jueves, 31 de enero de 2008

Post-meridian

Fotografía: H.

“Un amor real es como vivir en aeropuertos”.
Charly García


Los vuelos que se retrasan huelen a bizcocho frío. No sé porqué, pero así es. Y por alguna razón, quienes se retrasan –los pasajeros en trance- tienen ese color insuficiente, amargo e impuntual de siempre. Que sean las nueve en Caracas y las dos de la mañana en Madrid. Las ocho en México y la una aquí. Que las cosas vayan y vengan, como los aviones, nos convierten en fríos y desamparados pedacitos de algo: bizcochos flotantes, peceras en baño de maría. El reloj, redondito como un disparo en la frente, es capaz de lograrlo todo, excepto hacernos llegar a tiempo. Por eso todos los aviones llevan retraso.


Tengo un amigo con nombre de consonante que se sabe memoria los husos horarios. Practica la aritmética sentimental de las agujas. Conoce de cerca a las atletas de los aeropuertos, por solidaridad y defecto. Mi amigo con nombre de consonante es áspero y sincero, único en su especie. Es oyente, viajante, chef, maratonista y escritor de muecas; un cretino con dentadura; un silencioso pasajero en el corazón de los aeropuertos.


Viviendo aún en Caracas, sentados en la mesa del restaurante Chino de Los Palos Grandes, le pedí que resolviese la ecuación imposible. Que le pusiera a mis miedos un proyecto, que me ayudara a sacarles otro pasaporte. Pero él ya estaba curado de mis peticiones sin sentido. Me había visto ir y volver de México y San Francisco. Me había visto llorar, emborracharme y agredir artistas en verbenas culturales. Por eso su silencio siempre me resultó el más tierno de todos los consuelos. No había nada qué hacer que yo no supiese ya. Por eso aquel día, escoltado por un montículo de arroz chino, me miró amargamente, como los monos de los cuentos miran a sus escritores.


Y ahora que he resuelto la ecuación horaria, justo en este momento, es mi amigo alfabético quien necesita un montículo de arroz donde volcar los ojos. No sé cómo explicarle que sus fotos de relojes me lastiman los oídos. No sé decirle que conozco de cerca a la gimnasta de su aeropuerto. Que sus dedos –los de ella- son más largos al bajar de los aviones y su risa más extraña cuando cuelga el teléfono. Pero no pienso decírselo ni a mi amigo con nombre de consonante ni a su gimnasta.


Sencillamente no consigo una parte del tiempo lo suficientemente útil para que el avión retrasado que ambos –la gimnasta y mi amigo consonante- esperan llegue a tiempo. Dice Ítalo Calvino que las ciudades, como los sueños, están llenas de deseos y miedos. Pero también de relojes, vitrinas que chirrían y anuncios de neón estropeados.


Que el tiempo sea suizo es lo que menos me importa. Es el rugido de los escaparates, el silencio de los relojes lo que me deshilacha los ojos. Es mi amigo consonante cada vez más pasajero en el corazón de los aeropuertos, fotografiando la hora con el réflex plástico de su cámara digital. Pero el reloj, redondito como un disparo en la frente, es incapaz, el más incapaz de los aparatos. Por eso en Madrid las gimnastas se pierden en las autovías. Por eso todos los aviones llevan retraso. Por eso sus fotos me matan de frío. Bang. Bang. Por eso al llorar me cambio de acera.

lunes, 28 de enero de 2008

Domingo feliz

Foto:H.


De las personas que conozco, Álvaro es el único que entiende y comparte la hipótesis del domingo feliz. Bullicio; gente; paquetes; ancianos con bastones impunes; niños histéricos; madres repulsivas; bolsas de colores; semáforos; agitadores de oficio; mendigos con descaro; estatuas vivientes; autobuses; viandantes; viajantes; consumistas redentos e irredentos. Todos a la calle. Todos en la calle. Todos, sin excepción. No cabe duda. En Madrid, los domingos sólo son felices cuando abren los almacenes de El Corte Inglés.



El primer domingo de cada mes ocurre la alquimia feriada, la compulsión química y perfecta de cada barrio. Los escaparates se encienden y los maniquíes recuperan su dignidad. La calle bulle cual efecto contagio. Si los almacenes de El Corte Inglés abren sus puertas, el resto lo hará: pequeñas panaderías, librerías, floristerías, peleterías, tiendas de sábanas o películas, joyerías … A veces no todas, pero como si fueran. Y lo que normalmente es un insípido día de guardar, se transforma en curiosa relojería del andar callejero. Cualquier otro sería un apagado día de comidas con siesta, parques desplumados y vagones desiertos. Serían lo que son: las sobras del sábado. Quedarían en las aceras restos de la procesión borracha, buzones desconectados, cafeterías sin menú y perros pequeños orinando las esquinas de mi paciencia.



Pero su felicidad no radica en el poder comprar o no esta o aquella baratija. Eso es lo de menos. El verdadero embrujo del domingo feliz va más allá de las bombillas de los mostradores, la codiciosa caravana de bolsas y remates o la coreografía urbana de los pasos peatonales y los bares de aperitivos. El domingo feliz es una demostración de laicismo en tan ecuménica sociedad que -aún después del síndrome take away - duerme su siesta, toma vermut y acude a misa después de los churros, viviendo rancia y felizmente en una vida que transcurre de otro modo. En ella las cosas se desconectan, se retrasan, y en un país en el que pasa de todo, de pronto, de dos a cinco y los domingos del resto del mes, todo se hunde en un profundo ronquido de siesta, como si aún necesitaran dormir para digerir la historia.



Madrid, una villa, una elegante y refinada villa con modales de escapulario, renuncia el primer domingo de cada mes al reposo de monaguillo. Preciados. Goya. Serrano. Conde de Peñalver. Gran Vía y todos sus semáforos, una gragea antidepresiva para la rutina de los aeropuertos –no sé porqué salen tantos vuelos los domingos- y sus despedidas de casa sin luz; un antídoto contra los locutorios y las llamadas larga distancia; un truco para no estar lejos; una fechoría para la imaginación –si estuvieses aquí, ¿verdad?- ; el regalo para los que esperan y han esperado a que las cosas sean posibles. Si la calle es una fiesta, lo es ahora enteramente. Domingos felices contra la música triste. Domingos felices en los que nunca llueve. Domingos felices para un teclado ocioso. De las personas que conozco, Álvaro es el único que entiende y comparte la hipótesis. Porque es cierto, en Madrid, los domingos sólo son felices cuando abren los almacenes de El Corte Inglés.

jueves, 24 de enero de 2008

Cercanías


Antón me pregunta dónde transcurre La enfermedad. Ha hecho la pregunta de golpe mientras mira a través de la ventanilla. El vagón del AVE está lleno de pasajeros estropeados, cansados. El viento repasa el paisaje y peina las casas imposibles. Nada se mueve allá fuera, excepto este tren. Antón queda en el aire, la pregunta también.


En apenas una hora de viaje hemos hablado, y mucho. He contestado a sus preguntas, a casi todas excepto a ésa. Le he hablado de la ciudad, de sus anaqueles vacíos y las largas colas. He descrito con rigor todo aquello cuanto he visto aparecer y desaparecer: escaleras imposibles; mujeres con talones cuarteados que las suben de vuelta a sus casas; hombres que amanecen muertos en sus peldaños; la basura y el agua que corre hacia abajo como una escala grave y desafinada; el sonido de la montaña y su perfil de dinosaurio dormido. Me esfuerzo por explicarle todo cuanto sé. Él cree que hablo de héroes, de un lugar verosímil sólo por su condición de sacrificio. Él cree que vengo de un país lejano inventado en el telediario.


Le hablo de la catedral -aunque sé que no la ve- pequeñísima y militar, en una ciudad que jamás fue virreinato. Hablo de los carteles rojos que cuelgan los funcionarios en la fachada de la Alcaldía Metropolitana. De los ministerios tapizados. De los campesinos que no son tales. Le hablo del Palacio de Gobierno y sus barricadas. Del balcón presidencial, del Puente República. Me gustaría decir plaza Miranda, avenida Baralt, Cota mil, La Pelota, La Bolsa, Fajardo, Los Chorros, fruta podrida, alcabala, mierda, tarantín, fritanga, pólvora y aceite, como si repasara una receta que me hace agua la boca. Pero en este momento, para Antón, nada de eso es cierto. Ahora sólo existe el vagón en el que viajamos de vuelta a Madrid.


Acumulo palabras alrededor de las calles. Describo. Acoto. Hablo. Antón quiso saber si teníamos escritores, porque conocía sólo uno. Nombré los que pude, los que aún vivían, los que aparecían de vez en cuando agitando poemarios inéditos y novelas urbanas. Hablé de Chocrón, también de País portátil. Antón repitió el nombre, como si le gustara. Y de nuevo me tocó hablar de un escritor muerto.


Me di cuenta, de pronto, que en lugar de novelas, comencé a citar luchas armadas, burocracias poéticas, repúblicas editoriales, enormes y grandes tragedias nacionales. Dejé pasar nombres, incluso a Ifigenia y sus cartas al Gomecismo; a Úslar , su beca europea y su hacer lopecista; a Gallegos presidente en tiempos jóvenes y adecos; a Meneses perezjimenista y al mismo Cabrujas con el Movimiento al Socialismo de sus amores. Si hay un país escrito, no soy yo la mejor para contarlo, al menos sin el hiato político que ahora me empalaga las sílabas.


Decidí callarme. Acumulé mis palabras en un montículo perfecto, como si fuera a hacer una fogata con ellas. Y allí estaba, con el mechero a punto, cuando me quedé, de golpe, muda y sin responder a su pregunta. Si La enfermedad transcurre, y se ve obligada a hacerlo en alguna parte, ¿debería ser acaso a puertas cerradas?; ¿debería sufrirla un hombre viejo en un cuarto vacío, con frascos de medicinas?; ¿ y porqué un hombre viejo y no varios hombres; porqué una enfermedad y no varias?; ¿porqué a puertas cerradas y no a la luz del día? ¿Acaso las ciudades no enferman? ¿Los países y los regímenes políticos tampoco? ¿Acaso el tiempo, la ciudadanía y la calle padecen de la eterna vigorosidad? No hay patria multivitamínica, creo. Bueno, a veces, ad nauseam.


Malestar social. Tejido social enfermo. Una herida ciudadana. Sociedad corrompida. Políticos ladrones. Cúpulas podridas. Todas esas palabras se abrevaron, cuajaron en los sótanos de la democracia del mismísimo Galio. Lo colectivo se me hizo un absceso, el comienzo de una fiebre, un dolor de muela cariada. La dentadura nacional y otras blanduras.


Y seguí en mi espeso botiquín, buscando anfetaminas para mi hipocondría nacional. Antón, mi jefe, volvió a hacer la pregunta, como quien pregunta el valor de un souvenir en un idioma desconocido y cree que no le han entendido. Pero La enfermedad, dijo, dónde transcurre. ¿En Caracas? ¿Por eso me hablas de las escaleras, verdad? Porque en la enfermedad hay una descripción de unas enormes y altísimas escaleras.


La enfermedad no sólo ocurría en Caracas. En realidad, Caracas era la enfermedad, un síndrome fluorescente hasta para quien intenta no retratarlo. Le expliqué que en su novela -La enfermedad, 2007-, Alberto Barrera había intentado concentrarse al máximo y no perder tiempo en color local o brebajes políticos que le amargaran la prosa. Así se sencillo.

Antón dijo que no le parecía novela para un Anagrama. Yo dejé las cosas de ese tamaño. Afortunadamente el tren ya llegaba a Atocha, así que nos librábamos de esos detalles. Al fin y al cabo, mi enfermedad no era ésa. La enfermedad de la que hablaba no había ganado ningún premio ni había sido publicada por nadie. Mi enfermedad estaba a kilómetros de distancia, como si fuera un lugar inventado en el telediario.


Nos despedimos en el vagón. Bajé en la vía tres del andén, con una sensación de fuego en el abrigo. Caminé por entre los pasajeros de la red de cercanías, dejándome tropezar hasta llegar a la puerta. Salí a la calle y me dirigí a la parada de taxi, aún pensando cómo organizar un disturbio con mi montoncito de palabras. Pero el calor sólo me bastó para decir: “A casa, por favor”.

jueves, 17 de enero de 2008

Un arpón para Moby Dick


Una vez en tierra, ya en la cinta mecánica del aeropuerto, arrastré mi maleta de rueditas desobedientes. Me hice como pude con el morral, encendí el teléfono, guardé los pasaportes. Atravesé el estómago amarillo de la terminal cuatro, el Moby Dick de barajas. Me sentí un viajero, revuelto y perdido, en la panza de un animal dormido. Me pareció entonces –como ahora- que Caracas estaba más lejos que la última vez; que quedaba en un Golfo sin ropa o en la parte rota de un mapa. Llegué con el mismo mal aliento dulzón. Ha pasado un mes. Y aún no he llegado. Pido una taza de café. Espero a que deje de llover. He dejado mi paraguas, también mi edición de País portátil.


En el café del Círculo entran y salen los que ya se van: Alaska y su novio punk; Raúl del Pozo y su barba; Pedro Jota y su periodismo; Mariano Rajoy y su Partido Popular; una España y su cortejo. Salí unos minutos antes de que terminara el homenaje y me senté, aquí, a esperar. Sigue pasando la gente: guardaespaldas, periodistas, gente y más gente. En el hall se desparrama un poster con una foto y un aforismo de Francisco Umbral: Ser escritor para ser libre.


No tengo paraguas y sigue lloviendo. Tengo mal aliento y la sensación de ser un maletín cobarde en las manos de Andrés Barazarte. Francisco Umbral murió hace cuatro meses, Adriano hace cuatro días. El premio Cervantes el mismo día de la muerte súbita de Antonio Puertas; el Seix Barral murió en un país al que ya no podía dedicarle ni la mejor de sus borracheras, Umbral en otro que no escuchó su muerte. Países aturdidos. Ballenas durmientes. Hombres que daban sed.


¿Por qué no me traje un paraguas? ¿Por qué País Portátil no vino entre mis cosas? ¿Porque fue escrito doce años antes de naciera; porque Adriano siempre fue su propio Barazarte; porque el país del que he vuelto no llega ni se marcha; porque arrastro una maleta de ruedas desobedientes; porque medio día no es suficiente para entregar un maletín; porque siempre se está en el medio de una autopista hinchada?


Sesenta y ocho… ¿países, veces, novelas? Miro a mi alrededor, veo el aforismo de Umbral. Siguen saliendo invitados, elogios. Sigue lloviendo. Letras sobre letra, un Ser de lejanías y un ballenero que arrastra su propio maletín desobediente. Barazarte es ahora su propio pater familia. El país, a punto como está de comer con las manos, sigue arrugándose en mi maleta, se pierde en una biblioteca breve. No deja de llover. No termino de llegar y no encuentro un arpón que me sostenga del viento en el estómago de este animal dormido.