domingo, 30 de enero de 2011

Sobre el Foie servido como crema catalana y las enseñanzas de Mrs. Robinson

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"Ya no se trata de tener una habitación propia. No.
La única obligación que tenemos las mujeres del siglo XXI
es perderle el miedo a la soledad"
Marta Sanz. Susana y los viejos (2006)


Hace unos días partía el crujiente de un foie servido como crema catalana. Primero suave, casi torpemente. Fracturando el cristal del azúcar morena con los golpecitos inexactos de una cucharilla tímida, falible. Justo después de llevarme a la boca la primera incursión de mi cubierto, entendí el orden que adquieren las palabras en el alma de algunos personajes.

Mientras sentía cómo se disolvían sobre mi lengua la compota de -algo que podría ser- manzana, el caramelo y el hígado de pato, pensé en la doctora Renán; la rubia doctora Renán a horcajadas sobre sus ancianos pacientes; pensé en Mrs. Robinson, una mujer de cuarenta años, divorciada, con un hijo que tiene la misma edad que su amante, y que en medio de una sesión de yoga llega a la conclusión de que la "única obligación que tenemos las mujeres del siglo XXI es perderle el miedo a la soledad”.
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Repaso estas cosas. Repaso veloz, fragmentada e hipotéticamente estas cosas, mientras el salado y el dulce recorren, en mi lengua, la trayectoria inversa de una campana. En su corona, el caramelo se deshace del fuego que lo hizo una lámina firme y se vuelve tan solo azúcar morena; la grasa del foie abraza los laterales, la cintura de esta campana invertida y viviente que es ahora mi lengua. Entonces todo tañe en la boca. Fuerte y furiosamente. Como las horas o las vocaciones.

Me preguntan, acaso, si me gusta lo que pruebo. Me toca salir al paso con tozudeces, palabras averiadas, adjetivos opacos. Me ha encantado, claro, por supuesto. Está riquísimo. Estupendo. (Me siento desarmada, con esa cucharita de metal en mi mano derecha).
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Parto otro poco del crujiente de caramelo. Recibo el sabor como un segundo oleaje, más agudo, de sensaciones. Bebo un poco del Syrah para barrer de mi boca los empalagos. Después bebo agua, con gas. Pienso en
La Susana y Los viejos del Veronés , la misma que retrataron Rembrandt, Rubens y Tintoretto. Esa Susana, desnuda, entre el ofrecimiento y la indefensión, sorprendida por dos viejos jueces, Arquián y Sedequía. Deseo y salivación. Susana Renán. Susana y los viejos. Foie, caramelo y algo que podría ser manzana. Todo junto, como un beso a punto de ocurrir.

La cucharada se disuelve, se unta, se esparce sobre un triángulo pálido de pan. Me cuesta recuperarme del crack crack del caramelo que choca contra mis muelas. Escucho -¿escucho?- la explicación acerca de la compota de algo que podría ser manzana; los detalles sobre las temperaturas bajo las que se cuecen las pieles y almíbares. Al calor todo pierde su forma, de la misma manera que en la tibieza de mi lengua una película de azúcar se disuelve, de a poco.
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En una mesa para dos, se sienta una boca ahora muda –la mía-, una boca ocupada en entender lo que avanza entre la saliva. El plato aún es una página en blanco en la que me gustaría volcar el volumen del azúcar, las texturas de la grasa, el ácido lugar común de quien disfruta un foie preparado como crema catalana.
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Un tema para untar. Mujeres amargas para platos dulzones. Susana Renán. Susana y los viejos. Fracturo el crujiente dulce de un aperitivo. Siento que hay oleaje de saliva; degusto el naufragio de los sentidos. Transcribo en mi lengua el orden que adquieren las palabras en la boca de otros personajes, más fuertes y ciclópeos. Foie, caramelo... Todo junto, a punto de ocurrir. Todo tañe, en mi boca, a punto de ocurrir, como las horas en un campanario.
Foie, caramelo y algo que podría ser dulce, o no, como las manzanas o los huesos rotos.
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De la serie El recetario de Mrs. Robinson

lunes, 24 de enero de 2011

La edad del microondas


Hace tres días revolví el cuarto entero. Saqué de las gavetas todos los papeles; los recortes que siempre viajan, definitivamente, adonde voy. Hace tres días ordené la habitación, completa, como si fuese posible asignarle un lugar a las cosas que ya no tienen sitio.

Hace tres días barajé las páginas, como lo haría un croupier manco, de los poemas de Miyó Vestrini, también de sus Órdenes al corazón. Hace tres días, o más, que no tolero el sonido de las voces que me rodean como a un preso. Por eso revuelvo mis cosas y fotografío el vapor de agua en el espejo del baño.

He impreso un ejemplar de mis tres manuscritos. Están ahí, repartidos en silenciosos montoncitos. Tótems enanos, podados. A veces los miro, sin saber si trabajarlos -¿por cuál vez... tercera, cuarta, quinta?- o para darme el gustazo de lanzarlos por el balcón y así ensuciar, ensuciar, ensuciar. Que me miren mal. Por no reciclar. Por afear la calle. Por desordenar lo que debe de estar en su sitio, apilado.A-pi-la-do.

Saco la ropa del armario. Le doy a mis abrigos el aire del que yo no dispongo, al menos no estos días. Abro mis libretas viejas. Y me río de la persona que transcribió pasajes enteros de Faulkner, de Conrad, de Wallace, de Carver y Canetti, de Pynchon –sin entenderlo-, de Burroughs, de Kerouac, Gingsberg, de Martin Amis, de Bolaño, Piglia, Aira. Me río de mis deberes. De mis subrayados , de mis anotaciones sobre El Mal de Montano, y de la Molly Bloom del Ulises, El cuaderno dorado, y de La casa verde, y de La montaña mágica, y de La posibilidad de una isla (de esa me río, ahora, a carcajadas), de Árbol de diana (de ella jamás me reiré), y me río de todo lo que desordenadamente me hizo feliz. Me río de mi fe en las palabras. De mi letra apretada y obsesiva. Me río, también, de mi risa, una risa con edad de microondas; mayor antes de tiempo... y poco hecha en su centro.

Abro las carpetas del ordenador. Me redescubro, un poco más joven, un poco más tonta, en las fotos viejas: sonriendo el primer día, hace años, en la redacción remota de un país muerto; en una barriada de Petare, de la mano de una chica que ya no recordará, quizás, ese instante; en una marcha de un día, largo, muy largo con tanques y hombres vestidos de verde en la avenida Lecuna; me miro, con el cabello larguísimo, como el duende de Amélie, en un momento ya difunto, frente a la vitrina de City Lights, en San Francisco... Y luego en Chelsea, admirando caballos disecados. Me retomo en una vida entusiasta y, a su manera, extinta. Me reconozco en canciones que aun soy capaz de cantar a gritos.

Abro más carpetas, las de los personajes olvidados, las conversaciones que tomé prestadas, los perfiles que no publiqué como quise... Borro la morralla. Entro a los textos mientras busco un viaje que valga la pena. Confío en el cónsul y, sin embargo, no sé cómo empezar a contar su historia (ni la mía). Es domingo. La víspera de un lunes ordenado. Un lunes de perfume, vagones, horarios, correos electrónicos, proyectos útiles y entusiasmos estreñidos. Un lunes de horas/hombre. Un lunes en el que me quedaré mirando cómo el vapor de agua crece solo, sin esfuerzo, mientras las gavetas dormitan y las historias se van a donde alguien pueda, tranquilamente, darlas por muertas.

viernes, 21 de enero de 2011

Reencuentro con una moleskine

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Para rehacer una escritura. No, no, no.
Para resucitar una escritura. Tampoco.
Para encontrar una escritura. Menos...

Trazo una gruesa línea de rabia y tinta sobre la página que no voy a llegar a completar.


Recorro las oraciones de este a oeste, sin ánimo de volver. Corrijo los sujetos. Amputo a las niñas elefante, a las mujeres que cuelgan de ganchos de ropa, a las yeguas galopantes, a las rubias que miran su reflejo en en los vientres calientes de las tostadoras. Prendo fuego. Doy empujones que finalmente no ocurren.

La gente que se agolpa me enfurece.
Las mujeres de uñas y raíces sucias también.

Si esta pluma afónica sirviera para matarse. Si esta libreta resucitara. Si yo fuera, otra vez, alguien capaz de llorar.
Miro esta libreta, la que usaron Hemingway, Chatwin, Picasso.
la que me ha regalado mi hermana, para que retome la costumbre.
Miro la libreta.
Pero somos incapaces de ir juntas a ninguna guerra.
A ninguna.
Hemos olvidado cómo disparar.
Ya sólo nos queda el fuego amigo, y esta boca rota.

Desescribe.
Porque esta deuda no va a pagarla nadie.
Nadie.

lunes, 17 de enero de 2011

Como si esperáramos a los Bárbaros

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"El miedo a los bárbaros es lo que amenaza con convertirnos en bárbaros"
Tzvetan Todorov

Calle Toledo con Plaza de la Cebada. Ocho menos cuarto. Por motivos técnicos, el cajero del Banco Santander es incapaz de realizar la operación. Calle Toledo casi con San Millán. Por motivos técnicos, el cajero de Banesto es incapaz de realizar la operación. Calle Toledo 53. Es imposible acercarse al ServiCaixa, una larguísima fila de tarjetahabientes espera su turno para sacar algo del poco dinero que debe quedarle al cajero. Calle Toledo 46, el cajero del Banco Popular está desierto y seco. Ni un duro, ¿en los bolsillos de quién? Veo a Mesut Özil con la segunda equipación del Madrid. Titubeo entre mirar el fútbol un rato o seguir. Opto por peregrinar. Plaza de la Cebada, 7. Excepto unos raros peguntes de pis y vómitos secos, no hay nada. Los bárbaros ya han pasado por aquí. Corrección. Me rodean. Hacen líquidos los billetes que hace pocas horas debió de darles esta máquina. Estamos en crisis. Sin duda. En permanente estado de ansiedad. Consumir lo que no se acaba -¿la copa?, ¿el jersey?, ¿el domingo?-, apurar el tiempo, acelerarlo contra los botones que sean necesarios… los del móvil, el datafono, el cajero, los ascensores. Subir, bajar… ¿adónde? ¿Estamos preparándonos para alguna escasez? Plaza de la Cebada 6, el Caixa Galicia tampoco puede atender en este momento a esta descarriada e insolvente oveja. Calle Mayor, número 20. Cajero del Santander. Nada. Calle Postas con Esparteros. Telebanco; nada. Bankinter; nada. No hay forma alguna de extraer dinero de las paredes. Los peatones suben como mareas abrigadas, dispuestas a comerlo todo, a comprarlo todo; a tropezar y atascarse a las puertas de cualquier expendio. Fumadores apretados dan caladas al piti friolero. Porque la ansiedad por consumir es, también, un motivo técnico. Las existencias se agotan, algo más también... Algo ha pasado en el partido contra el Almería. Pero no me detengo. Dos agentes, que luego son cinco, seis, siete, llevan preso a un chico negro, muy negro, que apenas habla español. Alrededor hay corrillo. Cerrar fronteras. Ni un inmigrante más. Ni chinos que no pagan impuestos. Ni magrebíes. Ni colombianos. Ni panchitos... Ni moros. Ni hostias. Paso de largo sin unirme al Tribunal. No puedo apelar, no tengo tiempo. Mesut Özil es musulmán. Y sin embargo, no les molesta. Pienso. No tengo tiempo, tampoco cerebro. Yo también soy un bárbaro en busca de un botón. Ya no miro la hora. He caminado dos kilómetros buscando papeles con valor, porque no llevo ninguno conmigo. Gran Vía 21. Un cajero del BBVA acepta mi clave y escupe lo que pido. Cruzo Montera, y como los bárbaros, ahora que tengo con qué, me abalanzo a un expendio. Entro a un Mac Donald’s, pido un café. Dos setenta. Ya puedo hacer cambio de veinte para pagar a La China lo que le debo. Mis bolsillos llevan, ahora, la mitad de los papeles que hace un minuto aguardaban, entre costuras, ser llamados a filas. Me despido, efusivamente. Nos vemos mañana. Mañana. Bajo Montera, con las manos en el abrigo. Esquivo putas flacas, gordas, extranjeras todas. Algunas fueron bonitas, alguna vez. Una bebe un Red Bull con ansiedad. Otra se acomoda los vaqueros, para marcar bien el culo redondeado que no existe, pero como si existiera. Emprendo la ruta, con mi café, ahora frío, y mi cigarro delincuente. Llego a Sol con la duda de porqué esta gente se arremolina en este lugar tan poco acogedor, si hay sitios más hermosos. Vitrinas. Vitrinas. Vitrinas. Es verdad, vitrinas. Me llevo las manos a los bolsillos. Yo, como los bárbaros, he invadido para conseguir lo que ya no tengo, y probablemente nunca llegue a tener, ¿suficiente dinero?, ¿suficiente café?, ¿suficiente compañía?, ¿suficiente alcohol? ¿suficiente alivio...? ¿local, general, sintomático? Vuelvo a casa. Atravieso la Plaza Mayor. Y donde hubo autos de fe ahora pastan irlandeses en terrazas. Paella. Fiesta. Siesta. Soy un bárbaro. Aprieto botones, uso el metro, llevo pastillas para el resfriado. Yo también soy un bárbaro. Uno que vuelve a casa.

martes, 11 de enero de 2011

(Otro mal comienzo para) Un clavadista en el Hudson

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Antonio Diez practicó la coreografía de los detectores de metales. Contestó la verdad y nada más que la verdad. No llevaba cocaína en el estómago y no tenía intención alguna de secuestrar un avión para estrellarlo contra una torre. Que la funcionaria le rociara con el tufillo del imitador le ofendió. No tenía intención. Y en el caso de que deseara cometer un atentado, ya se le ocurriría algo mejor. Con escribirlo ya era suficiente.

La pista de aterrizaje brillaba como un tenedor recién pulido, mientras la turbina del vuelo de American Airlines rascaba los vidrios con su ronquera. El reloj del pasillo daba las dos de una tarde sin baterías. Antonio Diez miró al resto de los pasajeros. Mataban el tiempo tocando las pantallas de sus móviles con la yema de sus dedos. El aeropuerto se convirtió en un enorme cementerio, un horno crematorio con aire acondicionado en el que alguien quema sus últimos cartuchos. Antonio Diez no tenía municiones, tampoco blanco para descargarlas. Apagó el teléfono.

Se dirigió con pereza hacia su asiento. Lo recibió un olor dulzón, mezcla de azúcar ahumada y pan frío. Esquivó, aceptó y pidió disculpas, hasta dar con su fila. Cayó derrotado en la butaca y acercó su nariz al cristal. El despegue no le pareció lo suficientemente largo. Cuando giró su cabeza para buscar un libro, la cabina se convirtió en una estampida de vasos plásticos, botellitas, menús enjaulados en bandejas y frutas tristes para viajeros sin hambre.

A llegar a Newark llamaría a Federico. No recordaba la dirección exacta. Su única esperanza era no tener que compartir el sofá con un francés lleno de monte hasta los oídos. En ese caso, él saldría perdiendo. El francés seguramente habría pagado por el sofá. Antonio Diez no.

Abrió su libreta y repasó las notas. Tachaduras, transcripciones. Lo que buscaba estaba en el portátil, pero la pereza y la desgana le podían. Igual no escribiría nada hasta pisar Manhattan, como no escribió nada cuando estuvo en Panamá, ni en Valencia, ni en Baltimore. Rebuscó, despeinó la libreta y leyó un rato. Se setuvo en una de las hojas marcadas con un postip. Sanoja ya no vive para confirmarlo, pero la verdadera razón, dicen, por la que el cónsul arrojó la primera edición de su novela al río Hudson no fue para protestar por el canal de Panamá. De haber sido así, con un ejemplar era más que suficiente.

Como Antonio Diez, el cónsul estaría dolido. Por eso pensó que los peces del Hudson apreciarían sus páginas más que sus enanos e ingratos compatriotas. Era imposible alimentar semejantes cardúmenes... de pirañas, plagas incapaces que se alborotan con tan sólo oler a la sangre ajena; la suya, la del cónsul. En el Hudson, abajo, muy profundo, alguien habría de picar algún anzuelo. ¿Alguien, no?

-¿ Carne o pollo?
-Pez , por favor–hubiera dicho Antonio Diez, de no ser un cobarde

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miércoles, 5 de enero de 2011

Hágase su voluntad, ¿la de quién?


El presidente está varado en la mitad de ninguna parte; nunca mejor dicho para un hombre que nació en Rubio, un pueblo de 60.000 habitantes, casi en la frontera entre Venezuela y Colombia; un hombre que habitó, siempre, el lugar impreciso de los que podían amarlo y odiarlo a la vez. Electo dos veces presidente de la República -en 1974 y 1989-, aclamado y denostado con igual intensidad, Carlos Andrés Pérez vivió entre dos países: el que le necesitó y el que renegó. Ahora, el presidente ya no espera la muerte, sino un lugar dónde ejercerla.

Su cuerpo aguarda en una funeraria en Miami hasta que su mujer, la ex primera dama Doña Blanca de Pérez, y la que fue su secretaria privada, amante y fiel barragana Cecilia Matos, lleguen a un acuerdo sobre dónde será enterrado el difunto. ¿Acaso recibirá sepultura en su país o en el islote soleado de un jardín artificial del estado de Florida? Hay exilios que jamás terminan. El presidente está varado, otra vez, en medio de ninguna parte. Está solo, en su caja de pino. Espera, embalsamado, ya no un monumento sino un veredicto. Otra vez.

Exilio, jubilación, pudrición. Si es posible demorar la fermentación de la carne, el estallido de las pústulas, ¿es posible acaso, asumir la paternidad de un muerto? El hombre de las chaquetas, como le llamaron los medios, siempre sucintos en palabras –e ideas-, está muerto. Y lo que es peor, el hombre de las chaquetas a cuadros, el que nacionalizó el Petróleo y el Hierro, el que inauguró las zapatillas de la política exterior petrolera, ése, está muerto e insepulto. El aeróbico andino, el que saltaba charcos y lodazales en campaña, el hombre de la Venezuela Saudita, el mismo que vistió el traje del neoliberal cuando la tendencia era correr la arruga, ése, no tiene ahora adónde ir.

Picoteo sin ganas algunas páginas de Los ángeles blancos, de John Carlin. El vagón del metro traquetea. Me veo repasar mi cabello con un cepillo de cerdas gruesas. Me recuerdo, frente al espejo, en el baño de casa, escuchando la radio mientras separo la melena en trozos hasta acomodarla en una media cola prensada con agua y gomina. Ni un cabello fuera de si sitio. ¡Qué país tan acicalado el de aquellos jueves -¿o los martes?- en los que el presidente se dirigía ante los ciudadanos de la República! No recuerdo la razón. Sólo sé que lo escuchaba. Entonces tenía yo ocho años. Ahora 28. Ya no uso gomina ni escucho la radio. En mi país tampoco hay Congreso ni cosa que se parezca. El vagón traquetea. Y me doy cuenta que recuerdo cosas y gente muertas.

No había terminado el primer año de escuela cuando dejé de asistir al colegio. Primero por los saqueos del año 1989; el país ardiendo por los cuatro costados en los informativos de la tele, mientras la gente destrozaba mostradores y el ejército hacía limpieza a lo Potemkin para tranquilizar a un país agitado como un avispero. Y cuando, al fin, parecíamos acostumbrarnos otra vez a vivir sin incendios, los intentos de Golpe de Estado de Hugo Chávez en 1992 rociaron con gasolina la barbacoa nacional. Los insurrectos llevaron tanques militares a las puertas del Palacio de Miraflores y a nosotros nos alejaron, otra vez, de las puertas del colegio.

Lo recuerdo, todo. O casi todo. La brillante calva presidencial. El sonido de fondo de las marchas extraordinarias que usaban los canales de televisión para anunciar derrocamientos o Coronas de Miss Universo. “Venezolanos, venezolanas…” . Así empezó el presidente Pérez el que sería su último discurso, del que yo sólo recuerdo la imagen nítida de un cráneo reluciente. La política tenía entonces ese reflejo brillante de los santos y las vírgenes. Todo en las fotos brillaba: los rostros de los ministros, las pilas de gente muerta en las fosas comunes de la Peste, los soldados con la tapa de los sesos al aire. Todo resplandecía, como si la República fuera esa Santa galería de rodillas peladas y piernas con clavos, ese lugar imposible donde las cosas nunca han ocurrido, aunque ocurran.

Ahora, el hombre de las chaquetas no se mueve en ninguna dirección. No hay para él un lugar en el Panteón, en ninguno. En su último discurso, insisto, como presidente de la República, el 20 de mayo de 1993, el día en que sentó posición con respecto al juicio abierto en su contra en la Corte Suprema de Justicia por el uso de los fondos de una partida secreta de 250 millones de bolívares destinados para la seguridad de Violeta Chamorro, Carlos Andrés Pérez dijo: “Si no abrigara tanta convicción en la transparencia de mi conducta que jamás manchará mi historia, y en la seguridad del veredicto final de justicia, no tengo inconveniente en confesar que hubiera preferido la otra muerte”.


Ese día, reconociéndose hijo y resultado de la Venezuela que sobrevino a la muerte de Juan Vicente Gómez y retratándose en el butacón nacional como hijo de Rómulo Gallegos, la Generación del 28 y de Rómulo Betancourt, el presidente Pérez hizo recuento y equipaje, confeccionó un repertorio de sentimientos que el tiempo transformó en hechos. “Supuse que la política venezolana se había civilizado y que el rencor y los odios personales no determinarían su curso. Me equivoqué”, dijo Pérez sin imaginar aún que terminaríamos comiéndonos los unos a los otros, con las manos si es posible, en la que ahora podría ser la peor crisis institucional de Venezuela desde la Guerra Federal.

Si bien es cierto el presidente Pérez hubiera preferido otra muerte, ahora no goza siquiera ya no del beneficio de quien puede escoger dónde y cómo habrá de morir, sino de dónde reposarán sus huesos, hasta que queden blancos, blanquísimos, y pulidos. Ni a eso tuvo derecho el hombre de las chaquetas a cuadros. Pasan los días… su viuda y su querida hacen pulso con sus restos, mientras el país se diseca en su propia bastardía. Demasiado acostumbrados a las violaciones militares de las leyes y las instituciones, el ultraje nos resulta familiar. ¿A quién pertenecen los despojos del Presidente en este país de descastados?

Hágase su voluntad. Sí, pero… ¿la de quién?

sábado, 1 de enero de 2011

Antibióticos, por favor


Veintidós de diciembre, tres de la mañana. Cruzaba con mi padre el Puente de Triana, en Sevilla, cuando vi en una de sus barandas un candado inscrito con el nombre de una pareja y una fecha. Vane y Mario. Septiembre 2009. Me acerqué. El objeto en cuestión estaba cerrado a cal y canto.

El asunto respiraba un tufillo carcelario, un no sé qué, una cursilería que habría quedado en óxido y mal gusto de no ser porque, a medida que avanzaba, comencé a notar que Vane y Mario se convirtieron en Pilar y Curro; Paco y Mary; Concha y Chema. Se trataba de un brote de amor… o celopatía. Los nombres estaban escritos, algunos, con rotuladores. Otros se habían tomado el trabajo –y la alevosía- de grabarlos.

A medida que mi padre y yo dábamos cuenta del paseo, comenzamos a notar cómo el puente padecía una especie de salpullido. A un candado se unían dos, a veces tres. A uno alguien encadenaba otro más pequeño, entonces uno ya no sabía si lo que veía era un hijo fruto del tiempo -es decir, que la pareja había vuelto para adosar al vástago con aquella coqueta ofrenda de ferretería-, o si se trataba más bien de una orgía cívica en la que cada quien busca su sitio como puede. “¿Raro no?”. Sí raro.

Dejé pasar los días preguntándome qué fiebre era ésa, de dónde provenía aquel contagio, aquella manía por dejarlo todo tan bien atado. Mientras, abajo, un río corre libre hacia cualquier lado, la gente se empeña en atarse a un monumento asegurándose no sé yo qué tipo de rara posteridad.
De ser todo esto cierto, la gente estaría entendiendo el afecto como una inevitable y contagiosa cerradura (encadenarse en la intemperie, y más aún frente a un Castillo que fue de la inquisición), una invitación a la custodia mutua o la policial costumbre de encerrarse con llave.

Volví a pasar a los dos días, con el firme propósito de quitarle hierro al asunto. Me fumé un par de cigarrillos, para tomarme con calma aquella chatarrería. Para mirarla como se miran esos gestos que suelen ocurrir en las ciudades… los insultos de los lavabos, las inscripciones en los bancos de los parques, los grafitis en los vagones de los metros. Pero no. No conseguí aflojar la cuerda.

Para resolver el origen del brote, busqué en Google… La respuesta no tardó más de un segundo en aparecer. Y la fiebre obtuvo pronta explicación. Federico Moccia tenía que ser. No seré yo quien rocíe de gasolina el nombre de este buen hombre. No seré yo quien juzgue sus libros de empalagosos y oportunistas títulos. Que lo haga, por favor, gente más culta y preparada.

El asunto en cuestión –el de los candados en el puente- se puso de moda a raíz de una escena del libro Ho voglia di te ('Tengo ganas de ti', Ed. Planeta), escrito por el señor Moccia. En él, una pareja se jura amor en el Puente Milvio de Roma, donde coloca un candado y tira luego las llaves al río.

La imagen literaria se esparció cual estornudo, especialmente entre lectores adolescentes, que –supongo- dejarían los vampiros y correrían a las ferreterías y los Leroy Merlin para repetir el performance de los enamorados de Moccia.

Fumo con ansiedad, consciente de que mañana ya no me dejarán hacerlo en ningún local público. Fumo mientras pienso en estos tiernos arrebatos. Hubo ingenuidades entrañables, el prohibido prohibir entre ellas. Y me parto la cabeza preguntándome qué fascinación encuentra la gente en atar al ser querido, como si de una oveja se tratara, a una cerradura. ¿Quién sabe?

No lo entiendo. Ha de ser el mono anticipado. Que mañana ya no me dejarán fumar en el bar. Que no podré pensar estas cosas mientras arrojo humo cual chimenea. Que me pondrán otra regla que no pedí. Que las fiebres son muchas y no llevan lógica. Que los afiebrados ya no sueñan. Que en la televisión hay demasiados programas de bricolaje. Que la gente teme a las turbulencias y quiere saberse quieta, inmóvil, para quererse… ¿mejor?