lunes, 29 de agosto de 2016

V de verano: volver a casa en un carro tirado por seis toros

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Foto: KSB


Alberto López Simón llega al patio de cuadrillas de la plaza de toros de San Sebastian de los Reyes a las siete menos cinco de la tarde. Es domingo. Y mientras en la vida real todos descansan, parece que sólo él se dispone a emprender un viaje que podría ser mayor que sus propias fuerzas: encerrarse con seis toros; matarlos sin morir y conseguir belleza en esa gesta. Es el único espada de esta tarde de guerra y travesía. El único.

Esta tarde será distinta de las 47 que ya suma López Simón. Hoy no luchará contra seis bestias, sino contra las muchas otras que viven en su interior. 

Hay en el ambiente un eco de cohetes verbeneros, vapor de freidoras y una insistente aroma a expiación -acaso por los 37 grados que derriten los caireles de los trajes de luces-. La de hoy es la reaparición de Alberto López Simón tras el desvanecimiento que sufrió apenas dos tardes atrás, en la Feria de Bilbao, cuando una crisis de ansiedad le arrebató la respiración y el color de la piel. Ese día López Simón dio muerte a su tercer toro y de ahí se fue a la enfermería, de la que salió sobre una camilla, con un parte médico de Alcalosis y 5 miligramos de Midazolam. El reino de la farmacopea abriéndose paso en la sangre de alguien más. Por eso esta tarde es distinta de las 47 que ya suma López Simón en toda la temporada. Hoy no luchará contra seis bestias, sino contra las muchas otras que viven en su interior.

Un hombre que lee a Borges mientras cicatriza una herida de 12 centímetros lo puede todo, incluso reponerse de sí mismo; de las embestidas que pega el ánimo cuando tiñe la melancolía. Contar a López Simón es contar al Dante que va al infierno, al Ulises que vuelve a casa. Y no porque su larga figura y pálido perfil de hombre melancólico lo sugieran. No porque al ocurrir su sonrisa sea más sonrisa que las de otros, sino por algo más silencioso, una electricidad que le recorre el cuerpo y enchufa vida en los ojos de quienes lo miran torear. De luces, López Simón avanza acuchillado, brillante como las exclamaciones y los puñales con los que alguien rasga la uve del verano, esa palabra que rompe en su primera letra con la inclinación de una caída, ese precipicio de las cosas que acaban o resurgen.

"Un hombre que lee a Borges mientras cicatriza una herida de 12 centímetros lo puede todo, incluso reponerse de sí mismo; de las embestidas que pega el ánimo cuando tiñe la melancolía"

La faena del primero –un astado de Daniel Ruiz- ocurre con una espuma de oles en la arena de San Sebastián de los Reyes. Mirarlo es barrer el albero. Contar a López Simón es contar a alguien que completa el viaje de ida y vuelta. Sí, López Simón vuelve a casa esta tarde, se adentra al centro de sí mismo. Hay ganas de verlo resurgir, por eso cada pase levanta la cresta de un mar de tierra y edificios, los que rodean la plaza. El primer toro termina con el esbelto torero señalando con el dedo índice la muerte que está a punto de ocurrir. Hasta que la bestia se desploma y los pañuelos convierten en océano las gradas de una plaza de segunda.

El siguiente, un Vellosino prieto, lo lidió Alberto López Simón descalzo, con los pies bien pegados albero. Avanza la tarde y los pasos impresos en el ruedo escriben una guerra de arena y vida . “Vente bonitoooo, Vente bonitooooo”, vente, dice López Simón como si hablara a un peluche de felpa brava que ha intentado ensartarle los riñones. “Vente bonitoooo”, dice arrastrando la vocal del adjetivo como un raro túnel para un tren bronco. 

Hemos venido a partirnos la cara, una que ya traíamos rota de casa. Estamos tan muertos, dando gritos en el aire

Hay desacuerdo y gresca con la oreja no concedida del segundo. Pitorreo y grito en los tendidos más altos de la plaza. ¡Fuera! ¡Fuera!, al presidente de la plaza. Miro alrededor. Todos somos chusma al sol, pienso. Apuramos, soeces, una vida que creemos para siempre y que López Simón se juega bajo el estruendo de un público al que a veces le falta los dientes y, porqué no, a veces también el corazón. Hemos venido a partirnos la cara, una que ya traíamos rota de casa. Estamos tan muertos, dando gritos al aire. Tan muertos, que nos caemos a trozos. Negada la oreja, López Simón acude a las tablas, lo espera su apoderado, que no dejará de merodear en toda la tarde. Un aliento en la nuca.

Las verónicas del tercero hacen vuelo en el aire. López Simón gira sobre sí mismo. Ese baile de besos y años. Ahí donde todos ven un trapo, yo veo una historia . Veo, como los destinos que las ciudades que cambian de hora en las pantallas de los aeropuertos, al niño del que aún no se desprendido y al hombre viejo que ya es. Apunto cosas en mi libreta. Escribo todo lo que no sé. El toro sin cara, el poco recorrido, los tirones, el poco trapío. La mala hechura. Escribo queriendo saber. Cuando levanto la mirada, siento que lo importante está en otra parte, que vive en ese lugar al que López Simón intenta volver. Llevo ya un tiempo siguiéndolo. Acudiendo a su guerra. Y a veces, como hoy, siento que veo torear a un hombre que ha entendido que la muerte no se posterga; que está ahí. Por eso no duda en caminar sin manoletinas hacia el centro de una vida que él entiende incompleta si no se la juega en los medios. 

"A veces, como hoy, siento que veo torear a un hombre que ha entendido que la muerte no se posterga; que está ahí. Por eso no duda en caminar sin manoletinas hacia el centro de una vida que él entiende incompleta si no se la juega en los medios" 
  
“Qué mal afeitado está ese toro”. “Es un toro de rejones”. “Pero si es un animalito”, remata un hombre que vierte un lingotazo de ron en un vaso de litrona. En el tendido de sol una banda interpreta una música estropeada para la faena que está por ocurrir. Tras brindar el tercero, López Simón se hinca, entierra las rodillas en la tierra parda. Cita de rodillas. Una parte del siete berrea, la otra pide silencio. Quien observa desde la grada, protegido del sol y la muerte, se pregunta a qué ha venido y con quiénes comparte asiento. Quien ve torear desde la grada siente ve a alguien que se desnuda mientras otros le arrancan el vestido a dentelladas.

López Simón avanza en este recital de sí mismo y aunque encuentra aspereza en el cuarto y el quinto, llega erguido –apretado como un alambre- al sexto toro, el último de la tarde. Hay alegría en su palidez, algo del niño que mostró hace unas semanas en Puerto de Santa María –alguien que se siente libre y desata tormentas en cada capotazo-. Descalzo, con los pies otra vez bien plantados en el ruedo, Alberto López Simón dio sus mejores pases de aquella tarde. Bailó a todo riñón y todo pulmón, pegadito el cuerpo al animal y olvidado por completo del suyo. 

"El sexto, del Vellosino, habría sido de platino de no fallar con la espada. Y sin embargo, el viaje ya está hecho. El cuerpo exhausto parece atracar en otro mar"

Ahí está el joven matador, pasándose la vida y la muerte por la taleguilla. “Viva la madre que te parió”, se oye medio del silencio anochecido de esta tarde de fritanga. . “Oleeeeeeee, viva”. Resuena la plaza entera. El sexto, del Vellosino, habría sido de platino de no fallar con la espada. Y sin embargo, el viaje ya está hecho. El cuerpo exhausto parece atracar en otro mar. Sonriendo, abraza un hogar que se levanta en el corazón. Ese lugar al que van los que, como Ulises, viajan hacia la muerte y de vuelta de ella.

El domingo, finaliza, con su tufo de pinchos e infierno. Vestido de luces, López Simón sale a hombros de la plaza. Luce su cuerpo magro y acuchillado, brillante como las exclamaciones y los puñales con los que alguien rasga la uve del verano, esa palabra que rompe en su primera letra, ese precipicio de las cosas que acaban o remontan. La rotura que llevan en el alma los que vuelven a casa  en un carro tirado por seis toros.

Nota: Al día siguiente, en la Plaza de toros de La Corredera (Colmenar Viejo), el 29 de agosto de 2016, durante la tercera de la Feria de los Remedios, López Simón, de grana y oro cortó dos orejas. Salió por la Puerta Grande con Alejandro Talavante. 

viernes, 26 de agosto de 2016

V, de verano: el hombre de los días feriados

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Foto: KSB


A las ocho de la mañana de todos los fines de semana y días feriados, un hombre recupera su silla en la cafetería del Dunking Donnuts de Antón Martín. Él hace suya -reconquista, sin saberlo- la mesa pegada al ventanal –sí, la que mira al monumento de los abogados asesinados-; la misma que yo ocupo el resto de la semana.

El hombre tiene, creo, la edad de mi padre; alrededor de ochenta. Su cabellera es blanca y escasa. Unos pocos vellos espolvorean su cráneo escarmentado. Los claros en el cogote delatan cómo la vieja costumbre de pensar -y cubrirse la cabeza de las ventiscas con un sombrero- ha pasado de moda -Azúa dixit-. Él y yo somos la intemperie. Ya no hay armarios tan grandes como para guardar aquellas prendas. Tampoco ventiscas que nos alboroten el alma.

Pienso en su mundo y en el mío, reunidos ante el milagro del reciclaje. Nada nos quema de verdad.
El hombre de la ventana -a sus casi 80- y yo -a mis 34-, nos hemos apuntado al bando de los bebedores de café en vasos de papel. Pienso en su mundo y en el mío, reunidos ante el milagro del reciclaje. Repartidos a ambos lados de la misma soga: nada nos quema de verdad. Y sin embargo, cruje en los dos unas ganas raras de incendio. Lo huelo. Hay algo pirómano en su forma de hojear los folios que lleva, apretados, en una cartera de piel. Ésa que abre con resentimiento y desdén, cada mañana. Esos que descabella con la punta roma de un bolígrafo Bic, el puñal que reserva la economía a escala a gente como él y como yo: hombres y mujeres que no quieren estar en casa. 

Él exprime el corazón sobre la miga de un pan recalentado; yo lo llevo envuelto en una baratija que alguna vez inventó un Dios vegetariano

Él escribe en su papel áspero; yo tecleo en un portátil platinado. Él se escribe y se arranca; yo edito. Él exprime el corazón sobre la miga de un pan recalentado; yo lo llevo envuelto en una baratija que alguna vez inventó un Dios vegetariano. Ese hombre que recupera el lugar que yo le arrebato en días laborables, escribe. Es nuestro aire de familia. Cada palabra que apunta y poco después tacha se imprime sobre el papel como muelas arrancadas de a poco. Una a una, en orden. La filia india y solitaria de un corazón sin dientes que alguna vez retuvo una presa aun viva.

Él, el hombre de los feriados, completa un folio, acaso dos. Y entonces, solo entonces: tacha. Lo hace con una valentía que a mí se me antoja familiar. Ese gesto estropeado de quienes ganan a la ruleta rusa. Poco después, rasga el papel y arroja los trozos en el envase de cartón de 550 mililitros. El mismo que yo bebo todas las mañanas. Una pira blandorra para nuestros mejores fuegos. 

El hombre de los feriados, completa un folio, acaso dos (...) Y entonces, solo entonces, rasga el papel
No conozco su nombre. Sus intercambios son escasos, ásperos. Pocos hablan esta cadena de bollos fritos en la que alguien quiso exhibir bajo focos de alógeno roscas de harina abrillantadas; cosas que sudan la enfermedad; cosas que caducan. Habitamos este lugar que no milita en la felicidad. Aquí nadie apunta tu nombre con rotulador sobre la pared de un vaso de papel. Aquí, los baristas no te rebautizan al llamarte por un nombre inventado que vocean cuando el tibio bebedizo está listo. Aquí no tenemos nombre. Somos café. Café barato.

Sé de este hombre lo que observo. Sé de este hombre lo que llevo puesto: mi insomnio y mis ganas de partirme la cara. Sólo eso. Sé de él lo que olisqueo y reconstruyo. ¿Y qué es mi vida si no eso…? Olisquear a extraños. Sacar de ellos lo que resuena en mí. ¿Y cuál es la suya? ¿De quién es esa vida rota en pedacitos en el fondo de un vaso de papel?

Sé de este hombre lo que llevo puesto: mi insomnio y mis ganas de partirme la cara

El hombre de los feriados viste siempre el mismo pantalón color tabaco y una camisa blanco hepatitis -a veces parda-, esas cosas con las que uno se cubre para salir del portal los domingos vacíos de deseo. Todo en él aúlla con la ira de las prendas que fueron mejores. Más que ropa, lleva un hábito; un sayo de misa, cartón y padrenuestro; una oración que en sus manos anticipa peineta y en las mías promete chupitos de espidifén.

Hoy es feriado. Atravieso las puertas automáticas como si bajara a por quinina, como si fuera hasta las bodegas de un barco de vela llamado Otago. El hombre del vaso de papel elige la mesa contraria a la mía, la misma que elijo día tras día. Él, a diferencia de mí, prefiere dar la espalda al monumento de los abogados, como si los despreciara, como si le diera igual cualquier carnicería distinta a la pergeña en sus hojas gruesas y asalmonadas. Él prefiere ver venir la mañana en lugar de avanzar hacia los números de la calle Atocha. Él da marcha atrás a una calle que va a degollarse primero a Benavente y luego a la Plaza Mayor. Yo apuro en cambio, aprieto el paso con la mirada. Esa esperanza estrecha de quienes jamás han sangrado en una batalla con muertos. 

Su presencia existe en mis días por el solo hecho de quitarle a la mía el ventanal donde cada mañana leo y escribo 

Nunca lo he visto llegar. Su presencia existe en mis días por el solo hecho de quitarle a la mía el ventanal donde cada mañana leo, escribo y me preparo para dejarme arrollar por la furgoneta que venga de paso. Él, como yo, pide un café de 550 mililitros. Él, como yo, no habla con nadie. Él, como yo, mira la calle Atocha con el mismo desdén de quienes, en secreto, quieren arder … Da igual lo que venga a matarnos, el cielo azul de los días de verano o los vencejos enloquecidos que buscan pelea en el aire. Ambos queremos estar ahí, plantados en el cielo mustio de una vidriera sin atributos. Ambos ardemos en el eco de un café recalentado. Ambos somos marinos sin batalla, flotando en la goma arábica a las ocho de la mañana de un día de fiesta.

jueves, 18 de agosto de 2016

V, de verano: no hay que olvidar la noche

Foto: KSB

 No hay que olvidar la noche. Tampoco darse de baja en sus modales de vertedero, mucho menos perder la forma ni  hacerse fofo en la amnesia de la oscuridad, ese sprint que separa la celebración del garrotazo; ese dique que aparta a los vivos de los muertos y confina a los que quedan entremedias a la dehesa del espanto –fantasmas elevados en plataformas; esperpentos tatuados; la tumba de la minifalda sin depilar-. No hay que olvidar la noche ni perderla de vista. No hay que afelparse. No es posible renunciar a la pregunta sobre cuánto de nosotros hay en ella: la lenta frustración de los trenes y los ascensores, los besos agusanados que se dan los desconocidos  y los nudillos rotos de los que se dan puñetazos porque temen volver solos a casa, aunque no lo sepan.

"No hay que olvidar la noche... Ni los besos agusanados que se dan los desconocidos  y los nudillos rotos de los que se dan puñetazos porque temen  volver solos a casa"

Son las cuatro de la madrugada de un 14  de agosto. Las fiestas de verano purgan Madrid con su santiamén de pañuelo y eructo: pasacalle, abanico y borrachera. La pira de los días en el desafuero del sol. Un sujeto de pecho tatuado tira del cabello a una rubia con el alma desdentada; ella intenta golpearlo, él tira con más fuerza. Tropiezan. Ruedan. Se pegan. Llega la policía. Acaba el espectáculo que nunca nadie consiguió grabar con el móvil –fue todo tan rápido, maldita sea-.  Son las cuatro de una mañana sin luz, ni luces. Esa hora en la que todos parecen querer algo que no irían a comprar vestidos de sí mismos.

Un hombre de camiseta roja y aspecto británico tropieza con una chica que parece cobrar en céntimos los malos besos y las plegarias de portal –la calderilla de ponerse de rodillas-. Su rostro me resulta familiar. No es la primera vez que lo veo embestir contra una dama esta noche. Pero a esta hora –ya se sabe- a la hoguera se le olvida que arde feamente. Sentado a una mesa a la que nadie lo ha invitado –la joven de los céntimos está acompañada de algo que podría ser un grupo de clientes o una familia con malas pintas-, el caballero británico de camiseta roja delata estropicio en cada gesto. Luce un bronceado infierno; vacaciones con quemadura de tercer grado. Despliega, cuando la borrachera se lo permite, una sonrisa tiesa y carbonizada. En su sangre, seguro, la ginebra pasó de gasolina a monóxido.

"En la carrera de San Francisco, convertida ya en dehesa de muertos vivientes, los entresijos chisporrotean en los calderos y Pitbull resuena como una ventosidad en los oídos" 

En la carrera de San Francisco, convertida ya en dehesa de muertos vivientes, los entresijos chisporrotean en los calderos y las últimas tiras de tocino se asan sobre una plancha de metal. A esta hora, las cuatro de una madrugada de agosto, todos tenemos algo de San Lorenzo: nos arrancamos la piel a tiras para arrojarla a alguna parrilla dónde arder más rápido. El asunto, claro, es quemarse.  Olvidar que la vida tiene botones y ascensores. Eso: perder el conocimiento mientras ocurre el infierno y un cantante con nombre de perro –Pitbull- resuena como una ventosidad en los oídos.

El sujeto de aspecto británico y camiseta roja prodiga mordiscos a los gomosos calamares de algo que parece sacado de la basura.  La joven que cobra por desabrochar, así sea una mirada, se ríe de la manifiesta borrachera del estropeado señor. Él la mira como si fuera un hombre de trapo, como si cada gota de alcohol lo hubiese despojado de la más elemental inteligencia. La mira y se disculpa. Una y otra vez.  Ella enseña su sonrisa sin muelas y los muslos prietos,  rematados con hoyos de salchicha a la altura de una falda mal cortada. Todo avanza hacia el precipicio; hacia esa línea quebrada que dibujan las uves del verano.

"Él la mira como si fuera un hombre de trapo, como si cada gota de alcohol lo hubiese despojado de la más elemental inteligencia"

En su novela La fiesta de la insignificancia, Milan Kundera agrupó a las personas a ambos lados de una línea: los que al tropezar piden disculpas y los que al embestir al prójimo reprochan y manotean. El caballero inglés de los calamares gomosos y la mirada borracha supera por completo esa frontera. Su territorio es el accidente; y a juzgar por los mordiscos y la bocanada de vomito que parece a punto de derramarse sobre la mesa a la que no ha sido invitado, esto tiene pinta de tragedia. Puro verano, sandungueo. Ganas de pegarse y besarse. Verter. Arder.

Derrotado por el bocadillo, el caballero británico saca de su boca una larga tira de pescado procesado. La arroja al suelo. Se mira los pies deformados en las sandalias. Hay desamparo en la piel roja de su rostro. Tiene algo de pobre crustáceo, como una langosta que por querer escapar de la olla de agua hirviendo fue a meterse en un cazo de aceite requemado. Aburrido, con los dedos llenos de calamar masticado, el caballero de camiseta roja  decide abandonar la mesa. Intenta ponerse de pie. Una. Dos. Tres veces. Parece un rascacielos a punto de desmayarse.

"Intenta ponerse de pie. Una. Dos. Tres veces. Parece un rascacielos a punto de desmayarse (....) Lo rodean las risas de los extraños. Un enjambre de aguijones que celebran con veneno que él sea penúltimo payaso de la noche"

Al inglés lo rodean las risas de los extraños, un enjambre de aguijones que celebran con veneno que él sea penúltimo payaso de la noche –el bufón siempre es el otro, claro-. Si pudieran, quienes ahora lo rodean arrojarían monedas a su soledad. Incluso alguien propiciaría un cuerpo a cuerpo con otra alma perdida, para ver cuál desagracia le parte la nunca la otra. Habría risotada, eructos, pedos. El vapor caliente de las cosas que se pudren abriéndose paso en una nube de aceite.

El caballero de camiseta roja consigue, al fin, lo que los homínidos en algún tiempo: erguirse sobre sus dos piernas. Una embestida más de vómito amenaza con regar el asfalto. El hombre saca un cigarrillo e intenta avanzar por la carrera de San Francisco, ya convertida por completo en un río de peces muertos, una lenta sopa de cosas que no parecen vivas. Una mano anónima extiende una silla, acaso para evitar el destrozo y asegurarse así algo más de espectáculo. Nunca tres pasos tambaleantes fueron celebrados con tan tabernarias carcajadas. Si el caballero inglés quisiera, podría llenar sus bolsillos con la calderilla de quienes ven en él el mejor payaso de la madrugada.

"No hay que olvidar la noche. Hace falta volver a ella. Ponerse  de pie en ese escalón del día donde la vida traviste en fantasma. Ese momento donde surgen los besos agusanados y los puñetazos  de quienes tienen miedo de volver solos a casa"

En el filo de la acera, con los pies llenos de saliva, sangría y azúcar, miro el lento desolladero. Veo la espalda de este hombre sobre el que alguien ha descerrajado una desgracia nocturna. Observo. Me detengo en el morro sangrante de los que beben, de esos a los que se le va la vida en un vómito de pizza y mojito. Me detengo, intento recordar lo que veo.  Celebro con mi silencio de vestal sin vientre la furia de otros. A las cuatro de una madrugada de agosto, viene a mi cabeza una novela de Salman Rushdie que leí hace años, en un país extinto que me olvidó como olvidan los hogares a los que beben sin parar. El libro de Rushdie hablaba de dos gemelos que nacen al filo de la media noche: ese  segundo que antecede al día y la oscuridad, esa posición del segundero donde si alguien nace, lo hace a la mitad de su vida, siendo el anterior y el próximo, siendo todas las horas en una distancia, a solas con su celaje, como una sombra.


A mi alrededor veo espectros, gente muerta que vino a beber para resucitar de otra forma. Me reflejo en ellos. Me pregunto cuándo me tocará a mí la calderilla, el cuerpo a cuerpo contra otra soledad.  Así, en el filo de una acera llena de babas , pienso lo mismo. No hay que olvidar la noche. Hace falta volver a ella. Ponerse  de pie en ese escalón del día donde la vida traviste en fantasma. Ese momento donde surgen los besos agusanados y los puñetazos  de quienes tienen miedo de volver solos a casa, aunque no lo sepan.