La primera vez que acudió a una corrida de toros fue de la mano de sus abuelos Juan y Ramona: "los padres de mi padre, me acomodaron en nuestra localidad", según él mismo contó en Blanco sobre negro. Tenía cinco años cuando lo llevaron a una plaza portátil en Villa del Río, ese pueblo que no por pequeño deja de desafiar: tiene un puente sobre el Diablo.

Acaso por eso, por el gesto artístico de los milagros que se montan y se desmontan, desde ese día Madueño vive, como él dice, en una plaza portátil con una media luna clara y afilada al lado. Acaso por eso habita en el miedo irrenunciable. Quizá  por esa circunferencia que aparece y desaparece, el Madueño anda rumiando ideas duchampianas. Torear tecleando, por ejemplo. O, por qué no, pergeñando una partida imaginaria en la que Morante juegue al ajedrez -a lo Duchamp-, mientras los aficionados susurran ‘bieeeeeen’, a cada movimiento que hiciera el matador de un peón.


Ganas de ver a Madueño torear. El día en que me haga banderillera, con la bendición del Michelín y Manolo Montoliú, iré a pedir trabajo en la cuadrilla de Madueño, el diestro que pedía días libres en el periódico para torear. Será cuestión, digo yo, de sacar lustre a los puntos y comas. 

jueves, 12 de octubre de 2017

Esperaré a mi próxima pesadilla




Yo soy el desarraigo. Me repetía ante un espejo en mi última pesadilla... de la que desperté acelerada, metiendo y sacando ideas de un bolso revuelto a los pies de la cama. Encendí el último cigarrillo de la cajetilla y poco después la tele, para que hiciera ruido. Comencé a leer editoriales sobre el desafío catalán.¿Qué celebramos el día de la Fiesta Nacional?, escuché en la voz de un tertuliano de Espejo Público. Sólo entonces me di cuenta. 12 de octubre. Un día como hoy de 2006, hace ya once años, llegué a España. Había olvidado mi propia efeméride. Qué buena memoria tienen mis pesadillas.

Año 2006. José Montilla se convirtió en presidente de la Generalitat, que ya era un desamor en aquellos días del Plan Ibarretxe. Cuatro años después, José Montilla, aquel hombre que se hacía llamar catalán de Iznájar, dejó a los socialistas la peor derrota electoral en Cataluña. Artur Mas llegó a la escena política y Montilla se retiró. Han pasado once años, una crisis económica, una acampada indignada de la que salió un partido político, y una abdicación monárquica... Ni Montilla ni Mas gobiernan ya. El largo reproche de sus años desembocó, eso sí, en el esperpento que forman juntos sus propios monstruos y los que se unieron luego a la fiesta.

Un día como hoy de 2006, hace ya once años, llegué a España. Ni Montilla ni Mas gobiernan ya...

En aquellos días hasta el agua suponía un desencuentro con Cataluña: el trasvase... siempre el trasvase entonces, y la educación, y la sanidad, y los presupuestos. Nunca nada era suficiente y el reproche salía a borbotones hasta de un 'espetec'. De aquellos años –la sequía catalana, porque apenas llovía- conservo las crónicas de este blog, que comencé como una prescripción farmacéutica. Para no volverme loca. O mejor dicho, para no volver… la vista atrás. En ellas escribía todo cuanto escuchaba o presenciaba, para colocarlo en orden. Lo hacía, creo, para hacerme a la idea de que llegaba a un lugar y obviar lo importante: que me arrancaba de otro. De un país que ya no me recuerda y al que me une, al mismo tiempo, un amor y un agravio.

Hace un tiempo uní todas esas crónicas en un libro. Diez años encuadernados en la piel de la persona que se había marchado y la de quien jamás regresó. El pellejo de la que se descubrió ya lejos. En una terraza de la Castellana, durante la comida acordada para hablar del manuscrito, la editora a quien entregué el texto me dijo que le gustaba el libro pero que no sabía exactamente de qué hablaba.  Hubo educación y empatía en su pregunta, no lo niego. Pero a mí me parecía que saltaba a la vista. Que era incluso redundante todo cuanto contaba ahí. Escribiera de fútbol -pásate, macho, el Marca- , de la Norma de Bellini o las aventis de Juan Marsé, en realidad siempre hablaba de lo mismo: del hecho de no hallarse, de no ser. Me marché con el estómago apretado y una sensación extraña, áspera. No volví a abrir el manuscrito.

Al llegar a casa, un grupo de tunantes instalado en la terraza del bar frente a mi portal pasaba la tarde con cervezas y rojigüaldas

Este jueves festivo, blando como un domingo resacoso, miro una pantalla de televisión en la que desfilan tropas y la bandera se significa,  sobreactúa a veces. Un tertuliano pregunta qué celebran el día de la Fiesta Nacional. Los signos de interrogación me sujetan como a un pez que ya boquea  en el anzuelo. Pensé en mi llegada a España. Sonreí con esa mueca rota que me sale a veces. Pensé en la efeméride del desarraigo. El encuentro de dos mundos, jo jo jo, y esos chistes fáciles sobre la leyenda negra y la identidad. Al segundo, me sentí frívola.

Vi el desfile, el reparto más o menos simétrico de hombres y mujeres igualados en sus ropas, en su paso. Salí de casa, haciéndome la misma pregunta. Pasó el día, con el garfio de la celebración, con la duda del aniversario. Al llegar a casa, un grupo de tunantes instalado en la terraza del bar frente a mi portal pasaba la tarde con cervezas y rojigüaldas. Me senté, otra vez ante el ordenador, a leer la prensa e intentar escribir la novela que debería acabar en un mes. El ruido entra por la ventana. Cantan los tunantes mientras leo el poema de Jaime Gil de Biedma que hoy Juan Marsé recuerda en la Tribuna de El País:

Por todo el litoral de Cataluña llueve
con verdadera crueldad, con humo y nubes bajas,
ennegreciendo muros,
goteando fábricas, filtrándose
en los talleres mal iluminados.
Y el agua arrastra hacia la mar semillas
incipientes, mezcladas en el barro,
árboles, zapatos cojos, utensilios
abandonados y revuelto todo
con las primeras Letras protestadas.


Me asomo a la ventana. Abajo, en la calle, los tunantes cantan Que viva España. Son el espectáculo de la terraza. Les hacen fotos y vídeos.  Una japonesa aplaude, entusiasmada, su ración de color local. Uno de los entusiastas tunantes la saca a bailar y perpetran un paso doble entre escupitajos y pegotes del suelo sucio, transitado por los miles de turistas e inmigrantes que tocan sus exhaustos acordeones. Un anciano con paraguas -por qué lo lleva, hoy no hay previsión de lluvia y el termómetro marca 30 grados- observa la estampa de la japonesa y el tunante. El hombre se lleva un pisotón. Se duele del tropiezo que le propina otro curioso. Ríen y bailan el joven y la japonesa. El viejo se duele.

Entonces todo se me anega en las sienes: el desfile, las banderas, Montilla, el desafío…  Las efemérides  tienen una naturaleza coreográfica pero golpea como olas. Unen en la certeza de los símbolos a los que quieren pertenecer. A los que quisieran formar parte de sus propios deseos, acomodados al fin en un lugar. Once años después,  trepada en ese balcón como una gárgola, descubro que mi vida sigue siendo este litoral que se reparte, todavía, a este y al otro lado del mar. Y ya no sé muy bien cuál herida o pisotón me duele. Si el del hombre del paraguas o el mío, mirando todo aquello.

Esperaré hasta mi próxima pesadilla para averiguarlo. 


viernes, 18 de agosto de 2017

Barcelona, sal y guayaba


La primera vez que llegué a Barcelona, me pareció que la ciudad olía a guayaba caliente y combustible. O eso me dio por pensar. Un aire pegajoso y familiar se apropiaba de las cosas. La humedad en la piel, el tapón entre las cejas, la presión en la cabeza y un dulce mareo de aterrizaje. Di tumbos dentro de un autobús. La pista del Prat iba y venía, como un empujón de bienvenida. 
Había llegado a una ciudad de costa. Un lugar de mar y montaña. Un sitio salado que me hacía sentir más cerca de casa. En aquel entonces, infeliz, pensaba que aquella era una palabra definitiva. Pensé que, desde ese momento y hasta que la olvidara, aquella sería una ciudad perfecta. A ella podía huir si las cosas en Madrid salían mal. Tenía una sola razón para creerlo. Una. En Barcelona, para ser pez, nadie te pedía que vinieses del mar.

En Barcelona, para ser pez, nadie te pedía que vinieses del mar.

En Barcelona las cosas podían ocurrir como en los sueños: con los ojos cerrados y sin explicación, pensé. Cuadrículas y esquinas chaflán, luego un semáforo. Cuadrículas y esquinas chaflán, luego otro semáforo. Y aunque cada manzana me parecía la misma, entre una y otra, se levantaban fachadas absurdas, acontecimientos extraordinarios. Las aceras lastimaban lo justo y las calles parecían venir de otro lugar.
Me parecía que los edificios se inflamaban, perdían su forma ganando otra mejor. En lugar de fuentes, crecían lagunas de mosaico. Todo me pareció Gaudí y su bate en la mano, golpeando techos y abollando ventanas. Caracoles y lagartijas se deslizaban por las columnas mientras La Sagrada Familia vivía de su propia intemperie. La ciudad era un arrecife alucinado. Hoy la veo de otra forma. Pero aquel día todo me pareció excepcional. Una inyección de algo indescifrable, que hoy se ha sedimentado a causa de los muchos viajes. Es la ciudad libro, así que todo me lleva allí. Pero entonces, todo era distinto. 

Eso pensó la que recién descubría Barcelona, la ciudad donde nació mi padre. Tenía 25 años, ahora cumpliré 36.

En la parada de un autobús cuyo número desconocía, miraba las lozas marinas del Paseo de Gracia, esperando a que una ballena reventara el cemento y tumbara las farolas -en mi libreta de 2008 escribí tumbar, ese verbo no del todo inocente-. Caminé como pude: un pie tras otro, con la velocidad de las pesadillas gustosas. Si invadía el carril, un ciclista me arrollaría con su bici roja, pensé. Pero si traspasaba la línea, tropezaría con los periódicos del quiosco. Moriré de gusto, al pie de esta mañana sin frío, pensé. O mejor dicho, pensó la que llegaba a España. La que recién descubría Barcelona, la ciudad donde nació mi padre. Tenía 25 años, ahora cumpliré 36.

Ese día brillaba el sol y no llevaba abrigo. Encontré un mar de baldosas y palomas pulgosas sobre mi cabeza. Y quizá por eso, en la terraza del Parc Güel, me sentí más cerca de casa. Ahora, claro, ya no necesito tal cosa como una casa. Entonces sí. Por eso Barcelona fue un hogar. ¿De dónde provenía todo cuanto veía? Del mismo lugar del que venía yo, ese sitio donde nadie te pide que seas un pez para venir del mar. 

Por eso Barcelona fue un hogar. ¿De dónde provenía todo cuanto veía? Del mismo lugar del que venía yo

Hoy, años después, me duele el paredón en el que la han convertido. La ruleta rusa de quienes matan.Me da igual la fe; con o sin ella, matan.  Trece muertos y al menos cien heridos. He crecido con Barcelona, en la distancia. He domesticado mi soledad y mi locura recorriendo sus calles. Acaso porque es el único lugar que huele, por alguna razón, a sal y guayaba, la fruta agusanada del lugar que siempre ruge dentro de mí. 

Hoy Barcelona, como las frutas que estallan, está herida. Yo también. 

Sí, yo también. 




jueves, 10 de agosto de 2017

Tienen mis deseos por término este banco de piedra

_


De pie sobre un banco de piedra, pienso en algunas cosas. Las cambio de sitio. Las corto en trocitos y alimento con ellos a las pirañas. De pie sobre un banco de piedra, el vértigo se busca la vida. Se asegura un lugar más útil de donde tirarse. En resumidas cuentas: de pie sobre un banco de piedra se piensan muchas cosas. Ésta una de ellas.

He leído mal todo este tiempo a la pastora Marcela. Quizá hasta hoy, la percibí solo como el prodigio de un alegato feminista. La piedra de una antigua lucha en la que, hasta entonces, pocas mujeres reventaban cristales. Marcela es la cólera de Aquiles para quienes nunca pudieron cantarla como propia. Las mujeres en la literatura habían sido hasta entonces objeto de rapto o deseo; la causa por la que se inicia una guerra. El remanente de la serpiente y la manzana, en otras variantes que la pastora de Cervantes interrumpe.  Sin embargo, aun siendo ese prodigio, Marcela es algo más.
Marcela defiende su derecho a la desafección a la vez que exige en el otro el gesto adulto de hacerse cargo de sus propios pajaritos preñados
La contestación de Marcela al asunto de Grisóstomo, aquel infeliz muerto con su canción de agravio y amor no correspondido, va más allá del sexo de quien lo pronuncia. La pastora Marcela, que nació libre y por eso elige la soledad de los campos, blande su derecho a no querer, a marcharse, a desairar e incumplir, a la vez que exige en el otro el gesto adulto de hacerse cargo de sus propios pajaritos preñados. Existe, en un mismo alegato, la defensa de dos libertades elementales: la de admitir el desengaño como responsabilidad del que eligió creer y la que ejercen quienes se dan la vuelta.
Bien dicho está aquello de que a Grisóstomo antes le mató su porfía que la crueldad que atribuyen a Marcela.
Bien dicho está aquello de que a Grisóstomo antes lo mató su porfía que la crueldad atribuida a Marcela. La pastora defiende el derecho al desapego, a la desafección. Y además obliga a quien la lee a colocarse en la baldosa floja de la verdad: ser querido no es un derecho, el mundo y quienes lo habitan no están obligados a permanecer en las vidas de otros. Toda derrota,  acaso todo desamor y abandono, es la huella de un tránsito para que el que debimos tomar precauciones.

De pie sobre un banco de piedra se piensan muchas cosas. Que amanecen mal las lentejuelas, por ejemplo. Que la claridad arponea. Que no era eso, sino lo otro. Que no era aquí, era allá. Y sin embargo me pregunto: siendo legítima la desafección de Marcela, adónde van a parar los agravios cuando se revelan como tales. Puede, quizá, que a los bancos de piedra o por qué no, al lento desaire de las farolas, los puntos y comas, las sillas vacías y los patios interiores.
 Sí, lleva razón Marcela. Se piensan muchas cosas sobre un banco de piedra. Muchas.
“Quéjese el engañado, desespérese aquel faltaron las prometidas esperanzas”. Lleva razón Marcela. Suficiente como para haber vivido 400 años. "Tienen mis deseos por término estas montañas". Sí, lleva razón. Se piensan muchas cosas sobre un banco de piedra. Muchas.