domingo, 16 de noviembre de 2014

El Club de los comedores de arsénico II

-->
II (en realidad uno)
No deseaba morir por cansancio ni miedo; por despecho o frustración; ni siquiera por venganza. No quería matarme por ninguno en específico de aquellos motivos, sino por todos a la vez. La idea aparecía en circunstancias anodinas, tópicas: al mirar los rieles raspados del andén del metro; frente a una ventana abierta en cualquier edificio de más de cinco pisos; en lo más alto de una larga escalinata,  preguntándome cuál peldaño sería el mejor para dejarse partir la crisma. Estudié todos los modos y escenarios posibles y escogí uno. Ése. Justo ése.
Entonces me gustaban las listas. Tenía docenas de ellas: accidentes de aviación sin resolver; versiones mejorables de malas películas; mujeres que podrían haber sido hermosas de no haber sido por sus defectos imperceptibles. Comenzaron siendo inofensivas, pero con el paso de las semanas, me di a la tarea de confeccionar una de muertes ocasionales -no del todo dolorosas- con las que distraerme. Era un pasatiempo. Casi comida gratis,  la forma más cómoda de obtener algo sustancioso a cambio del módico precio de imaginarlo.
Tampoco llegué a ser un militante en aquello de apurar el más allá. Experimenté arrebatos entusiastas de apego a la vida. En una ocasión, tiré todas las pastillas que guardaba en casa en el contenedor de basura. No eran fuertes y mucho menos demasiadas; de hecho, lo más potente que llegué a tomar alguna vez fue Clorazepan. Me ofendía que Félix -el psiquiatra que Mercedes me sugirió y que comencé a ver para tratar un insomnio demasiado largo-, me recomendara una droga ñoña y sin atributos que dejé de tomar por mi cuenta, convencido de que ni siquiera me hacía efecto.
Y  aunque aquello fue como tirar cuatro de cajas de paracetamol o deshacerse del detergente para evitar la tentación de una muerte doméstica, ridícula o fallida, llegué a pensar que hubo algo tan noble como cobarde en el gesto de tirar el Clorazepán (caducado) que guardaba: preservar la vida que no tenía el valor de quitarme. En esos meses tuve mis idas y vueltas. Cortas epifanías seguidas de chiclosos rebrotes; la gasolina de la autocompasión poniendo en marcha el motor rugiente de mi destartalado malditismo, lo que hacía que el asunto fuese circular y cansino.
Pero, aquella, justo aquella noche, un aguijón de orgullo me hizo pasar del bando de los reblandecidos al de aquellos que un buen día se despiertan y desconciertan a todos con una barbaridad. Pensé en los que no esperaban de mí ni siquiera una muerte atroz -¡os vais a cagar!, dije-. Un suceso terrible que les obligara a preguntarse qué ocurre con la vida para que ese tipo de cosas sucediesen. Había llegado el momento de poner en práctica el asunto. Nada de coqueteos, ¡No, no, no!
Decidí que debía escoger entre una muerte sin dolor y una muerte segura. Opté por la segunda.  Salí de casa sin dejar ni una nota -¿debe uno avisar que va a matarse como quien dice que se ha marchado a comprar pan? ¿la descubrirían mis compañeros de piso -la nota- enterrada entre facturas del Dia pegadas con imanes en la nevera?-. Ni pensarlo. No la verían y, de ser así, no se darían por aludidos.
Caminé sin prisa hasta la pasarela por la que a veces cruzan corredores nocturnos y jugadores de Padel, esa modalidad de tenis para gente que nunca podrá jugar al tenis. Me cercioré de que no fuese demasiado pronto. Calculé una hora inofensiva y eché a andar por el parque lleno de pequeños volcanes de mierda que dejaban a su paso los perros del barrio y de los que, me parecía, emanaba un humo breve, aun vivo en el frío del invierno.
Esquivando los montoncitos que ninguno de los dueños de los perros se dignó en recoger, comencé a repasar los suicidios que hasta entonces me parecían ejemplares. El de Robert Enke, portero del Benfica, el Barcelona y el Hanover, que se tiró a las vías del tren –‘el portero que temía a la vida’, dijo la prensa cuando se supo la noticia-; tenía 32 años y una hija muerta.  También Tony Scott, el director de Top Gun –una película mejorable pero me resultó indispensables durante mi adolescencia-, que se tiró desde el puente Vincent Thomas en Los Ángeles; le habían diagnosticado un cáncer inoperable. Y, claro, mi favorito, el campeón de los desdichados: Michael Marin, ex financiero de Wall Street.
Su historia me gustaba; era a la vez absurda y magistral. A mitad de camino entre la sorpresa y el método. Marin, un tiburón de las finanzas egresado de Yale, apuró la larga travesía de la bancarrota, hasta que se vio con el agua tan al cuello –y la cuenta corriente lo suficientemente vacía- como para no pagar la hipoteca de su enorme mansión en Phoenix. Decidió entonces prenderle fuego a la propiedad para cobrar el seguro y, santas pascuas, sanear sus catastróficas finanzas. El plan podría haber sido perfecto, de no ser porque se descubrió que aquello no había sido un accidente.  Michael Marin fue llevado a juicio. El jurado le declaró culpable del delito de incendio intencional y le condenó a 16 años de cárcel.
Nada más leer la sentencia, Marin se llevó las manos al rostro y las acercó a la boca, donde introdujo con discreción un puñado de pastillas. Transcurrieron un par de minutos en los que bebió un poco de agua. Acto seguido cayó al suelo en medio de convulsiones mientras su abogada intentaba levantarlo del suelo pensando, ¡oh Dios!, que aquello era un ataque de nervios. Pero no, nada de nervios. Marin murió en la misma sala del tribunal. He visto el vídeo cientos de veces en youtube y debo decir que es la forma más sobreactuada que alguien haya usado jamás para morirse de verdad.
A diferencia de mí, aquellos suicidas ejemplares tenían motivos. O al menos eso pensaba yo. Y cuanto más cerca me hallaba del puente sobre la autopista, más me convencía de que la mía no reunía las condiciones para formar parte de una lista de muertes modélicas, mucho menos representativas de algo. No me empujaba, ya lo dije, la desesperación. Tampoco la certeza de quienes viven atormentados por algo. No tenía nada de qué huir, porque no tenía nada.
Vivía en un cuarto sin ventanas por el que pagaba casi 500 euros mientras el resto de mis compañeros de piso pagaba 300. Llevaba años trabajando en una oficina de banca de inversión como encargado de reprografía y encuadernador de informes, puesto al que llegué después de graduarme, sin honores, en empresariales. Había tenido novias ocasionales y sosas de las que no guardaba ni un solo recuerdo memorable, ni siquiera uno desagradable o truculento. Mi familia era pequeña y disfuncional: mi padre vivía en Cichabamba con una hija y una mujer que mantuvo en secreto durante cinco años –y de la que no sospechábamos su existencia hasta que recibimos la estrambótica visita- y mi madre sobrellevaba lo más dignamente posible una viudez improvisada que se inventó luego de amenazar a mi padre con un cuchillo jamonero para que desapareciera por completo de su vista.
Una vida ceniza, gris como un traje sin atributos. Visto así, lo mejor era sorprender, dar el pelotazo de la desilusión. Arrojarse al único vacío donde los resbalones son  compensatorios; algo así como ejercer un heroísmo venenoso y narcisista -¿son respetables los suicidas?- hecho del mismo material del que están hechos los gestos imprevistos. Me decía todo esto a mí mismo mientras escuchaba el paso rasante de los coches que cruzaban la M-30 en dirección a San Sebastián de los Reyes. Ahí estaba, espectral, a punto de convertirme en un suicida modesto, no demasiado original, pero suicida al fin y al cabo. Y cuando estaba ya a punto de saltar, el cretino ése salió de la nada, empujado por la sebosa casualidad y cargando una bolsa llena de palas de Padel.
No me maté; y fue por su culpa.