martes, 18 de diciembre de 2007

Días de Fútbol

Francisco Franco en el palco de honor del Santiago Bernabéu Eurocopa 1964.

Cada paso hacia el Bernabéu dura minutos. Tropiezos. Tarantines. Revendedores. Bufandas. Pipas. Caramelos. Gente y más gente. Los Ultrasur –hinchas del Madrid agrupados bajo ese nombre- suben desde algunos bares alrededor del Paseo de la Habana. Cada vez que gritan “a por ellos, oéee”, me gustaría saber a quién más, además del equipo visitante, se refieren.

Detrás de los ultra -a veces entre ellos, a su alrededor, más allá o más acá- entran el anciano; el niño; el hermanito; el señor y la señora; el rentista; el chulito; el macarra y el repartidor; el obrero, el pijo de derecha; el pepero irredento y uno que otro rojo de centro izquierda, porque a la izquierda-izquierda –por progre- muy poca veces, o nunca, le iría al Madrid. Y si preguntaran en ese estadio quién mató al comendador, todos responderían Fuenteovejuna, Señor.


Hace cuatro grados de temperatura y 60 años desde que el estadio está en pie. "En 1964, en la Eurocopa, Marcelino marcó el gol del triunfo contra la Unión Soviética y Franco, que estaba sentado en ese palco, allí, justo allí, se puso de pie...", dice un anciano abonado, mientras otro, con un grueso puro en la boca le responde: "Será que el cabrón estaría salvando el culo, porque todo el mundo decía que ese día le iban a poner una bomba".

Cuatro años antes, el régimen de Franco, desde el principio autopromocionado como el “primer vencedor del bolchevismo en el campo de batalla” –no en vano a los republicanos les llamaban “rojos”- no permitió a España enfrentarse a la URSS en los cuartos de final de la Eurocopa de 1960. Sólo a cuatro días del encuentro, la Federación Soviética recibió la noticia de que gobierno español había prohibido a los jugadores viajar a Moscú para disputar el partido de ida. Llegó entonces 1964. España celebraba 25 años bajo el mando de Franco y cuatro desde la última Eurocopa.


Después del cabezazo de Marcelino Martínez en el minuto 39 del segundo tiempo, el partido quedó dos a uno. El seleccionador español José Villalonga ofreció la copa a “su excelencia el Jefe del Estado” y el delegado de Educación Física y Deportes, José Antonio Elola, remató: “Éste es el gran triunfo deportivo de la Paz. Es nuestro ofrecimiento al caudillo en los Veinticinco años de Paz”. Año 1964. España nunca volvió a ganar una Eurocopa. Lo demás es historia, misiles, bocattas de chorizo y fichajes de 32 millones de euros.


“La liga sabe a Derby, a domingo, a pipas, a caña bien tirada...La liga sabe a fútbol, la liga sabe a Maou”, dice el comercial de esa cerveza que patrocina la liga española. Si no fuera por esta noche, diría que los publicistas de la marca de cerveza cultivan los lugares comunes. Pero en efecto, la liga sabe a eso y bastante más. Raúl y Van Nistelrooy juegan de titulares; Guti ha quedado como suplente y los pases de Sergio Ramos van al equipo contrario. Molestias van y vienen. En las butacas del estadio rechina esa manera local de hacer equipo: amar es destrozarse. Y si ganan, la pelea ya no será por la victoria, sino la aclaratoria sobre quién la predijo primero. “A por ellos, oéeee”. Son lo que son: ese desastre con Rey. El estadio grita gol. ¿Quién mató al comendador? Fuenteovejuna, Señor.

martes, 4 de diciembre de 2007

Hasta el hueso de mis huesos

Foto: El Universal




"Soy el día, y el viento levanta sus ramajes en mi alma"
Vicente Gerbasi.



Amaneció tres veces: a las cuatro, luego a las cuatro y media y finalmente a las seis. El radiador me asfixiaba y un nudo me interrumpía el sueño. Algo raro merodeaba por ahí. De pronto, como si se tratara del almohadón de Quiroga, algo brotó del nórdico y se me clavó en la espalda.

Di vueltas, me enredé, los nervios me estallaron. Un picotazo, y otro y otro. Me había quedado dormida sobre el teléfono, que no paraba de chillar con su aviso de mensaje de texto. Ganamos, nojoda. Gloria al bravo pueblo. Cero-cero-cinco-ocho. El código de Venezuela. El corrientazo se me vino encima. A la tercera va la vencida. De un golpe, y por vez definitiva, me desperté.

Me enrollé como pude en la cobija. Salté a la sala y miré la oscuridad a mi alrededor. Pero mis cojines y yo no supimos qué hacer. Quise despertar a los vecinos, salir a comprar el periódico, cantar el himno nacional. Quise estar en la cocina de la casa; guindada -eufórica- de la hamaca; colando el café de la victoria. Quise casa y país. Quise todo de un solo trago. Pero en medio de aquel frío, hice lo que pude. Once de abril, trece de abril, seis de diciembre, quince de agosto. Efeméride tras efeméride. Cuánto tiempo esperamos una madrugada así. Cuántas veces amaneció sin nada bueno qué decirnos.

No supe cuántas ventanas más abrir: los periódicos, el correo electrónico, la radio digital. Todo, abrí todo lo que pude. Un correo de mi madre decía: es la primera vez en mi vida que gano algo. Desafortunada electoral como pocas –su candidato nunca ganó en 40 años democráticos y mucho menos en los 10 del chavismo-, mi madre había escrito sin comas ni puntos, pura exclamación. Ganamos, después de un parto. Pura exclamación.

Me había ido a dormir con la misma sensación con la que me fui del país: con una estafa a cuestas; culpable y cobarde a la vez. A las once de la noche, la prensa española daba ganador al Sí con seis puntos de ventaja. Más de lo mismo, pensé. Mis muebles y yo nos dimos un pésame. Me fui a la cama envuelta en esa caja negra en la que se había convertido la vida electoral, con esa sensación de imbécil que se mira el meñique morado, esa tinta de votante que mira desteñirse su moral poco a poco en los días siguientes a la elección. Pero ahora era distinto. Ahora, después de casi diez años, no tenía cereal blando y amargo en el plato del día siguiente, tampoco autopista desolada ni miedo en el corazón. Ahora todo era distinto, pensé.

Y de pronto, envuelta en aquella espesa cobija, congelándome en la oscuridad de mis cuarenta metros cuadrados, me di cuenta de que si salía a la calle nadie entendería mi sonrisa; nadie trasnocharía mi triunfo. En Goya los periódicos seguirían siendo inofensivos. La parada del autobús ocuparía la tercera posición de la ruta desde Manuel Becerra. Si me asomaba al pasillo y gritaba, saldría una voz chorreada. Mis palabras habrían sido eso: mal aliento. Sólo mal aliento.

Once de abril, trece de abril, seis de diciembre, quince de agosto. Diecinueve muertos. Plaza Altamira. Diecinueve mil despidos. La vejez de mis padres. El olvido caraqueño. La tristeza automotora. El silencio del estafado. País, país y país. Ahora todo aquello se revolvía, a la distancia. A ocho horas en avión, las cosas cambiaban. Alguien giraba una tuerca. Algo cobraba sentido. Cuánto tiempo esperamos una madrugada así. Cuántas veces amaneció sin nada bueno qué decirnos. Y sentí que el frío llegaba lejos, por encima de mis ojos. Quise casa y país. Entonces, me acurruqué y canté el himno. Hice lo que pude, hasta el hueso de mis huesos.